martes, 18 de septiembre de 2012

El gangoso y el cegato

     A Ramiro le habían llamado desde la central de su telefonía móvil, informándole que tenía a su disposición un nuevo modelo de teléfono.  A Ramiro no le llamó la atención la oferta. Ramiro guardaba su secreto a la operadora. Estaba medio a gusto con su teléfono, Él era deficiente visual y al menos aquel teléfono escribía los números en grandes caracteres. Pero cuando su artilugio empezó a fallar, Ramiro se dirigió a una gran tienda de su operadora telefónica donde encontraría mayor diversidad de modelos.

     Pidió la vez y le tocó un punto de venta donde había dos muchachas ataviadas con los colores distintivos de la firma. Parecía como si una de ellas estuviera en proceso de formación. Las muchachas le ofrecieron a Ramiro el modelo que tenían en promoción y el buscador de teléfono dijo que nones. Les confesó que tenía problemas de vista y que quería uno especial para él, que sabía que los había. Ramiro les dijo que eran ellas las que se tenían que adaptar al cliente y no al revés.

     –Pero, vamos a ver  –dijo una de las muchachas– ¿cómo puede usted rechazar un teléfono que ni siquiera ha cogido en las manos?  Tiene Internet, tiene televisión, foto, y una capacidad de navegación de…

     –No me interesa –dijo seguro Ramiro– Sólo quiero un teléfono, un servicio personal, no me interesa un móvil convencional…

     –¡No me diga que usted no ve esto! –le decía una de las chicas metiéndole el teléfono por las narices

     –Yo no he venido aquí a probarme la vista, señorita –dijo Ramiro enfadado–, eso se hace en las ópticas.
     
     Había un muchacho en el fondo que trabajaba extendiendo cartones y se acercó al oír la conversación. El muchacho era de la casa, pero no vestía sus colores distintivos. Era alto, hablaba premioso y gangoseaba sin complejo.

–Perdooone, señooor, usted necesita un ‘emporia’ RL2, y queda unooo –me dijo. Y el feto desprotegido de la progresía, raudo, se metió en el almacén y sus puertas batientes se quedaron temblando tras él.

     Las muchachas se miraron sorprendidas. Ramiro esperaba. Había estado incluso en los servicios sociales de la ONCE, preguntando si sabían de algún modelo especial y nadie sabía nada.  ¡Tendría miga la cosa si este muchachito se lo solucionaba! El teléfono que dejaba, el viejo, le daba una hora diminuta en una esquina de la pantalla, que le era imposible ver. Igual que la confirmación de la cantidad en el cajero automático. Una esquinita y toda la pantalla vacía. Los diseñadores de rótulos eran estilistas minimalistas y a ellos les importaba un bledo la gran población que sufre degeneración macular. Antes morir que dejar el estilismo gráfico, de trazo sugerente. “Lo contundente es cosa vieja, nazismo gráfico” deben pensar los diseñadores españoles. Y en esa guerra contra un opresor invisible se encontraba Ramiro. Llegó el muchacho grande como una centella y le entregó una muestra.

     –Así vería usted la hooora –le dijo y le aparecieron unos números grandes, llenos de luz, las 18.43 de una tarde grande, plena, asequible para el deficiente, a la que también tenía derecho–, y las letras de la agenda serán así, y las letras de las teclas así…

     –Me lo quedo dijo entusiasmado el cliente.

     Las muchachas con vocación de ópticas preparaban el teléfono un tanto retiradas, sin poder comprender la elección del cliente a favor de un modelo elemental de pago frente al otro gratis de prestaciones punta. ‘Un trasto encuentra otro trasto” dijo una creyendo que los ciegos tampoco oyen, y el cliente prefirió callarse, pensando que ambas debían trocar sus puestos por el cartonero gangosito, que, rodilla en tierra, trataba ahora de enrollar un plástico en el momento en que  Ramiro se acercó para despedirse. Le dio una palmada en el hombro y el muchacho grande miró hacia arriba, un tanto revirado. El cliente le extendió la mano. Él pilló el plástico con la otra rodilla para liberar su mano y se la elevó, ya sin mirar.

     –Gracias, amigo –le dijo el satisfecho cliente– Muchas gracias, de verdad –insistía Ramiro bamboleándole el brazo que el muchacho necesitaba para domeñar aquel plástico que se le encabritaba.

     Pasado un tiempo, le llamaron de la central interesándose por el grado de satisfacción en la atención de dicha compra. El cliente dijo que estaba “altamente satisfecho e insatisfecho” a la vez. Le contestaron que eso no podía ser, que se atuviera al cuestionario grabado y que, en contra de lo que él propuso, una carta no valía.

                                                                           José César Álvarez
                                                                  Puerta de Madrid, 18.9.2012

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