(fotos de Orthuys, exposición en Santa María la Rica
La calle Mayor
La médula del Alcalá de los años cincuenta
era la Calle Mayor,
y no toda. Desde la calle de la
Imagen a la plaza de los Santos Niños, era otra cosa, decaían
los escaparates, el bullicio, la gente. Tenía una vida gris y anodina y tan
oscura como sus carbonerías y sus noches de boca de lobo, sin luces. Las
parejas de novios que osaban atravesar el túnel siniestro podían, al llegar a
la plaza, haber perdido toda reputación, si es que antes no habían perdido ya otra
cosa.
La calle Mayor de
los cincuenta era una calle uniformada. Era el uniforme vespertino del paseo militar
en el que desfilaba el vocerío espontáneo de las jergas y acentos de toda la España chusca y racionada, cuando
las perras gordas y chicas del bolsillo, arrejuntás, no daban para un chato ni en El Cantábrico ni en el Marón ni en el Somosierra ni en el Cirilo,
ni para un chispazo en el Quintín. Antonio Quiles, el del Bar Cantábrico, subido a una silla, abombaba
el carrillo derecho con la lengua cuando rotulaba en su cristal testero: Hay callos. Así es que los militronchos,
a falta de un trago, andaban y desandaban buscando un piropo liberador y
reconfortante que estallaba inaudito bajo el soportal. Se ruborizaban las
mocitas del uniforme de las Escolapias y de las Filipenses. Estas últimas con
su lazo rojo adquirían un halo distintivo contra la austeridad del cuello
blanco sobre el azul calasancio. Era el traje talar de la ciudad levítica. Don
Manuel Cervantes, con teja, era una bola negra que rodaba por el zócalo de la fachada
de El Hospitalillo, donde era capellán.
Mi tío Pepe, oficial de telégrafos, me contó aquel telegrama de un soldado: “Apuesta
ganada, vi cura más bajo que don Froilán”. Eran las parejas de guardias
civiles, eran los alguacilillos de la noche, aquella pareja formada por Ramón y
Bombao, los municipales del cuartelillo dominado por los bigotes alzados del tío
Domingo.
Pero eran las
botas de largo repertorio las que infundían carácter: las brillantes de
espuela; las de los artilleros; las de los guardias civiles; las de los
pescaderos de la calle Mayor (La Rubia, La Avispa, el Guarro, y el Gordo), excitados de
responsabilidad el día que llegaba el camión del pescado; las botas de los
regadores, los de “la manga riega que aquí no llega”, el mejor espectáculo
infantil de la calle, el arco iris, largo, curvo, inaudito. Por eso todos los
niños de los cincuenta soñaron con unas botas.
Mis sueños de la
calle del Carmen Calzado están envueltos en los pregones de la churrera,
“calentitos”, de el niño de Irueste,
la voz aflautada del viejo que vende miel y nueces. Sueños entre cascos de
caballos percherones de la intendencia militar y el traqueteo de las llantas de
las ruedas, todo mezclado con las campanadas del el Hospitalillo. Las voces de las sardinas frescas del Cantábrico no
eran de la mañana, y las sardinas arenques eran una rueda de carro de radios de
escamas plateadas en casa don Perfecto,
Anselmo, Adolfo, el Paleto, Quer o Perfectín.
A
los soldados que llegaban a la peseta rubia se les permitía cantar entre palmas
el Ay Tani que mi Tani o Francisco alegre y olé. La jota Tengo un hermano en el tercio era para
solista y lo había. En la terraza del Bar
Cantábrico que hacía medianería con nuestra casa familiar de Carmen Calzado
abundaba Antonio Molina. Era la casa de reja negra de la fachada con azulejería
andaluza en el vestíbulo y el patinillo al fondo con pila y enredadera. Ese
patio del fondo era el que se inundaba de los cantaores contiguos que allí flotaban invisibles y estruendosos. Supimos
que alguna de aquellas voces enmudeció para siempre en la guerra de Ifni.
Pero el espectáculo sonoro de la calle Mayor
lo emitían los ciegos. Los ciegos gemían
a grandes voces su parto: ‘para hoy, sale hoy’, en pugna voceante y machacona. Allí estaba Frutos, el Pellica en el alarido de su silla de ruedas, a quien le salió un
hijo boxeador en el cuadrilátero de La Deportiva,
allí estaba la Antonia, Recio, la Elisa, Fernando el Ronquillo, a quien su hermana le dio
‘sobrino’ y lazarillo de por vida, Enrique Reina…
Estaban las chufas
regadas en el puesto surtido del señor Emilio, estaban las gavillitas de
paloduz en el puesto de Retabé, estaban las novelas de recambio, y estaba
Mendoza y Martín, diarios recaderos con la capital. Estaba la Continental-Auto que nos llevaba en persona a Madrid, a Alenza, y a cuyo Lancia le dejaban pasar por el ojo de Puerta de Madrid, incluido el bus de dos
pisos, cuya alta tecnología ya no pudo ser emulada por los buses que vinieron.
Estaba El Liguerín, padre e hijo. Ramón, el hijo, fue la alegría larga
del soportal por sus requiebros
flamencos. Puso un negocio de caracolas, que fueron las conchas que en los
bares sirvieron aperitivos de sangre frita y pijotas trasnochás. Estaba El Chiroli
en la postura de la época, arrodillado de vino en la plaza ante el altar de
Cervantes. Y estaba la Rosario la
Tonta, a quien le hacían pruebas de memoria que ponían en
riesgo su título. Y María la Aguadora
le traspasó su dulce servidumbre a su borrica.
(Continuará) JOSÉ CÉSAR
ÁLVAREZ
Puerta de Madrid, 5.12.2015
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