- Las cuatro caras de Manuel Azaña
El 14 de Abril es la efeméride republicana sobre la que emerge nuestro paisano Manuel Azaña, quien llegó a ser presidente de la II República y a quien hoy rememoramos desde la brecha dulce y amarga del escritor y el político. Fue paisano de Miguel de Cervantes, lo que llevó a mucha honra, nacidos ambos en la misma calle de la Imagen aunque en aceras opuestas. Desde la perspectiva de Alcalá de Henares abordamos hoy la perspectiva de don Manuel Azaña.
Aquellas elecciones
municipales de 1931, que nunca ganaron los republicanos, fue su forzada oportunidad
para ‘ganarlas’ como fuera a nivel estatal en un tumulto incendiario, y tener
que soportar después resignadamente el emblemático ejemplo de que la
II República fue un dechado de democracia.
Es hoy más sincera la consigna de un político emergente: “El cielo (del poder) no
se gana, el cielo se asalta”.
Pero nosotros aquí vamos a
jugar. Yo les invito, amigos, a compartir conmigo un lúdico ejercicio. A Manuel
Azaña le hicieron en Alcalá una escultura con una cabeza realista y un cuerpo
atormentado. Ahora hace de eso veinte años. Después, don Manuel, hecho bronce, pasó
de la olla de cemento donde se encontraba prisionero a la rotonda aledaña abierta
de la carretera de Pastrana. Pero querríamos revisar la postura en que fue
colocado. Porque al llegar a la rotonda, Azaña podía haber adoptado una entre
cuatro posturas, es decir, podía mirar a cada uno de los cuatro puntos
cardinales. ¿Es correcta la postura en que se le colocó? Caben cuatro opiniones,
cuatro caras, cuatro poses, cuatro ojos críticos contra el hombre más crítico. Les
invito a la dialéctica crítica del alcalaíno de las cuatro caras, al
calidoscopio de sus distintas poses.
Y cuando llegó la democracia a tu pueblo, que decías, llevaríamos siete años de ayuntamientos democráticos, van y te plantan a ti allí, en el anfiteatro, junto a la Ronda Fiscal, que no estaba mal y tal, por aquello de que tú eras primero orador, después presidente de la República, lo que fuera, pero primero orador. Hasta el propio Pepe Noja, recuerdo, el día de la inauguración dijo que nunca una obra escultórica suya había encontrado mejor ubicación. En el centro geométrico del anfiteatro queda una rejilla con pozo retumbante, contra el que los niños del barrio gritan “culo” y “puta”, reviniendo los culos y las putas abombados. Ese pozo de la voz empanada era tuyo, Manolo. Es la voz de tu voz, el hoyo de tu olla.
Pero es que los símbolos,
en estos casos, hay que saber hacerlos operativos, funcionales, y aquel
auditorio, tal cual, era sólo para ti, hijo, por colocarlo en la esquina de
mayor estrépito, a ti que te gustaba tanto el «silencio alcalaíno». Gastaste
mucho cemento. Creo que cuatro veces se hizo y se rehizo en parte aquella olla,
que si el tono blanco o la inclinación circundante que se quería. Y después
para ná, porque para arreglarte el
cuerpo, van y te plantan en la rotonda verde de espaldas a los que entran.
Están poniendo en evidencia tu proverbial hosquedad, tu falta de hospitalidad,
de acogimiento. No estabas nunca para recibir, dicen, y a los que tenías
delante querías perderlos de vista. Eso hicieron contigo, a los que miras de
frente les dices: ¡puerta! ¡puerta!
Ahí te han colocado,
mirando a Alcalá, de cara al dogma, defecto propio del orador, que ensarta y
ensarta sin ser interrumpido. Ahí no serás nunca interceptado por el
relativismo de los que llegan, por las ideas nuevas de los que también piensan.
Ahí estás tú en tu monocorde soliloquio de la sonora voz complutense, la misma
que clamó encrespada en el Congreso, en teatros y circos, en ayuntamientos, en
balcones, en los campos abiertos de Mestalla, Baracaldo y Comillas de Madrid.
