martes, 21 de mayo de 2013

El  ‘sprint’


     El ‘sprint’ es término que principalmente se usa en la jerga ciclista, es por lo tanto ganga vapuleada, como lo es el ciclismo en estos tiempos donde todo es fútbol, y donde en la entrada rodada al velódromo del Val hay una señal que no permite el acceso a las bicis. El absurdo está servido: en el velódromo de Alcalá se prohíben las bicis. Ya lo dije en su día: donde se planta el fútbol, mueren las demás hierbas.


     Puede, sin embargo, valernos el homologado anglicismo ‘sprint’ y transportarlo a otros climas y situaciones. El ‘sprint’ es un apretón, un aceleramiento de la velocidad punta, un golpe competitivo, un rapto de genio. Los ‘sprinters’ suelen salir del anonadamiento, del sesteo de la carrera, y  en un golpe de bravura quieren recuperar el tiempo perdido.

     Hay muchas clases de ‘sprint’. Por ejemplo, el que viene diseñando el ‘sprinter’ Javier Rodríguez es un proyecto de ‘sprint’ sobre Javier Bello en una meta volante a mitad de carrera, es un ‘sprint’ bonificado con el trofeo
de una vara. Pero el ‘sprinter’ Rodríguez no acaba de decidirse porque le hace falta el concurso de la velocista Fernández, para que le lance en su aventura. Dicen los que saben que la velocista  quiere ‘sprintar’ ella misma, pero cuando le llegue su momento, que lo habrá de tener, y hacerlo ahora para otro sería malversar sus fuerzas y no recuperarse en la próxima salida. Desde la cuneta, los de la FSM, que debe ser algo así como la Federación de Sprinters Madrileños, gritan a Rodríguez que “¡ahora no!”, pero el ‘sprinter’ no obedece, quiere la vara. Tiene otra cuneta ruidosa que le anima y le jalea: “¡ahora, sí!”. Cuando se ponga de pie sobre los pedales es que va a por el trofeo con todas las de la ley.

     Sin embargo, el ‘sprint’ de la Real Sociedad Deportiva Alcalá no es un proyecto,  ha sido una realidad del final de carrera, un ‘sprint’ de eliminación, disputado a la cola del pelotón, lugar que ha ocupado este año la realeza deportiva alcalaína, la cual ha perdido al final el culo para no perder su categoría, que también ha perdido. Y a los alcalaínos se nos ha puesto una cara de tercera división que no se puede aguantar.

     No ha sido tocada Alcalá por la varita mágica del deporte representativo. Y en las futboleras competiciones sólo ha nadado con desahogo en los fondos de la tercera división y sólo ha sufrido aguadillas en las aguas de la Segunda B. Alcalá alcanzó alto nivel de competitividad en el Baloncesto y en el balonmano, bajo el mecenazgo de Caja Madrid. Dicha institución financiera retiró su ayuda a aquel equipo de balonmano de primera línea, que tantas alegrías daba a la ciudad,  porque había sobrepasado su apoyo a Alcalá al subvencionar a la fundación de un pintor de cuadros azules, de esos que no se sabe si colgarlos así o así. Y el equipo de las alegrías, después de su encierro de protesta, terminó ahogado en un mar de azules imprecisos.

     Esta vez el Alcalá ha podido con los azulones del Getafe B, pero ha perdido la honra, como Boabdil, con lágrimas. En este épico ‘sprint’ alcalaíno, donde hemos sufrido un ‘guijuelo’ de clavo, hemos demostrado que jugamos mejor fuera que dentro, que fuera perdemos la vergüenza que aquí nos atenaza. En el ‘sprint’ final los rojillos han ganado al líder en el Tenerife-Alcalá, y también en el Zamora-Alcalá , cuando habían perdido anteriormente en el Alcalá-Zamora.
  
