Desde Los Arcos a Burgos,
de mujeres
Es mi segundo Camino de Santiago, en el que he andado con mis amigos mi
tramo anual de siete días, esta vez por Los Arcos, Viana, Navarrete,
Nájera, Santo Domingo de la Calzada, Belorado, San Juan de Ortega, Burgos.
De camino motorizado al punto de partida, Marisa y Julia, en el corazón
de Logroño, nos agasajaron en la sociedad gastronómica ‘La Amistad’, y Carlos, que dirige la interesante revista riojana ‘piedra de rayo’ nos sirvió de excepcional guía.
Me dijeron que varias monjas de las Juanas de Alcalá eran de Los Arcos,
el punto de partida. Allí fue todo paz, porque la guerra empezó en
Viana. Frente a nuestro hotel estaba la formidable parroquia fortificada
de San Pedro, a la que le habían levantado la sesera. Es la violencia
indisimulada de la guerra carlista. Dicen que fueron los liberales. Da
lo mismo. Es una más de las guerras civiles que nos hemos dado porque
nos va la marcha.
Pero el que allí mismo nos hizo la guerra fue un aguerrido agente
municipal, que nos puso sendas multas a nuestros vehículos porteadores
por sólo bajarnos a preguntar dónde estaba el aparcamiento. Fue un
contumaz ‘zumalacárregui’ que no dio su brazo a torcer, contagiado por
el irreductible fortín. Por la tarde cambió el turno y cambió la
decoración, porque la muchacha policía vespertina nos puso en la buena
pista del recurso. Apareció la mujer mediadora entre las piedras rotas
de la guerra. Y se nos apareció esa tarde la maravilla de la otra
parroquia enhiesta de Santa María Magdalena y la tumba de César Borgia.
Había en Viana, que es Navarra, un autocar de mujeres, al que se
dirigían portando bolsas de dulces. Le pregunté a una que de dónde eran y
me dijo, insegura, que de cerca de Bilbao, pero que cada una procedía
de un sitio. Lo oyó una compañera y corrigió su titubeo diciendo:
Pues yo soy de Galdácano y a mucha honra.
A la mañana siguiente, además de la bella Rúa Vieja, hubimos de cruzar
de Este a Oeste todo el tinglado urbano de Logroño, que remata en un
largo parque pinturero de losas y adoquines de cemento. Anda, tú, vas y
les regalas una autonomía uniprovincial, y tanto tipo junto no sirve
para adivinar que el pie traspira por la tierra como el vino lo hace por
el corcho.
Navarrete tiene otra iglesia que es una colosal joya. El párroco nos
explica su contenido. Las dos francesas del camino rechazan mi
traducción. Cuando nos enseña el fabuloso tesoro de la sacristía, por
respeto a ellas aplazo mi pregunta:
–¿Es que por aquí no pasaron los franceses? –le dije.
–Pues aquí no entraron porque les hicieron frente –me contestó el cura.
A la mañana siguiente, con la fresca, anduvimos a Nájera, a donde se
nos adelantaron, diez siglos antes, la dinastía de los reyes navarros,
que huyeron ‘hacia dentro’ desde la Pamplona arrasada por los musulmanes. Para Santa María la Real
ya no me quedan adjetivos. Es obra emblemática, monasterio
cisterciense, panteón real, es fusión de siglos y estilos, es capital
descolgada, es La Rioja
navarra. En el bello claustro románico de los Caballeros, los franceses
no dejaron una cabeza viva. Las altivas francesas no estaban.
Aquí se entreveran los reinos. Un Ordoño del reino de León conquistó
estas tierras para Pamplona. La reina Blanca de Navarra, aquí enterrada,
murió de sobreparto a los 18 años al dar a luz a Alfonso VIII de
Castilla, el de las Navas. Y doña Mencía López de Haro, señora de
Vizcaya, que tiene aquí capilla, se fue para ser reina de Portugal,
regresando aquí después de cumplido el trámite.
