martes, 21 de octubre de 2014

Huida de Cervantes a Barcelona (y 2)


Huida de Cervantes a Barcelona (y 2)

     Ahí va Miguel de Cervantes en caballo saliendo de Valencia. Tiene 21 años. Ahí va el que ha de ser emblema de la Lengua Española, ahí va, fugitivo de la justicia, evitando los caminos reales de su patria para burlar la excesiva pena que le ha caído: la corta de su mano derecha, la que ahora oprime para sentirla, para desentumecerla de las bridas ovilladas de su caballo.  Aquella pendencia de espada junto a Palacio le ha llevado a esta huída subrepticia. Aquel sofocón de la sangre le ha traído este trajín. El exilio que también le ha caído se le impone él mismo. No le queda otra.
      
     El camino desde valencia a Barcelona debió ser el mismo que recorren los peregrinos del Persiles, Iría por Villarreal, “hermosa y amenísima villa”, avistaría “las santísimas montañas de Monserrate”, pasaría por Borriol, Tortosa, Cambrils y Tarragona, castillo de Fels y Hospitalet hasta llegar a Barcelona. Es posible que entrara “a tiempo cuando llegaban a su playa cuatro galeras españolas, que, disparando y haciendo salva a la ciudad con gruesa artillería, arrojaron cuatro esquifes al agua”.
    
  CERVANTES JOVEN. Versión de Zarza.
     

     Estas galeras y disparos, descritos en el Persiles demuestran ser un recuerdo personal que se repite en el Quijote a la entrada del Caballero y el escudero en el puerto el día de San Juan: “Vieron las galeras que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se descubrieron llenas de flámulas y gallardetes, que tremolaban al viento y besaban y barrían el agua; dentro sonaban clarines, trompetas y chirimías, que cerca y lejos llenaban el aire de suaves y belicosos acentos…”, derivando en una hipérbole de imágenes y sonidos de “infinitos caballeros que de la ciudad sobre hermosos caballos y con vistosas libreas salían” sobre la “infinita artillería” de las galeras, respondida por las murallas. Es una sátira mordaz a la humanidad incomunicada, sórdida, vociferante y desnuda, procaz, de los condenados a galeras.
    
      Llegó, pues, el fugitivo Miguel a donde no llegaba la jurisdicción de la justicia de Felipe II. Por eso, en la relación de piropos con que adorna a la Ciudad Condal, la llama “venganza de los ofendidos”. Aquí debió quedarse unos días para llegar a sentir las demás perlas de la gratitud de su pluma: “archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes… y correspondencia grata de firmes amistades. y en sitio y en belleza, única”.     

     Hay quien dice que desde Barcelona Cervantes se embarcó a Génova, pero eso no casa con las observaciones de su obra póstuma: los jugadores de dados de Perpiñán; las tres mujeres que en Provenza hablaban castellano, lo cual era usual en la época; la mirada a las casas de placer de los franceses e incluso el conocimiento de Milán y Lucha, que no pudo ser sino en esta circunstancia, hasta llegar a Roma.
    
     Una cosa fue su huida a Barcelona, su viaje ocasional en la carne y hueso de su radiante juventud, y otra muy distinta el viaje de la eterna invención  de don Quijote y Sancho. El primero hubo de servirle de base al segundo, porque no hay otro momento de su vida en que volviera a la Ciudad Condal. Entre uno y otro distan 45 años, los que van de septiembre de 1569 a 1614, el año de la escritura final de la Segunda Parte del Quijote. Se cumple ahora, pues, el IV Centenario en que Cervantes llevó a Barcelona la cordura.
   
     En efecto, en la playa de Barcelona tiene lugar la derrota de don Quijote por el Caballero de la Blanca Luna, que no es otro que su verdadero amigo el bachiller Sansón Carrasco, de su mismo pueblo, el que le pone como condición de su derrota que vuelva a su hogar. El bachiller que había sido derrotado antes como Caballero de los Espejos, le devuelve ahora a la realidad. Le arranca de toda la chanza orquestada por su supuesto correcto anfitrión, don Antonio Moreno, quien es el primero en lamentar la intervención del personaje manchego, fuera del programa de escarnios al que era sometido. Así se lo hace saber al virrey, también cariacontecido por tal intromisión.

      Don Quijote fue introducido en Barcelona por Roque Guiñara (en catalán Rocaguinarda), personaje histórico y amable, jefe de bandidos a cara descubierta, y fue sacado de allí por un paisano castellano encubierto. Era aquel el final de una cruel rechifla de la que era víctima Don Quijote, con la cartela de su nombre a las espaldas en plena calle, con la provocación del Quijote falso que se imprime en sus imprentas, con la burla de la cabeza encantada, con la peligrosa visita a la chusma de los galeotes y con las aliagas espinosas que meten en los culos de los desbocados Rocinante y Rucio. La madurez cervantina va de la miel de su primer viaje a la hiel del segundo.

     Es Sansón Carrasco el caballero vigilante, el delegado de la razón, el guardián que pone fin a tanta demasía disparatada para devolverle a la apacible realidad. Y Sancho le apostilla esa realidad a su señor:
     
     – Volvámonos a nuestra casa y dejémonos de andar buscando aventuras por tierras y lugares que no sabemos.
    
     En cualquier caso, Barcelona y Cataluña quedaron cosidas al libro eterno del Quijote, donde el caballero y el escudero pueden volverse, pero donde ya nunca puede volverse España.
 
José César Álvarez
Puerta de Madrid, 18.10.2014

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