martes, 21 de mayo de 2013

Cuando se apagan los hornos de Roca





     Cuando se apagan los hornos de Roca es que algo nuestro se apaga. Desactivar unos hornos de más de medio siglo de fuego es activar el desasosiego de un montón de alcalaínos. No hay llama perenne, como creímos, sino llama caprichosa y voluble. Cuando los hornos de la porcelana sanitaria de Roca se apagaron es cuando hemos conocido en realidad la perfidia de su fuego abrasador, su capacidad de exterminio.



 
     Se apagaron los hornos de Roca y se incendiaron los ánimos, acosados por el trato humillante de número, de cosa. Se apagaron los hornos de Roca  y cavaron sus fosas 249 familias, sepultadas a la vera de las puertas clausuradas de la factoría, como un cementerio civil, proscrito, fuera de las tapias del recinto sagrado.

     Tienen la culpa esos hornos en quienes pusimos un día todas nuestras complacencias. Creímos falsamente que aquellos hornos fueron los que nos dieron el coche, el turrón de la Nochebuena, la bici del niño y la playa estival. Pero fue aquella una falsa reconstrucción del nexo causal. No había nadie distinto de ti mismo en la consecución de tus objetivos. Nadie como tú, sólo tú en el propio esfuerzo de tu horizonte personal. Ahora, con los hornos apagados, has mascado tu soledad compartida, has conocido la auténtica perfidia de los hornos a quienes entregaste tus mejores años, un fuego sin entrañas que ha quemado las tuyas, una llama fantasmal y sin corazón. Tus malditos hornos han acabado desahuciando tu horizonte, han incinerado tus naves y han devastado el campamento de tus esperanzas, montado frente a tus hornos de vida, a los que clamaste a quemarropa por que fueran incandescentes.   

     Vivimos de unos hormos que se apagan. El fuego está al albur de los vientos que van y vienen, que expanden o abaten, que se cruzan, que arrasan o son arrasados. Es una guerra de vientos, de competencias e intereses. Y nosotros nos vemos envueltos en una vorágine caprichosa como objetos arrastrados, en tanto queremos reponernos del remolino y adquirir la gravedad que requiere nuestra propia dignidad humana. Hemos de exigirla.

     Se apagaron los hornos y se levantó  el campamento numantino que les hacía guardia. Sus guardianes vigías querían ser el celo perenne de un fuego perenne. ¡Tanto amaban los hornos de su vida! Desapareció el campamento bajo las murallas sin almenas y el torreón truncado. Desapareció el campamento y los estetas de obsesivas refulgencias que el 23 de Abril lamentaron en sus adentros tan feo bulto ante tan guapa visita, ya pueden estar contentos para las guapuras que puedan sucederles. Como los atlantes que sostienen las columnas de nuestra primera fachada, los guardianes de los 124 días sostuvieron el fuego encendido hasta sus límites, como servidores heroicos de Vulcano.  El mismo fuego que les dio la vida llegó a consumirles.

     Era el año 1961 cuando la llama de Roca fue antorcha yl faro de atracción de  1800 nuevos alcalaínos, dentro del primer mapa industrial de los nuevos nombres de la nueva Alcalá de aquellos días nuevos, cuando sobre el ralo tapete del Alcalá de veintitantos mil habitantes nos entró aquel póquer de ases que nos cambió la cara: Gal, Roca, Ibelsa y la Perlofil.

     Ardían entonces los hornos de Roca con inagotable voracidad, los mismos que nos llegaron a secar los pinos históricos del contiguo parque O’Donnell que plantara Azaña padre, lo que consentimos sin rechistar como tributo de afectos. Y hasta acariciamos la valla de su carretera nacional, la que convertimos en bancada corrida paseando su acera de baldosa rizada, antes de que un concejal nos la enterrara. Desde allí asistimos al espectáculo de la pasarela nacional de los desfiles de ‘seiscientos’ y de los ‘dauphine’ y los ‘ondine’. Se cotizaba en la ciudad el sol membrillero de la acera de Roca y su calidad de fila primera del foro rodado. Un día sustituyeron a las personas por esculturas y pinos, y aquella primera batida  a favor del inmovilismo fue como un presagio.



     Los que aquí estábamos cuando Roca y sus ‘rockeros’ vinieron, hemos presenciado el arco completo de su lugar privilegiado, el principio y el fin de su cuadrado solar. Ahora que sus hornos se han apagado y la incuria empieza a adueñarse del lugar, hollado por hirientes silencios, podrían oírse sicofonías de las almas en pena de la ‘Tierra de Ahorcados’, vieja denominación y servidumbre ancestral de aquel mismo paraje, donde ajusticiaban a los reos.  Se oirán, pues, quejumbrosas lamentaciones por la injusta demasía del garrote vil que sufrieron. Dicen que los lugares malditos vuelven a su viejo ser.     

                                                        José César Álvarez
                                                        www.josecesaralvarez.com
    












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