     Alcalá-Zamora, miren por donde, fue un ‘sprinter’ de la II República, a quien decían don Niceto. Ocaña era del Priego conquense y don Niceto del Priego cordobés. El primer presidente de la segunda República terció en las elecciones de noviembre del 33 para que formara gobierno el que había quedado tercero en las urnas: Alejandro Lerroux, en contra de Gil Robles, líder de la derecha, ganador democrático. Cuando el gobierno de Lerroux fracasa por corrupción dos años después, el de Priego sin dar otra opción al partido vencedor, disuelve las Cortes y convoca elecciones  “dentro de un tiempo ya elegido”. El antidemocrático presidente de la antidemocrática República ‘sprintó’ con todas sus fuerzas para meternos en la meta indeseada de una guerra civil, adelantándose velozmente al tiempo reglado.   
   
     Don Niceto, pobre, tuvo enemigos en todos los frentes. Cuando salta la guerra civil, ya destituido, está en Noruega y decide no volver a España. El Frente Popular desvalija su casa y asalta su caja de seguridad, arrebatándole entre otros documentos, sus ‘Memorias’, aireadas por la República con censura de puntos clave. Recientemente, en 2008, César Vidal recibe una oferta de venta de tal documento y se pone en marcha la ‘Operación León’, a fin de rescatar tan valioso documento, el cual cae en manos de Rogelio Blanco, director general del Libro, Archivos y Bibliotecas en tiempos zapateriles, quien decide ocultarlo a favor de la ‘memoria histórica’. Según el nieto de don Niceto, José Alcalá-Zamora y Queipo de Llano y otros historiadores, el documento es imprescindible para entender sucesos tan importantes como la rebelión de 1934, su propia destitución como presidente y, principalmente, la falsedad de las elecciones del 36.

     Han sido tres ‘sprint’, tres arrebatos, tres destiempos: uno como futurible, otro actual, y el último, hundido inevitablemente en la historia.

                                               José César Álvarez
                                               www.josecesaralvares.com

 
sigue, hay más....
  

D. Niceto Alcalá-Zamora

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     Hay muchas clases de ‘sprint’. Por ejemplo, el que viene diseñando el ‘sprinter’ Javier Rodríguez es un proyecto de ‘sprint’ sobre Javier Bello en una meta volante a mitad de carrera, es un ‘sprint’ bonificado con el trofeo
de una vara”
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Cuando se apagan los hornos de Roca





     Cuando se apagan los hornos de Roca es que algo nuestro se apaga. Desactivar unos hornos de más de medio siglo de fuego es activar el desasosiego de un montón de alcalaínos. No hay llama perenne, como creímos, sino llama caprichosa y voluble. Cuando los hornos de la porcelana sanitaria de Roca se apagaron es cuando hemos conocido en realidad la perfidia de su fuego abrasador, su capacidad de exterminio.



 
     Se apagaron los hornos de Roca y se incendiaron los ánimos, acosados por el trato humillante de número, de cosa. Se apagaron los hornos de Roca  y cavaron sus fosas 249 familias, sepultadas a la vera de las puertas clausuradas de la factoría, como un cementerio civil, proscrito, fuera de las tapias del recinto sagrado.

     Tienen la culpa esos hornos en quienes pusimos un día todas nuestras complacencias. Creímos falsamente que aquellos hornos fueron los que nos dieron el coche, el turrón de la Nochebuena, la bici del niño y la playa estival. Pero fue aquella una falsa reconstrucción del nexo causal. No había nadie distinto de ti mismo en la consecución de tus objetivos. Nadie como tú, sólo tú en el propio esfuerzo de tu horizonte personal. Ahora, con los hornos apagados, has mascado tu soledad compartida, has conocido la auténtica perfidia de los hornos a quienes entregaste tus mejores años, un fuego sin entrañas que ha quemado las tuyas, una llama fantasmal y sin corazón. Tus malditos hornos han acabado desahuciando tu horizonte, han incinerado tus naves y han devastado el campamento de tus esperanzas, montado frente a tus hornos de vida, a los que clamaste a quemarropa por que fueran incandescentes.   

     Vivimos de unos hormos que se apagan. El fuego está al albur de los vientos que van y vienen, que expanden o abaten, que se cruzan, que arrasan o son arrasados. Es una guerra de vientos, de competencias e intereses. Y nosotros nos vemos envueltos en una vorágine caprichosa como objetos arrastrados, en tanto queremos reponernos del remolino y adquirir la gravedad que requiere nuestra propia dignidad humana. Hemos de exigirla.

