miércoles, 12 de septiembre de 2012

El retorno desde las quemadas y las quemadillas

     Venimos de un agosto sórdido de bretones y borinagas, de quemadas y quemadillas, y de un Ecce Homo de rostro desviado. Ha ardido el sol con la complicidad de una mano siniestra, y ha destellado el arma criminal del estío más febril, el cual ha dejado las cenizas intencionadas de nuestra querida fauna y flora, y hasta las cenizas increíbles de dos niños, bajo la autoría de su propio autor. El fuego de este agosto ha sido el más monstruoso de cuantos puedan pensarse: los propios lugareños queman sus montes como el propio padre quema a a sus hijos. Ha sido un agosto que busca el refugio sosegado de nuestras casas.

     Venimos de un agosto de soles y sales hirientes, de medusas tapadas y voraces, un  agosto de mordeduras de la plaga errante de Merinaleda, un agosto donde el juez del 11-M, Sr Bermúdez de Castro, busca el estrellato que le quitaron al otro juez, al prevaricador, aclarando el astro naciente su contorno cuando quiere hincar el diente al ministro del Interior y come con el conspirador mayor del Reino, de nombre Rubalcaba.

     Ha sido este un agosto hiriente, sí, cuando hemos sabido de los informes contundentemente torcidos de los servicios de la Policía Nacional sobre el caso de la finca ‘Las Quemadillas’, un mal enquistado que alarma y asusta como cueva de malicia.

     Venimos de un agosto de siestas entornadas y entonadas por el clamor de Puritos y Contadores, venimos de unos Juegos Olímpicos de Londres que ayer había querido para sí el Madrid de la España hoy asfixiada, la misma que debió respirar al verse descargada, al verse en trance de necesidad. Y es en esos trances de estrechez cuando surge la raza de la mujer española, la que dejó su impronta en la Olimpiada. A su vez, los gigantes unidos del ‘basket’ supieron perder su alto complejo ante el mito americano.  Este agosto de superación nos habla del retorno a la brega de voluntades unidas, que no se dejan apabullar de antemano por el derrotismo de los mezquinos, los que buscan la confusión en río revuelto.
   
    Hemos retornado así a casa, la cual refleja nuestra ausencia y nos mira distante. Hemos vuelto a la plaza de Cervantes, de la que ignoramos la causa de esas rayas blancas en su contorno de asfalto. Como si las niñas del pueblo, en nuestra ausencia, hubieran jugado a la patita coja. Cerca de allí, en la calle de San Julián, en la tapia del jardín de Caracciolos, la enredadera ha crecido exuberante, tapona los enrejados y revierte verticalmente hasta el suelo como el traje talar de la ciudad levítica. Desde la senda de tierra del Parque Ferial,  que ribetea el caz, se aprecia que la vegetación ha crecido tanto, que la vista no puede descansar sobre el agua, atorada de plumíferos y cañaverales.

     Hemos vuelto a Alcalá, cuyo nombre reconocimos este agosto en una emisora con resonancias de Sergio Dalma y La Oreja de Van Gogh, con fragancias de ‘la huerta del obispo’, cuyo nombre, desde lejos, me trajo los aromas de la Oleza de Gabriel Miró. Y, al llegar, nos han contado, que el nuevo alcalde, rumboso, ha invitado a toda la barra a las músicas de la Huerta.

     Hemos vuelto a Alcalá en un agosto rebosante de carrozas, un agosto que rebasa sus días de alegría callejera y se mete en un sábado de vísperas ilusionadas.  Las carrozas son el epílogo agridulce de unas fiestas que acaban, y han de ser el preludio vigoroso de un curso que nace.

                                                                      José César Álvarez
                                                                     Puerta de Madrid, 8.9.2012
                                                                     

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