miércoles, 23 de diciembre de 2015

Los años cincuenta alcalaínos (y 4)



Los años cincuenta alcalaínos (y 4)

(fotos de Orthuys, exposición en Santa María la Rica



     El Alcalá activo

     En los años cincuenta Alcalá se articulaba en el músculo de sus barrios, a pesar de su discreta población que osciló durante esa década desde los 20.000 a los 25.000 habitantes. Aquellos barrios estaban subrayados por sus respectivos equipos de fútbol. Eran Puerta de Madrid. la Puerta de Santa Ana. la Puerta del Vado, la calle Talamanca, la calle Ancha.  También tenían equipo las dos fábricas más importantes que entonces había aquí: Forjas de Alcalá y la Cerámica Estela. Estos equipos nutrían al Avance y a la RSD. Alcalá.

     Además de la cerámica citada, hubo otras que consolidaron a Alcalá en la actividad fabril más importante de la época, tales como CERMAG,  Arias, Argote, Daniel Pérez, las de los hermanos Pinilla, Saturio Moreno y los Manglano. Camionetas como hormiguitas trasladaban la tierra de nuestros montes a sus hornos, dejándolos romos y lamiendo los farallones de la cuesta del Zulema. Así quedó expedito el escenario de tantas batallas cinematográficas, de cuya filmoteca –ahora en sus montes, otras en su casco– destacan a finales de la década El Cid, con la espléndida Sofía Loren como doña Jimena, y Espartaco, en la que legiones de alcalaínos se vistieron de romano. Ramón Vallejo ‘El Liguerín’ hacía de romano chiquito, quien, como no le iba la marcialidad bajo el sol intolerante, se soltó por soleares. “¡Corten!” gritaron. A la segunda hubieron de confinarle. Estaba visto que a los americanos no les iba el arte de canela fina.

      Allí, en la entrada a Alcalá, frente a donde se instalaría la Perfumería GAL de finales de la década, estaba la primera publicidad de una nueva era industrial que asomaba: Nitrato de Chile; Sidra El Gaitero; Fábrica de guantes Jacinto Borrego; Heno de Pravia.

     Los escaparates de la calle Mayor servían para aliviar el tedio. La galería de los escaparates de Álvaro Becerril –Mayor esquina a Ramón y Cajal– eran un auténtico museo de objetos de regalo. Casi enfrente, Radio Álvarez exhibió por primera vez la TV que colapsó la Calle Mayor, con aviso de los municipales. Había buenos escaparatistas: Yárritu, ‘El Estilo’, Alobera, los Mínguez, Ramírez, Almacenes Saldaña, Gutiérrez, Novedades, Penalva…

       En Alcalá todo cambia con la venida de los americanos a mitad  de la década. Se tiene la seguridad de que allí ha caído algo nuevo, algo de otra dimensión. Se abre un fondo, hasta entonces desconocido, de posibilidades laborales, un horizonte de empleo en las obras de la Base Aérea de Torrejón que ocupa también el término de Alcalá y trunca sin problemas el camino viejo de Ajalvir. Lo que haga falta. Son los empleos directos e indirectos, son los americanos que aquí viven, que también nos traen nuevas costumbres, que traen progreso, que nos trajeron esos coches grandes y descapotables que nos deslumbraron, y a donde subieron nuestras chicas más vistosas. Ay de los americanos de aquellos años, a quienes hubimos de perdonar los trágicos accidentes de su velocidad y de su güisqui, también de nuestras pobres infraestructuras.