     Se apagaron los hornos y se levantó  el campamento numantino que les hacía guardia. Sus guardianes vigías querían ser el celo perenne de un fuego perenne. ¡Tanto amaban los hornos de su vida! Desapareció el campamento bajo las murallas sin almenas y el torreón truncado. Desapareció el campamento y los estetas de obsesivas refulgencias que el 23 de Abril lamentaron en sus adentros tan feo bulto ante tan guapa visita, ya pueden estar contentos para las guapuras que puedan sucederles. Como los atlantes que sostienen las columnas de nuestra primera fachada, los guardianes de los 124 días sostuvieron el fuego encendido hasta sus límites, como servidores heroicos de Vulcano.  El mismo fuego que les dio la vida llegó a consumirles.

     Era el año 1961 cuando la llama de Roca fue antorcha yl faro de atracción de  1800 nuevos alcalaínos, dentro del primer mapa industrial de los nuevos nombres de la nueva Alcalá de aquellos días nuevos, cuando sobre el ralo tapete del Alcalá de veintitantos mil habitantes nos entró aquel póquer de ases que nos cambió la cara: Gal, Roca, Ibelsa y la Perlofil.

     Ardían entonces los hornos de Roca con inagotable voracidad, los mismos que nos llegaron a secar los pinos históricos del contiguo parque O’Donnell que plantara Azaña padre, lo que consentimos sin rechistar como tributo de afectos. Y hasta acariciamos la valla de su carretera nacional, la que convertimos en bancada corrida paseando su acera de baldosa rizada, antes de que un concejal nos la enterrara. Desde allí asistimos al espectáculo de la pasarela nacional de los desfiles de ‘seiscientos’ y de los ‘dauphine’ y los ‘ondine’. Se cotizaba en la ciudad el sol membrillero de la acera de Roca y su calidad de fila primera del foro rodado. Un día sustituyeron a las personas por esculturas y pinos, y aquella primera batida  a favor del inmovilismo fue como un presagio.



     Los que aquí estábamos cuando Roca y sus ‘rockeros’ vinieron, hemos presenciado el arco completo de su lugar privilegiado, el principio y el fin de su cuadrado solar. Ahora que sus hornos se han apagado y la incuria empieza a adueñarse del lugar, hollado por hirientes silencios, podrían oírse sicofonías de las almas en pena de la ‘Tierra de Ahorcados’, vieja denominación y servidumbre ancestral de aquel mismo paraje, donde ajusticiaban a los reos.  Se oirán, pues, quejumbrosas lamentaciones por la injusta demasía del garrote vil que sufrieron. Dicen que los lugares malditos vuelven a su viejo ser.     

                                                        José César Álvarez
                                                        www.josecesaralvarez.com
    












lunes, 13 de mayo de 2013





Nube de paraguas







     Llovió como el día que enterraron a Zafra. Llovió a mares en Alcalá y en España. Llovió a manta y se inflaron alarmantemente el Henares y el Jarama de nuestras proximidades. Precisamente el Jarama, siempre a dos velas, y sin embargo señor, del que es siervo oficial el caudaloso Henares. Y las crecidas  inundantes llegaron esta vez al Duero y al Guadiana, a las cabeceras del Segura y del Guadalquivir, y, por supuesto, al Ebro, arrollador y estigmatizado con el ‘zapaterazo’ al trasvase solidario. Es la vida insolidaria de los ríos que van a dar a la mar que es el morir, porque sólo Franco hizo cuenco con sus manos para retener el agua, y ya nadie le siguió, quedaba feo. Agua que no se embalsa y agua que por seguridad se desembalsa, como la de nuestro Sorbe, locura del agua que se viene y que se va como la nochebuena.

     Durante la Semana Santa el cielo cayó con violencia, aunque con Alcalá la santa lluvia se mostró permisiva, sin que llegara a poner en la ‘ciudad santa’ todas sus complacencias. Pero en la España larga de la larga Semana Santa la lluvia apagó su bulla, y su imaginaría transida lloró con el llanto    furioso del cielo.
                              

