domingo, 28 de abril de 2013


Manuel Azaña, alumno escolapio
      
 Viene hoy a este Diario  don Manuel Azaña por dos motivos: porque el 14 de Abril, fecha de la proclamación de la República, está ahí, y la conmemoración de los 150 años de la presencia escolapia en Alcalá, también están ahí. Fueron los escolapios los primeros religiosos de su vida, aunque en su descargo hemos de decir que en la diana de los dardos furibundos  contra la Iglesia y su enseñanza, estaban siempre los agustinos de El Escorial, sus enseñantes posteriores. He rescatado un párrafo de su obra El jardín de los frailes, donde alude a su paso por los escolapios de Alcalá, y donde no se le puede negar al alcalaíno que fuera presidente de la II República, sus impecables maneras como escritor:  


     
     Estando en el gran colegio complutense, vimos entrar en la sala de estudio dos curas, dos jesuítas, con sendos crucifijos en el pecho. La clase se puso en pie. Venían con el director a exhortarnos que asistiésemos a la misión aquella tarde; el director prometió por todos que asistiríamos. Temeridad mayor no la he conocido. Los mismos que nos prohibían salir solos y vigilaban nuestras lecturas o nuestros coloquios, nos dieron suelta donde soplaba el vendaval de las misiones, sin mirar que podía troncharnos. Estaba la  iglesia Magistral tenebrosa; en las esquinas del sarcófago del gran cardenal, guarnecido de paños de luto, cuatro luces cadavéricas llameaban en lo alto de unos mástiles vestidos también de paños plegados, negros. No más alumbrado, fuera de las lámparas en las capillas. La turba anhelosa se apretujaba al pie del púlpito. En el caudal valiente de las palabras, en los acentos patéticos, reconocí al jesuita que nos había exhortado en el colegio. Predicaba del infierno. Amontonaba imágenes que al punto que se encendían y fulguraban, como quien saca de una leñera haces de sarmientos para meterlos en la lumbre. De las gradas de la capilla mayor se despeñó un prójimo voceando "¡Eso es mentira!" Repuesto de la sorpresa el jesuíta atacó al incrédulo, descargaba tajos de retórica tremebunda, a todo evento y al montón, ya que no era posible hacer puntería en lo obscuro. Con sus denuestos acalló los gritos y sollozos de las mujeres y se remontó victorioso, cerniéndose sobre el auditorio impregnado de su emoción misma. De pronto sentí que todo eso iba conmigo por modo personal y exclusivamente; el jesuíta vociferaba mi historia secreta. Una mano saldría de las tinieblas y asiéndome por los cabellos me levantaría en alto, para que todos supieran de quién se hablaba. El horror venía sobre mí. Algo iba a ocurrir que yo no quería que fuese. Me resistía. ¡Oh! ¡Si cerrar los ojos hubiese bastado! Busqué asidero; quise durar más en la vida de entonces –¿no era aquello irse muriendo?–. No pude; rodé al precipicio; lo que no podía dejar de haber sido, fue. "¡Qué Dios os toque en el corazón!", clamaba el jesuita. No lo pidió en vano. Con un vuelco de las entrañas me deshice en tantas lágrimas, que al volver a casa me escondí porque no advirtiesen las huellas del llanto.




     Puede que esta experiencia le pesara cuando en  1933 expulsa de la enseñanza a las órdenes y congregaciones religiosas, y firma el decreto de expulsión de los jesuitas, los que le hicieron llorar de niño. Pero el llanto alcalaíno de la Iglesia Magistral es más liviano que el sofocón  escurialense del Jardín de los frailes, reducto sensual que le hizo saltar al estudio doméstico de su calle de la Imagen. Cuando en 1937 viene a Alcalá como presidente de la República, en sus noches de guerra es capaz de escribir así en su ‘Diario’:

     Estoy en terreno propio. El Jarama, crecido, babea un agua rojiza, espumarajos y broza. Puente de Viveros: las frondosas moreras alfombran de hojas cobrizas la calzada. En la estación, una máquina, sola, suelta un chorrito de humo blanco que el viento disipa. Puente del Torote. El moto de la legua, el límite de los paseos con mi abuelo...

      Y don Manuel se mete en el caserío de sus referencias. Se asoma a la Iglesia Magistral, perla patrimonial bruñida por la pluma histórica de su padre, bóveda de su llanto infantil, quemada, hundida, expoliada, donde, con mirada glacial advierte que falta el sepulcro de Cisneros, para después decir:

     ¡Guerra y revolución en Compluto! ¡Increíble! El mundo se desquicia.      Ya sé: el artista padece más que nadie! Fuego de Dios en el querer bien. Elegía del campo laudable.

     Después, en la plaza de Cervantes reconoce la meliflua sonrisa de El Campesino, que le rinde honores militares. ‘Son siete mil quinientos’ le dirá, los mismos que después desfilarán ante el alcalaíno. Entre el gentío que le envuelve, una mujercita aporrea el cristal de su ventanilla: ‘Yo le llevé en brazos’. Pero su frialdad no le hace concesión alguna. Su glacial mirada va ahora a otro sitio. Me detuve unos segundos para darme cuenta del destrozo de Santa María. Mira sus muros almenados sin techumbre, y la autoría destructiva de ambos templos se la adjudica a la aviación enemiga, cuando todo quisque  sabe que es obra exquisita de su República.

     Inaudito. La culpa del Alcalá mártir es del “fuego de Dios”, su enemigo. Ese es el juicio de la máxima magistratura “en terreno propio”. Lo dice la pluma lírica, sin tregua, de su autovalorada alma de artista que no cesa, la conciencia de sus noches, sin embargo, plácidas.        
 

                                                                       José César Álvarez
                                                        Puerta de Madrid, 20.4.2013

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