Ay, madre, que no nos
rompan la cara
Nos han tapado la cara con un velo de
arriba a bajo. Es la fachada de la universidad cisneriana, es nuestra cara, la
cara de Alcalá, no tenemos otra mejor, es la cara por la que nos reconocen, nuestro
icono secular, nuestro rostro representativo que nos identifica y nos acredita.
El día que perdamos la cara caeremos en el anonimato y en la trivialidad.
Nos han tapado la cara para lavarnos la
cara. Es un acto de cosmética privada que exige tener garantizada la intimidad.
Pero en el velo que cubre nuestra cara que nunca puede dejarnos, se han estampado
los rasgos de la cara tapada como un nuevo prodigio de otra Verónica.
Ay, por Dios, que no se nos rompa la cara.
Hemos visto tantas actuaciones rehabilitadoras contra el mal de la piedra sobre
fachadas emblemáticas de nuestra geografía, donde resultó una superficie
uniforme ‘de culito de niño’, que generó todo tipo de críticas. Por Dios, que
no nos rompan la cara rosácea de la piedra de Tamajón, la que se entona en los
atardeceres, la que se ruboriza de pudor y a la que se le suben los colores por
ser cara tan mirada. Que los polvos de
tu cosmética no te tapen la epidermis natural, que no empalidezca tu rostro como
en tu velo. Que vuelva a ser tu cara, tu cara limpia e íntegra.
Pero el principal enemigo de la piedra
caliza son los ácidos corrosivos de la polución y del ambiente. De ahí que la Universidad de Alcalá,
celosa de su imagen renacentista, le haya tapado su cara y le haya dispensado la
cámara o alcoba de sus íntimos mimos. La lona transpirable de su velo, que
reproduce sus rasgos, ha permitido la continuidad explicativa de la fachada durante
este primer fin de semana de embozo, que precisamente ha recibido un caudal
turístico invasivo. Por la calle de Libreros pasaba el sábado un grupo largo de
chicos. Una amiga desde un velador les dijo a bocajarro: “Pero ¿dónde va tanto
chico guapo?” Eran canarios.
Pero el atractivo de este último fin de
semana ha sido el nuevo zócalo figurativo de la plaza de San Diego. El zócalo
del velo que cubre la fachada del Colegio de San Ildefonso presenta una muestra
corrida y colorista de personajes de
ayer y de hoy, un salpicón de vestimenta vieja y moderna, un Cisneros
televisivo que no se compadece con el alcalaíno, los doctores y doctoras
sorprendidos por la cámara de una turista, los encabalgados don Quijote y
Sancho de nuestras calles, los disfraces de Quevedo y de Cervantes junto a un
cura con dulleta y teja, las chiquitas que juntan sus caras risueñas para posar
ante un palo ‘selfie’ de autorretrato, los golfillos, las estudiantes de
moderna tecnología… Un friso, en definitiva,
de mezclado costumbrismo, superpuesto, atemporal, grave y risueño, de figuras
que posan y que pasan, quietas y movidas, el cual recorre como cenefa faldera
los bajos del nuevo atavío del semblante universitario.
Fue el bi-doctor Ramón González Navarro el
primero que trató los granos de nuestra cara. Descubrió, uno a uno, los autores
que fueron de toda la abrumadora obra escultórica de la fachada de Rodrigo Gil
de Hontañón, quien tuvo por maestro de obras a Pedro de la Cotera. Por primera
vez oíamos hablar de escultores como Claudio, autor de la obra principal de los
atlantes que sujetan las columnas, y de Nicolás de Rivero, Juan Guerra, Diego
Gómez Sevilla, Juan de Miera, Cristóbal de Villanueva…
Todos ellos son nombres, empeñados desde
no sé dónde, en alargar la existencia de su piedra. Pretenden hacerse
inmortales con su obra, queriendo guardar su rostro y el nuestro. Pero su
inmortalidad está en nuestras manos, que a nosotros toca. Ellos nos lo dieron y
nosotros lo debemos conservar. De momento hemos envuelto su obra entre
tafetanes. Ay, madre, que no nos rompan la cara.
José César Álvarez