Tu escuela retórica fue el Ateneo. Ya te lo dije: primero, orador. Ahí está tu
voz aislada, unívoca, sorda, dale que dale, de espaldas al flujo de la realidad,
No lo digo yo, te lo están diciendo tus incondicionales.
Dejaste obra literaria
alcalaína como para poder mirar de frente, así, a Alcalá. Además de tu pluma en
los ricos periódicos locales —fuiste promotor de Brisas del Henares— y de tus referencias en El jardín de los frailes, tu novela Fresdeval transcurre en Alcalá. Hay que reconocer el fervor
alcalaíno de tu juventud. Tenías treinta años cuando pronunciaste aquel
discurso en el banquete de homenaje al diputado conservador alcalaíno Lucas del
Campo (precio popular, 5 pesetas). Pisaste allí las palabras como huevos. Pero
de ti dijiste: “Yo soy alcalaíno de raza, alcalaíno por los cuatro costados:
tengo en mi casa una tradición de amor y de servicios prestados a este pueblo…”
Pero con el tiempo, tu obra, como tu mirada, se hizo suburbiana, rebelde,
crítica, la que ahora te eterniza y se oxida en la intemperie.
¿Te acuerdas de aquel gran alcalaíno y alcalde que se llamó Huerta Calopa? ¿Te acuerdas? Te lo topaste un día en Madrid en la cuesta de Moyano, de libros ambos, y le espetaste que había tres cosas con las que no comulgabas: «La Iglesia, el Ejército y Alcalá». A poco rueda por la cuesta el bueno de don José Félix, a quien le faltó tiempo para divulgarlo.
Ahora te han colocado de espaldas a Alcalá,
como te corresponde. Nunca demostraste, la verdad, excesivos entusiasmos por
tu cuna: aquel provincianismo ramplón, aquellos cinco años perdidos junto a tu
hermano Gregorio en la fábrica de la luz y la Cerámica, que te hicieron
saltar de aquí como un basilisco. Incluso cuando alguna vez te referiste a la
obra de tu padre, la historia más completa que de Alcalá se ha escrito, si no
era lo tuyo desdén, tenía al menos el aire de estar de vuelta de todo eso.
Nadie dirá que no está Alcalá en tu obra, pero no es el Alcalá de las esencias
de los dos volúmenes de tu padre, es el tuyo el Alcalá coloquial y suburbial de
los esquiladores de la Puerta
de Madrid que hablan con las bestias, el de los pescateros y matarifes de la
calle de la Pescadería,
el de la soldadesca que sufre el tábano del prostíbulo de Carmen Descalzo, el
del canónigo que murió de un atracón de sandía y aquel desvencijado personaje
que, entre los restos del histórico naufragio universitario, recitaba a Horacio
por las calles.
En aquella tu visita
oficial como presidente de la
República no bajaste la ventanilla ante el aporreo insistente
de aquella humilde mujer: “Yo le tuve en brazos”, e igual de gélido, miraste la Iglesia Magistral
incendiada, cuya techumbre cayó sobre los sepulcros de Cisneros y Carrillo. No
han parado desde entonces de buscar tus paisanos las Santas Formas Incorruptas.
Y adjudicaste la autoría al fuego amigo, “¡Fuego de Dios sobre el Campo
Laudable!” escribiste en tu Diario. Y ‘El Campesino’ de sonrisa meliflua se
plantó ante ti de un taconazo: “A sus órdenes, mi presidente, le traigo 7.500
soldados”, los que desfilaron ante ti. Y empezaste a aprender el oficio de
estatua en la plaza de tu pueblo, donde la iglesia sin la tapa de sus sesos la
voló también el fuego amigo, dirás. Ese es tu sitio: de espaldas a Alcalá, como
Dios manda y tú lo quisiste desde tu suprema ignorancia de Estado. Ahí quedas,
sin embargo, mirando las barranqueras enormes de tu familia, el terruño de tu
deserción.