Angelica es reina de las camareras del lugar, una rumana que ya se
siente najerina, quien, con requiebros de ‘starlette’, nos sirve tapas y
cervezas junto al Najerilla y se hace fotos atrevidas con los cansados
peregrinos.
Cuando llegó a estas tierras Castilla no quiso sumarse a su secular
historia najeriense y se vinieron aquí al lado, a Santo Domingo de la Calzada,
cuya catedral lo fue durante mucho tiempo del País Vasco, que ahora
ofrece diócesis y catedrales jóvenes. Aquí se trataba sobre el problema
de la predicación en vascuence, antes de la unificación centralista de
los vascos. Al desmontar el soberbio retablo que preside la catedral
para rehabilitarlo, se encontraron con una columnata gótica interesante,
y han recolocado el retablo en el crucero.
Nos desviamos a la Abadía
de monjas cistercienses de Cañas que los López de Haro fundaron cerca
de su ciudad ducal, Nájera. Doña Urraca Díaz de Haro en 1.222, al
enviudar, fue abadesa y aceleró las obras que comenzaron en el románico.
La iglesia es bicéfala: el coro y el retablo en un extremo y el altar
en el otro, envuelto en un clamor de luz de la doble serie de ventanales
góticos, laminados de alabastro
Las
monjas del monasterio de las Claras de Belorado nos agasajaron con sus
dulces y trufas, y platicamos con sor Adriana y sor Mirian, la de los
dedos largos. Conocían la movida ‘homófona’ de Alcalá y me dijeron que
rezaban por su obispo.
En la penúltima etapa la larga subida de los Montes de Oca se me
atraganta. Este fue un antiguo lugar de bandidos que asaltaban a los
peregrinos. José Antonio, el notario, no para de hablar. Sabe hacer dos
cosas a la vez: andar y hablar. Te recita madrigales, epigramas, el
Cancionero gitano y la biblia en verso. David se nos quedó rezagado y yo
me volví voceando sobre los robles, sobre el pinar y el hayedo, hasta
que contestó. El notario dio fe de esta forma:
–Si contesta con la voz entera es que él también lo está. Prosigamos, que nos alcanza.
En el monasterio cisterciense de Las Huelgas de Burgos asistimos al cenit del poder femenino. La Abadesa
sólo admitía por consejeros al papa y al rey, tenía jurisdicción sobre
54 villas, otorgaba fueros, nombraba alcaldes y arciprestes. Aquí se
coronaron reyes y se armaron caballeros. Aquí fue abadesa Ana de
Austria. Este poder femenino de la abadesa fue un empeño de Leonor de
Plantagenet, esposa de Alfonso VIII, fundadores del monasterio, a donde
Leonor arrastraba a Alfonso desde Toledo. Fue entonces cuando el
peregrino José Luis dijo a la guía: “Hoy se dice que el hombre veranea
en el pueblo de la mujer”.
Burgos concentra el gran ambiente del camino. Las alemanitas de San
Juan de Ortega –singular iglesia– nos saludaron por la tarde a la puerta
de un bar con bandera española. Una de ellas, todo voluntad, nos dijo:
–‘Bien’ provecho –y mi amigo le corrigió la levedad.
La última noche nos despedimos los amigos con una copa. La simpática
burgalesa que nos atendió en la terraza hubo de anotar al fin las nueve
comandas. Miguel, que es un tiro en el camino, bombardeó a la chica con
las marcas de ginebra: Rives, Brockman’s, Almirante Nelson, Tanqueray,
Bombay… La chica de la alta posguerra ponía la boca en ‘u’ sin reconocer
el ruido y trajo lo que tenía, que era mucho.
José César Álvarez
Puerta de Madrid, 30.6.2012
Puerta de Madrid, 30.6.2012
“Los
novios de Carmen Sevilla”, como les llamó un chavalín que los adelantó
en bici en el Camino de Santiago, posan delante del monasterio de Las
Claras de Belorado, las monjitas que rezan por el obispo de Alcalá.
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