     Surgieron, pues, los paraguas. Decía Ramón Gómez de la Serna que   “abrir un paraguas es como disparar contra la lluvia”, mientras quería ver en las varillas de su negro artilugio, ciertas analogías con su máquina de escribir. Es el paraguas un bastón empuñado contra el cielo. El paraguas es una cúpula individual y transportable, un refugio del ‘yo’, y por lo tanto, competidor aguerrido contra los de su especie, ya sea en forma de utensilio o de homínido empuñador. Es el paraguas un objeto antipático del fondo de armario del hombre, que no ha sabido sustituirlo por la capucha. Es prenda puntiaguda, pararrayos personal, artículo articulado que se desarticula, adminículo que se ciñe incómodo a la silueta humana, paquete olvidado, convoluto, bicicleta al alto, cuyos radios en punta clavan al vecino como púas de puercoespín.

     El paraguas es el rey de los objetos molestos, el emir de las arbitrariedades que el hombre porta en sus adminículos, cuya prolongación no controla. Así, el bolso blanco, en banderola, que portaba la dama de blanco de las cinco menos cuarto del Viernes de Dolores –autobús ALSA con dirección a Madrid–, mientras recorría el largo del pasillo en busca de asiento, golpeaba escalonadamente a los viajeros con inconscientes y certeros bolsazos.  O los muchachos de abultadas mochilas a la espalda, que, inexpertos para desenvolverse con sus gibas en la cafetería, arrollaban a sus vecinos de barra. Todos ellos son avíos insensibles que no piden perdón, pero cuya responsabilidad radica en sus magros portadores.

     Los paraguas resguardan de la inclemencia del cielo, aunque no todos tienen paraguas. Los paraguas cubren la mera simplicidad del individuo, pero cuando dicha simplicidad se desborda, ya no hay paraguas que valga. No hubo paraguas ni para el Cristo de la Agonía ni para la Infanta de Urdangarín. Cuando los  socialistas gobernaban los balcones del Ayuntamiento de Alcalá, cedieron uno de ellos al matrimonio imputado. Era la cabalgata de Reyes. Ahora los socialistas amenazan con reconquistar los balcones perdidos.

     ‘Viva yo’ parecen decir cada uno de los portadores del paraguas, autoportadores de su palio móvil, de su bóveda de honores. “Viva yo y se mojen los feos, que caigan chuzos de punta, a mí plin” parece decir, uno a uno, la nube de inflados paraguas, amenazantes, confiados, sin tener conciencia de su segura inseguridad, de la frágil armadura de su aureola, que el viento en cualquier esquina puede volver ridículamente del revés.

     El ‘escrache’ es una lluvia violenta, oblicua, de izquierda a derecha, revolucionaria, lanzada indiscriminadamente contra el enemigo político, con quien se ensañan al ser sorprendido sin paraguas.

     El ‘sí’ a la vida, sin embargo, es una lluvia fina y pacífica que ha caído el último fin de semana sobre muchas ciudades españolas. Es lluvia vertical, natural, fecunda, con manifestaciones tormentosas, que se desliza sobre el paraguas de un Gobierno que se cubre de las precipitaciones oblicuas que no cesan y busca el silencio que necesita.
        
José César Álvarez
                                                        ‘Puerta de Madrid, 5.4.2013

sábado, 11 de mayo de 2013





Se cumplen 200 años de la batalla del Zulema

     El 2 de mayo se forjó el alma de los españoles, todos unidos por la misma causa, la de ser ellos mismos. Todas las regiones y ciudades contra la invasión napoleónica. Y Madrid conmemora con orgullo ser calle amotinada, pulso y latido de un cuerpo grande, capital tumultuosa. Y, metidos en nuestra guerra de la Independencia, Alcalá cumple este año el bicentenario de la batalla del Zulema de 22 de mayo de 1813, cuya memoria reconstruimos en este Monólogo del Empecinado.






