Convivencia bajo trenes
En la cadena
violenta de los últimos sucesos acaecidos, inconexos, tales como el marroquí
que en nuestro tren de cercanías amenaza con explosionar su mochila, el
costamarfileño que en Embajadores nos arroja un policía al tren, el anuncio de
bomba de Nuevos Ministerios y los dramáticos sucesos de París, nos llevan a
replantear el fenómeno de la inmigración, cuya
no-integración pone en peligro nuestra convivencia. La civilización con
que la Europa
occidental abre sus puertas nos habla cada vez más claro de su fragilidad,
expuesta ingenuamente.
La multicultura
es una falacia más de la progresía. Se trata de favorecer el desarrollo de
comunidades agrupadas en razón de su etnia, religión o ideología dentro de una
comunidad más amplia. Sirvan de ejemplo el islamismo y los nacionalismos, que
hoy no tocan. Pero la multicultura tiene el peligro de articular una sociedad
en compartimentos estancos, en guetos, en grupos que viven en una misma
comunidad nacional de espaldas unos a otros, alimentando en silencio su
enfrentamiento tribal en un futuro. La integración de la inmigración
extracultural que invade la
Europa occidental no puede llevarse a cabo en los grupos
culturales de sus orígenes, sino que su integración debe realizarse como
individuo ante el aparato institucional del país de acogida. El advenedizo –si
me permiten llamarle así–, estará cerca de los suyos, sí, pero dentro de la
atmósfera cultural que debe asumir con respeto y por principio el que adviene. El
que llega a otra casa debe aprender y respetar individualmente sus costumbres.
Es ante todo un ciudadano de derechos y deberes.
Contra la fórmula de integración del multiculturalismo está la del pluralismo cultural, cuya diferencia es la que va de la tribu a la persona, y que consiste en la adhesión individual a la comunidad por encima del grupo, donde el individuo, religado a su país de acogida, a quien le debe fidelidad, puede libremente asociarse cultural, política o religiosamente. Por el contrario, si el individuo, otorga su fidelidad prioritaria al grupo, a la etnia, al credo de los suyos, nos harán retroceder a todos a los pueblos prehistóricos, seremos arévacos o turdetanos levantando fortificaciones o empalizadas.
La convivencia
requiere la asunción de una común nacionalidad, no exclusiva, que hay que saber
llevar, hay que ganarla y hay que sellarla a los que llegan. Y hay que saberla
extraditar con firmeza –¡ad foras!–, expulsando al individuo que no sea
merecedor de la confianza ofertada. Y la progresía puede meterse donde le quepa
la preferida de sus últimas etiquetas arrojadas: ‘Xenofobia’.
El caso más
palmario de multicultura es el islamismo inmigrado, que ellos mismos califican
de “conquista silenciosa”. El masoquismo de la Europa occidental que generosamente
abre sus puertas ha llegado tolerar estos casos: retirar de los colegios los
crucifijos por exigencia islamista, retirar los villancicos y el belén, retirar
del menú escolar los ingredientes de cerdo, y sin embargo, no consiguen retirar
el velo de las alumnas. En el Reino Unido llegaron a conseguir ser eximidos del
uso del casco por ser incompatible con su atuendo, y en Tarrasa, alumnos musulmanes
impidieron en el colegio que sus
compañeros autóctonos comieran bocatas de jamón.
Los profesores
franceses de niños islamistas, más expertos, han clamado en contra de su propia
exclusión, de su mundo partido y cerrado, “donde los alumnos no nos vienen como
tabla rasa, sino ocupada, están en otras cosas, no ofrecen una actitud abierta,
sino con una doblez que es desigualdad ante la predisposición del resto, además
de un lastre, y no les interesa nada de lo que creemos debe interesarles como
ciudadanos”.
Cuando sabemos
que el costamarfileño que estuvo nueve veces detenido, sin poder tirar al tren a
un policía a la novena vez, pudo sin embargo hacerlo a la décima.Y que el
marroquí que sobre nuestras ferrovías amenaza con una explosión es un violento
perturbado, asiduo de los juzgados, el panorama del poder legislativo y
judicial se nos aparece como el “mustio collado” de las ruinas de Itálica
famosa. Su encantador buenismo nos puede llevar a las ruedas de los trenes.
“No confundir el
Islam con el terror” gritan con seguridad los profetas laicos de nuestros días.
Pero en Israel, Irak y Siria, en Nueva York, Londres y París hay sujetos bajo
idéntico fuego, idéntico delirio e idéntico grito: “¡Alá es grande!”.
José César Álvarez
www.josecesaralvarez.com
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