domingo, 28 de abril de 2013

‘El paseíllo’ del Cervantes que muere 
         


     Todos los veintitrés de Abril va Cervantes y se muere. Y unos señores muy tiesos vienen de punta en blanco desde el Madrid donde muere al Alcalá donde nace. Todos ellos se citan bajo la espléndida bóveda cisneriana de lacerías y atauriques que nunca miran. Por el contrario, el día en que Cervantes nace los alcalaínos se van al Madrid donde muere y se reencuentran en cualquier Corte Ingleés que ya tienen. 




     Cada veintitrés de Abril que muere Cervantes ingresa en la Universidad de su patria chica, esta vez para llevar de la mano al jocundo jerezano Caballero Bonald y para que siga la fiesta de la palabra. Cervantes, amigo de los amigos médicos de su padre que fueron maestros de la Universidad, amigo de poetas de sus aulas y frecuentador de sus correctores de erratas, no consta como alumno.

     Muere Cervantes todos los veintitrés de Abril y no muere porque “pasa a la vida de la fama”, sin que hubiera de augurarlo aquel triste día madrileño de 23 de Abril de 1616, que en realidad fue el día del sepelio, cuando los restos mortales del alcalaíno Miguel, amortajado a cara descubierta con el hábito de la Orden Tercera Franciscana, en la que había ingresado por el convento de San Diego de su villa natal el 2-7-1613, era trasladado de su casa de la calle del León a la tumba del convento próximo de las Trinitarias. Aquella iglesia de su última y desparramada morada venía siendo frecuentada por él desde su ingreso, el 17-4-1609, en la Esclavonía del Smº. Sacramento, de la que fue miembro activo. Pagó así Miguel a la Orden redentora que lo liberó de Argel con lo único que le quedaba: sus propios despojos.      

      Que el día 23 es día especial lo dice la gente que se arremolina en la plaza de San Diego, disputándose los primeros puestos, conquistados desde primeras horas de la mañana para ver de cerca a los Reyes de España, que este año han sido Príncipes de Asturias.

     Es ‘el paseíllo’ de los mejores días celtibéricos donde el Cervantes que se muere no está ni se le espera, donde apenas se le conoce, y que, sin embargo, está presente en los caracteres universales de sus personajes. Todas esas personas pacientes y animosas de una y otra fila, que forman paseíllo, que quieren tocar las burbujas de la fama y que se contentan con su ráfaga efímera, quedaron retratadas de antemano en los tipos eternos de su obra sin ellas saberlo. Ahí están las pastoras de sus dehesas, los cabreros de sus montes, los que desde su orilla ven fluir arroyos de perlas y rostros encantados, mujeres que gritan lisonjas o chillan denuestos, hombres que buscan el eco de su voz  y vocean para  ahuyentar los lobos, que son ellos. Es el paseíllo anual de la plaza de San Diego un camino arrebujado de aldonzas y alcaides, de yangüeses y maritornes, de venteros y altisidoras, de curas y barberos, de quijotes y sanchos.

     Es el paseíllo del  Premio Cervantes de todos los veintitrés de abril un alboroto de cercanías reales, de famoseos directos, de alternes de acera. Es el paseíllo de Alcalá un acontecimiento clásico, fijado en el calendario nacional, cíclico, feriado. Nada que ver con los paseíllos famosos y esporádicos, estrambóticos, que han surgido en el panorama nacional, como el paseíllo de Urdangarín en Palma de Mallorca, repleto de los clamores del juego de mano; o como el paseíllo de Pujol, hijo mayor de Pujol, en Barcelona, entre su cohorte de escribas convergentes; o como el paseíllo sin pasillo de Isabel  Pantoja en Málaga, contra quien la justicia andalusí consintió la sobrepena de una paliza. Nada que ver Alcalá con Palma ni con Barcelona ni con Málaga, nada que ver.

     El paseíllo clásico de Alcalá no es judicial ni  justiciero, aunque quiere ser justo, un premio de las letras españolas justo. Un premio es lo contrario de un castigo, es una alharaca, no un escarnio, en torno al “escritor alegre”, el alcalaíno Miguel de Cervantes, emblema de la Lengua Española, orgullo complutense que se lleva de tapadillo, sin convicción, como baratija  herrumbrosa.

     Muere Cervantes cuando se le lleva sin el orgullo de afectos que no se llevan, de localismos y nacionalismos que son de otros.

     Muere Cervantes día tras día desde hace treinta años por la inmersión lingüística de vascos y catalanes, contraviniendo impunemente la legislación que nos dimos, ante la impasibilidad de jueces y gobernantes, en tanto sus dirigentes traidores por sedición se reúnen de puntillas con Mariano para no hacer ruido en la capital de la España que queda.

     Muere Cervantes todos los minutos de todas las horas de todos los días en la ortografía horripilante de los ‘tuiteros’ de las redes sociales sobre las que irradian la baja batería de su logse escolar y derivados, cuyo impositor pretende todavía ser oído.
 
     Vive y revive, sin embargo, la lengua de Cervantes fuera de nuestros límites, principalmente en la densa humanidad de los Estados Unidos de América, como un tornado de pujanza a través de las avenidas y cañones de rotativos y cadenas, portando el  inequívoco y cantarino flujo de Cervantes, del que reniegan los que en este mundo abierto sólo quieren ser vascos o catalanes, y que, con su infatuado localismo, retornan a las cavernas de las tribus ibéricas.           

José César Álvarez
   Puerta de Madrid, 27.4.2013

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