     El día 6 de octubre de 1956, día de la Provincia, nos llevaron a un nutrido grupo de seminaristas a la inauguración de la Casa de Cervantes como relleno, ya que la Asociación cervantista había declarado el boicot al acto por no haberse respetado la casa original que documentó Astrana. Desde la galería superior del patio pude asistir a la rebelión de mi ponderado profesor de Literatura don Rafael Sanz de Diego, quien, hecho un gallo de pelea, congestionado, vagaba por el cuadrilátero repitiendo a voces: “¡Esta no es la casa de Astrana!”, lo cual yo no podía entender entonces. ¿No estábamos en la casa de Cervantes? ¿A qué venía entonces eso de “la casa de astracán” o no sé qué? El abad don Francisco Herrero y el obispo Auxiliar don Juan Ricote redujeron al final, por obediencia, al rebelde canónigo penitenciario, poeta y dramaturgo de fastos alcalaínos (con seudónimos de Cruz de la Cruz y Ángel Caído). Contaron que aquel ‘pronunciamiento’ le costó tres días de cama.

    La baldosa de las aceras era de color encarnado. Había ya una tendencia extendida de salir de los grises, de despuntar.     


JOSÉ CÉSAR ÁLVAREZ
Puertade Madrd, 19.12.2015

lunes, 14 de diciembre de 2015

Años cincuenta alcalaínos (3)



Los años cincuenta alcalaínos (3)
(fotos de Orthuys, exposición en Santa María la Rica

La plaza de Cervantes
   
     En la plaza terrosa de Cervantes se podía tirar el peón y jugar al gua, al hinque, al lique, al cirrio, a la tanga, al tejo o a las chapass con la imagen de Berrendero, Delio Rodríguez y Trueba. Los cromos de los futbolistas sabían a azafrán, después al chocolate Elorriaga. Yo tenía a Panizo repetido. En el quiosco de la plaza la banda militar de Covadonga daba conciertos con periodicidad y entonces había que comportarse. En el interior de la plaza se corrían las carreras ciclistas de ferias, allí estaban Vilches y Fermín Antolín, Rivillo, Jamonini, Palencia, el Tinajita, Amador, El Pintor, y un chico de la casilla de camineros de Corpa que se llamaba Antonio Suárez, quien en 1959 ganaría la Vuelta a España. El recibimiento por su hazaña fue un acontecimiento: alzado desde su bici victoriosa, de entre la caravana ciclista que le envolvía, hasta el balcón central del Ayuntamiento. Nada tenían que ver con esta clase de juegos prosaicos quienes se elevaban de la vulgaridad de la plaza por la escalinata de baranda dorada del Círculo de Contribuyentes.      
    
     Aunque estuviesen La Viña, Alejo y el Hotel Ulm, los bares de la plaza eran dos, a saber: Casa Juan y Becerril; como los médicos eran dos: Picazo y don Tomás Ramos; como los bancos eran dos: el Vizcaya y el Hispano; como los cines eran dos: el ‘Grande’ y el ‘Chico’; como las tiendas de bicicletas eran dos: Calleja y Paulino; como las parroquias eran dos: Santa María y San Pedro; como las escuelas eran dos, la “graduada primera”, metidas hoy sus aulas calladas en el ayuntamiento, y “la segunda”, siempre en la calle San Juan, también en Sandoval en aquellos años. Eran maestros de la Graduada Primera: don Moisés, don Marcelino, don Macario, don Donato; y lo eran de la segunda, don Julio, don Valentín, don Julián, don Valeriano…

     Alcalá de las piedras caídas

     La Santa María de la plaza, que dejó de serlo, era una montonera de piedra blanca, un desconcierto, un estercolero, una plúmbea desidia para tiempos mejores. Tendría ocho años cuando mi amigo Silverio me invitó a una aventura: corrió un pedazo de madera de la base de la puerta de la Universidad y se coló a modo de gatera pidiéndome le imitara. El primer patio de Sto Tomás que conocí por asalto tenía cegados sus arcos por cristaleras desvencijadas y por las grietas de su pavimento cundía una hierba salvaje y montaraz. Por la primera escalera angular subimos a la cúspide de la fachada, donde mi amigo recorría un peligroso zuncho longitudinal, cuya destreza ya no supe imitar a lo largo de aquella cuerda por la que sobresalían pináculos y cabezas. Desde aquel alto se dominaba la solemne incuria y olvido interior. En las arcadas ladrillares del campo de fútbol del Seminario –el Palacio Arzobispal quemado cuando Archivo–, se guardaban las piedras labradas del almohadillado de la escalera de Fonseca, que nos servían de bancos, y mi amigo Jacinto escarbaba detrás del frontón y encontraba material para labrar con navaja pisapapeles de ángeles y bichas de Covarrubias y Siloé. Alcalá por donde se la mirara, era la pavorosa ruina de la piedra ilustre.
 