     —El ejército francés, en aquel entonces –inició el relato Juan Martín Díaz—, pegó aquí duro, muy duro. Se repetían  aquí los saqueos, las violaciones, las vejaciones, las profanaciones. Había patriotas obligados a llevar ‘correos voluntarios’ contra los suyos, de quienes habían de taparse. Los franceses se presentaban en Alcalá siguiendo la línea del río Henares desde el puente de Viveros, en San Fernando, donde estaban fortificados. Su obsesión era pillarme por sorpresa dentro de Alcalá, y, demonios, que casi lo consiguen. Yo acababa de ser traicionado por los renegados, quienes al frente de El Manco –un hijo de perra al que le hice el torniquete en el campo de batalla y vendé su muñón, así te pagan, cabrones–, me habían robado varios depósitos de municiones que teníamos escondidos en los montes. Por eso, aquel fatídico veintiuno de Abril de 1813, hubiera sido una temeridad plantar cara a los franceses en toda regla. No podía, no podía. Además, eran 6.000 infantes y 2.000 caballos. Una nube. El caso es que antes de retirarnos, castigamos con fuego la vanguardia enemiga para distraer su entrada a la pobre e indefensa ciudad, en tanto la caballería se dejó caer en retirada hasta la Humosa y Armuña, llevándonos mamelucos tras nuestras espuelas. Pero de nada sirvió la maniobra, antes al contrario, ello fue motivo de venganza, dada la saña vandálica con que entraron en Alcalá. ¡Maldita la francesada! Sólo podíamos huir. Y los empecinados vagamos aquella noche por los cerros como almas errantes. ¡Pobres alcalaínos, pobres! No tendrán nunca otra noche más negra si buscan, más calamitosa y aciaga. Noche larga de alaridos largos: “los enfermos fueron levantados de sus lechos y perseguidos de bayoneta con saña, los templos profanados, las casas y graneros requisados y las mujeres violadas en grupos de siete en siete, quince en quince, veinte en veinte, y hasta de veintisiete, de que hubo algunas muertes”. Las monjas de clausura del monasterio de San Bernardo huyeron por los tejados. A culetazos fueron matados algunos, mientras que otros fueron arrojados vivos a los pozos. Los muebles más nobles de las casas fueron amontonados en las piras que se formaron en las calles y que ardieron durante toda la noche. Desde el alto de los montes las vimos arder impotentes, y, sobre todas, una tea descomunal que no acabábamos de identificar, pero que nos abrasaba por dentro de rabia contenida. Al día siguiente cuando bajamos, supimos que se trataba del convento de la Merced de la calle Roma. Al día siguiente cuando bajamos, los franceses habían tomado la carrera de Guadalajara y no habían dejado un mal mulo. Al día siguiente cuando bajamos, muchos de los hombres que me habían acompañado a cielo raso en el monte no encontraron la mirada esquiva de sus mujeres. Por lo que el día de mis “méritos monumentales”, si alguna vez los hubo, no me fueron atribuidos evidentemente al día siguiente cuando bajamos. El día por el que decidieron hacerme aquí monumento fue justo un mes después, el 22 de mayo de 1813.
    