3.- Azaña colocado de cara a la nueva Ronda Fiscal, al oeste
Ahí, ése es tu sitio, ni norte ni sur, en el filo de la indecisión, en los baldíos del compromiso, de perfil, nunca de cara. Impasible ante la dialéctica norte-sur, en los terrenos de nadie, ambiguo, en la clave de la disyuntiva. Lo dijo Salvador de Madariaga: «Alcalá es un horno en verano y una nevera en invierno: de modo que los alcalaínos están cocidos por el calor y recocidos por el frío, y así criados por ambas influencias contrarias logran una singular impasibilidad. Las cosas no les dan ni frío ni calor... Tal era, en efecto, la primera impresión que causaba Manuel Azaña. Era inmutable. Lo bueno, lo malo, lo alegre, lo triste, todo parecía dejarle indiferente». Eso es, tu monumento debe ser el de la indiferencia, impasible el ademán, la mirada ni a derecha ni a izquierda, repartiendo un ojo a cada lado.
Tienes una orientación dislocada. ¿Te acuerdas de aquella buena amiga alcalaína cuando te visitó en el Palacio de Oriente? Había unos cañones apostados en los balcones de cara al exterior. Tú, entonces presidente de la República, le dijiste que no sabías si aquellos cañones te defendían o te apuntaban. Tu espacio vital está dislocado, y en esa postura nunca diferenciarás los que entran de los que salen, daltónico, tú, de los sentidos de la marcha.
4.- Azaña colocado de cara a la vieja Ronda
Fiscal, al este
Esa debiera haber sido tu colocación: de espaldas al menor caudal de tráfico entrante y de cara al mayor, De cara al parque que lleva tu nombre y que fue tu finca. de cara al paseo de los plátanos gigantes, donde gustabas de pasear en compañía de tu buen amigo José Vicario, envuelto en la capa de buen paño, –tu “marqués de Cobatillas” y “nunca bien ponderado y siempre inescrutable amigo”–. Ahí, de cara al auditorio que sigue siendo tuyo, que fue tu más luminoso ámbito.
Ahí estás bien, Manolo, de espaldas al Madrid de tus precipicios y vértigos, Tus espaldares pueden aliviarte, aunque la conciencia pesa más que el bronce que te conforma. Tu ancha espalda contra la capital invadida del “no pasarán”. Tu desdén homoplático contra tu desdén invadido, contra tu palabra invadida, contra tu jurisdicción personal y política invadidas. A paseo se vaya el Madrid de tu monumental contradicción y de tu revolución perdida, y maldita la hora en que un escritor de voz grave como tú, no cayera en libertad sobre el alevoso paisaje de aquellas calles de miseria y fuego, cuando el día de tu bronca calle no cabía en la atildada pluma de tu Diario de noche. Tu ética y tu estética se daban de tortas. Tu desdén madrileño llegó hasta tu amigo Vicario, alcarreño alcalaíno, ‘El Vicario de Durón’, así firmaba, al que ahora estás viendo bajo los plátanos. Fue a visitarte un día a la Presidencia del Gobierno, tal como le tenías dicho, y te oyó preguntar a la secretaria con tu voz indisimulada: “¿Qué quiere ese paleto?” Él nunca te lo dijo, él se tragó tu insolencia.
Estás mejor así, dando la
espalda a tanto como tienes que olvidar, incluso al capacho de tus intimidades
y a tus madriles de boca de lobo y de tranvías chirriantes y electrocutantes, y
así miras al diálogo de tu balance de Benicarló, a la ingenua Zaragoza de tus
estudios jurídicos y a tu grito tardío de la ahogada Barcelona: ¡Paz, Piedad, Perdón!”, Allí,
resistiéndote a mirar el desfiladero galo, clamaste: Todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo.
Ahora te queda el arroyo
más cerca en el horizonte de tu mirada fija, el de tu indiscreta infidelidad
alcarreña, donde tu imprecisa campiña se disuelve. En esa entrañable
perspectiva que lleva al paraíso de Guadalajara, ay, Manuel, en esa paz
franciscana de la palabra y el ademán humildes, ahí hubieras evitado el Montauban de tu exilio perpetuo. ¿Por
qué un alcalaíno de raza hubo de dormir una vez tan lejos?
JOSE CÉSAR
ÁLVAREZ
JCA miembro de la Institución de Estudios Complutenses,
Premio ‘Ciudad de Alcalá de Henares’ en Narrativa
y autor, entre otros de La
disputada cuna de Cervantes y
Poeta en Alcalá.
www.josecesaralvarez.com