     Los seminaristas iban por la calle de Santiago alineados en ternas a los oficios de Jesuitas en rutilante bullicio, cuya iglesia de la calle Libreros albergaba ahora las funciones de Santa María y de la Magistral, quemadas en guerra, hasta que la segunda se cobijó en Las Úrsulas. La larga fila de sotanas iba formada por el orden de las tallas ascendentes, rematada en altura por Yus y Baigorri, todos con bonete de picos y fajín rojo.
  
     Los veraneos indígenas

     Los principales lugares de baño del río Henares eran La Canaleja, La Oruga, El Muro, La presa de Cayo, La Tabla Pintora, el puente Zulema, Fábrica de las Armas… Las huertas alcalaínas del derredor de Alcalá tenían estanque y hacían de piscina, a las que se adherían los que sabían hacerlo. Los pinos del parque, mucho antes del arboricidio de los setenta, formaban las densas naves de los frescos veraneos indígenas, aromatizados de fragante vegetación y columbrados por una tronante ornitología. El estanque de los peces era una visita obligada. Las escaleras  de subida y de bajada de anchos tramos iban siendo reducidas, año tras año, por las zancadas crecientes de los niños alcalaínos, alimentados del pan de Jabardo, de Rodríguez, de Pinilla, de Capote o de Rivillo, saludados al completar la ascensión por los peces rojos de sus aguas verdes. Los niños que nos sucedieron, como nosotros, recorrían el anillo alzado del interior del estanque –en el centro una palmera–, para descubrir que al final del viaje redondo aparecía siempre el principio. Aquello era cosa de magia, la magia alcalaína de su parque.
  
   
(Continuará)                                                                

 JOSÉ CÉSAR ÁLVAREZ 
                                                                               Puerta de Madrid, 12.12.2015


martes, 8 de diciembre de 2015

Años cincuenta alcalaínos



Los años cincuenta alcalaínos (2)

(fotos de Orthuys, exposición en Santa María la Rica





La calle Mayor



     La médula del Alcalá de los años cincuenta era la Calle Mayor, y no toda. Desde la calle de la Imagen a la plaza de los Santos Niños, era otra cosa, decaían los escaparates, el bullicio, la gente. Tenía una vida gris y anodina y tan oscura como sus carbonerías y sus noches de boca de lobo, sin luces. Las parejas de novios que osaban atravesar el túnel siniestro podían, al llegar a la plaza, haber perdido toda reputación, si es que antes no habían perdido ya otra cosa.



     La calle Mayor de los cincuenta era una calle uniformada. Era el uniforme vespertino del paseo militar en el que desfilaba el vocerío espontáneo de las jergas y acentos de toda la España chusca y racionada, cuando las perras gordas y chicas del bolsillo, arrejuntás,  no daban para un chato ni en El Cantábrico ni en el Marón ni en el Somosierra ni en el Cirilo, ni para un chispazo en el Quintín. Antonio Quiles, el del Bar Cantábrico, subido a una silla, abombaba el carrillo derecho con la lengua cuando rotulaba en su cristal testero: Hay callos. Así es que los militronchos, a falta de un trago, andaban y desandaban buscando un piropo liberador y reconfortante que estallaba inaudito bajo el soportal. Se ruborizaban las mocitas del uniforme de las Escolapias y de las Filipenses. Estas últimas con su lazo rojo adquirían un halo distintivo contra la austeridad del cuello blanco sobre el azul calasancio. Era el traje talar de la ciudad levítica. Don Manuel Cervantes, con teja, era una bola negra que rodaba por el zócalo de la fachada de El Hospitalillo, donde era capellán. Mi tío Pepe, oficial de telégrafos, me contó aquel telegrama de un soldado: “Apuesta ganada, vi cura más bajo que don Froilán”. Eran las parejas de guardias civiles, eran los alguacilillos de la noche, aquella pareja formada por Ramón y Bombao, los municipales del cuartelillo dominado por los bigotes alzados del tío Domingo.