     Aquel día, cuando quise darme cuenta, tenía casi metidos a los franchutes en la cama. ¡Será posible! Me fallaron los correos, puñetas. Me dijeron que ya habían  cruzado el río Torote. Recuerdo que para colmo de males, maldita sea, del salto que di en el camastro perdí una chinela. No eran tiempos ni los había para rastreos de tan baja estopa, por lo que me eché a la calle cojicalzo. Me encontré al pueblo en la calle, de madrugada, pues había habido toque de generala, y los voceros y atalayas pregonaron la visita. El pueblo se había tirado de la cama en paños menores, como almas en pena. Allí estaban espantados, legañosos, con el sueño y la noche rotos, vociferantes desde ventanas y balcones. Nos gritaban, nos animaban, nos conminaban: “¡Al puente, por Dios! ¡Al puente!”. Estábamos arreglando deprisa los caballos, cuando, a la carrera, apareció en la Puerta del Vado mi santa madre en camisón, quien,  postrada de hinojos, me colocó la chinela perdida. No pude decirle palabra. Ni tan siquiera enganchamos los mulos para arrastrar los dos cañones. Como mulos al trote nosotros mismos los arrastramos hasta el puente Zulema para pertrecharnos en los montes. Nos salvamos por los pelos, el puente nos salvó. El puente salvó a los alcalaínos, porque desde las lomas terrosas del otro lado habíamos aprendido a movernos como zorras. Desde allí tramé la operación. Y esta vez, sí, esta vez, por mis muertos, que no entrarían losfutres. Yo tenía aquel día 1.500 hombres y 500 caballos; ellos debían ser unos 1,200 infantes y 200 caballos con dos cañones de a ocho. Noté que el enemigo había abierto una brecha en la mitad del puente y buscaba seccionarlo como un brazo de gitano. No podíamos ceder un palmo. Luché con mis hombres por el puente, era mi puente, el que tantas veces me había salvado. En el fuego cruzado sufrimos tres o cuatro bajas, las mismas que nosotros causamos al enemigo. Aquella mañana empezábamos ya a controlar favorablemente la situación cuando en el horizonte, al fondo de un campo de amapolas, apareció una raya parda alargada, incierta, que bullía sanguinolenta, que se agrandaba . Era nuestra caballería acantonada en Ajalvir, capitaneada por Mondedeu y alertada por el cañón apostado en el pozo de la nieve, sobre El Viso. Fue entonces cuando definitivamente los franceses huyeron río abajo y yo mandé seguirles sin hostigar. No hubo más, os lo juro. Esta fue la tan aireada batalla del Puente Zulema.

Sin embargo, los alcalaínos tenían muy cerca su noche negra,  y, al entrar yo en Alcalá de Henares, explotaba el delirio, me abrazaban, me estrujaban y lloraban de emoción. Me subieron a un balcón corrido y testero de la plaza del Mercado, y desde allí, mirándoles, supe que no se me había olvidado llorar, cosa que no hacía desde mis días en Castrillo, cuando niño. Lloré con ellos. Sus lágrimas eran de gratitud  porque no habían sido necesarios los escondites urdidos bajo el sobresalto, y el miserable pan de centeno de esta guerra seguía en la alacena de costumbre, y las mozas y mujeres granadas olvidaban los recovecos insólitos de pajares y camaranchones. Y se habían ido los temblores y se venía la risa, una risa acartonada, a mitad de camino, una especie de risa etrusca, atascada por la emoción y por el llanto. Allí, a mis pies, bajo el balcón corrido, tenía a todos los alcalaínos. Fue por su noche negra por lo que tengo aquí monumento, porque conseguimos desvanecer el retorno de ese fantasma que les atenazaba y que supuso el final para siempre de los ‘futres’. Desvanecerlo de los adentros es otra cosa, digo. Tres años después la ciudad me levantó un monumento de piedra junto al puente Zulema, pero en la segunda noche negra de Alcalá, la de San Lorenzo, en 1823, los realistas me derribaron cruelmente.
    
     Durante muchos años tuve estrado construido en la plaza Mayor en espera de un bronce largamente deseado desde el corazón de los alcalaínos. Desde 1835 tuve sólo una cajonera de fábrica, un atisbo de monumento, un lugar reservado. Pero en 1879, Cervantes ocupó el sitio de mi larga espera y mi bronce fue ese mismo año a la plaza de la Merced, donde está. He sido un monumento de va y viene, el más largo proyecto. Mi definitivo monumento lo hizo un italiano, el mismo que esculpió a don Cervantes. Pero, mientras que a éste se lo hace de cuerpo entero, a mí me corta la cabeza y me la exhibe colgada en lo alto de un monolito. ¿No estaría aludiendo el puñetero al final de mis días mortales en Roa? No lo sé. Sólo sé que, aquí, el único que tuvo el monumento en vida, pese a todo, fue un servidor, gracias a la generosidad de este vecindario. ¡Que bien me pagó Alcalá y que mal me pagó España!
           
                                                                  José César Álvarez
                                            


Juan Martín Díez, el Empecinado,
por Francisco de Goya.
Años de servicio
Apodo
El Empecinado
Lealtad
Participó en


Nacimiento
Fallecimiento
Ocupación
Labrador

Juan Martín Díez, llamado «el Empecinado» (Castrillo

                  Puerta de Madrid, 4.5.2011