     Pero eran las botas de largo repertorio las que infundían carácter: las brillantes de espuela; las de los artilleros; las de los guardias civiles; las de los pescaderos de la calle Mayor (La Rubia, La Avispa, el Guarro, y el Gordo), excitados de responsabilidad el día que llegaba el camión del pescado; las botas de los regadores, los de “la manga riega que aquí no llega”, el mejor espectáculo infantil de la calle, el arco iris, largo, curvo, inaudito. Por eso todos los niños de los cincuenta soñaron con unas botas.          



     Mis sueños de la calle del Carmen Calzado están envueltos en los pregones de la churrera, “calentitos”, de el niño de Irueste, la voz aflautada del viejo que vende miel y nueces. Sueños entre cascos de caballos percherones de la intendencia militar y el traqueteo de las llantas de las ruedas, todo mezclado con las campanadas del el Hospitalillo. Las voces de las sardinas frescas del Cantábrico no eran de la mañana, y las sardinas arenques eran una rueda de carro de radios de escamas plateadas en casa don Perfecto, Anselmo, Adolfo, el Paleto, Quer o Perfectín.



     A los soldados que llegaban a la peseta rubia se les permitía cantar entre palmas el Ay Tani que mi Tani o Francisco alegre y olé. La jota Tengo un hermano en el tercio era para solista y lo había. En la terraza del Bar Cantábrico que hacía medianería con nuestra casa familiar de Carmen Calzado abundaba Antonio Molina. Era la casa de reja negra de la fachada con azulejería andaluza en el vestíbulo y el patinillo al fondo con pila y enredadera. Ese patio del fondo era el que se inundaba de los cantaores contiguos que allí  flotaban invisibles y estruendosos. Supimos que alguna de aquellas voces enmudeció para siempre en la guerra de Ifni.

  

      Pero el espectáculo sonoro de la calle Mayor lo emitían los ciegos.  Los ciegos gemían a grandes voces su parto: ‘para hoy, sale hoy’, en pugna voceante y machacona.  Allí estaba Frutos, el Pellica en el alarido de su silla de ruedas, a quien le salió un hijo boxeador en el cuadrilátero de La Deportiva, allí estaba  la Antonia, Recio, la Elisa, Fernando el Ronquillo, a quien su hermana le dio ‘sobrino’ y lazarillo de por vida, Enrique Reina…



     Estaban las chufas regadas en el puesto surtido del señor Emilio, estaban las gavillitas de paloduz en el puesto de Retabé, estaban las novelas de recambio, y estaba Mendoza y Martín, diarios recaderos con la capital. Estaba la Continental-Auto que nos llevaba en persona a Madrid, a Alenza, y a cuyo Lancia le dejaban pasar por el ojo de Puerta de Madrid, incluido el bus de dos pisos, cuya alta tecnología ya no pudo ser emulada por los buses que vinieron.



     Estaba El Liguerín, padre e hijo. Ramón, el hijo, fue la alegría larga del soportal por sus requiebros flamencos. Puso un negocio de caracolas, que fueron las conchas que en los bares sirvieron aperitivos de sangre frita y pijotas trasnochás. Estaba El Chiroli en la postura de la época, arrodillado de vino en la plaza ante el altar de Cervantes. Y estaba la Rosario la Tonta, a quien le hacían pruebas de memoria que ponían en riesgo su título.  Y María la Aguadora le traspasó su dulce servidumbre a su borrica.



   (Continuará)                                                                         JOSÉ CÉSAR ÁLVAREZ   

                                                                                  Puerta de Madrid, 5.12.2015