Los años cincuenta alcalaínos (3)
(fotos de Orthuys, exposición en Santa María la Rica
La plaza de Cervantes
En la plaza
terrosa de Cervantes se podía tirar el peón y jugar al gua, al hinque, al lique, al cirrio, a la tanga, al tejo o a las chapass con la imagen de Berrendero, Delio Rodríguez y Trueba.
Los cromos de los futbolistas sabían a azafrán, después al chocolate Elorriaga. Yo tenía a Panizo repetido. En
el quiosco de la plaza la banda militar de Covadonga
daba conciertos con periodicidad y entonces había que comportarse. En el
interior de la plaza se corrían las carreras ciclistas de ferias, allí estaban
Vilches y Fermín Antolín, Rivillo, Jamonini, Palencia, el Tinajita, Amador, El Pintor, y un chico de la casilla de
camineros de Corpa que se llamaba Antonio Suárez, quien en 1959 ganaría la Vuelta a España. El
recibimiento por su hazaña fue un acontecimiento: alzado desde su bici
victoriosa, de entre la caravana ciclista que le envolvía, hasta el balcón
central del Ayuntamiento. Nada tenían que ver con esta clase de juegos prosaicos
quienes se elevaban de la vulgaridad de la plaza por la escalinata de baranda
dorada del Círculo de Contribuyentes.
Aunque estuviesen La Viña, Alejo y el Hotel Ulm, los bares de la plaza eran dos, a saber: Casa Juan y Becerril; como los médicos eran dos: Picazo y don Tomás Ramos; como
los bancos eran dos: el Vizcaya y el Hispano; como los cines eran dos: el
‘Grande’ y el ‘Chico’; como las tiendas de bicicletas eran dos: Calleja y
Paulino; como las parroquias eran dos: Santa María y San Pedro; como las
escuelas eran dos, la “graduada primera”, metidas hoy sus aulas calladas en el
ayuntamiento, y “la segunda”, siempre en la calle San Juan, también en Sandoval
en aquellos años. Eran maestros de la Graduada Primera:
don Moisés, don Marcelino, don Macario, don Donato; y lo eran de la segunda,
don Julio, don Valentín, don Julián, don Valeriano…
Alcalá de
las piedras caídas
La Santa
María de la plaza, que dejó de serlo, era una montonera de
piedra blanca, un desconcierto, un estercolero, una plúmbea desidia para
tiempos mejores. Tendría ocho años cuando mi amigo Silverio me invitó a una
aventura: corrió un pedazo de madera de la base de la puerta de la Universidad y se coló
a modo de gatera pidiéndome le imitara. El primer patio de Sto Tomás que conocí
por asalto tenía cegados sus arcos por cristaleras desvencijadas y por las
grietas de su pavimento cundía una hierba salvaje y montaraz. Por la primera
escalera angular subimos a la cúspide de la fachada, donde mi amigo recorría un
peligroso zuncho longitudinal, cuya destreza ya no supe imitar a lo largo de
aquella cuerda por la que sobresalían pináculos y cabezas. Desde aquel alto se
dominaba la solemne incuria y olvido interior. En las arcadas ladrillares del
campo de fútbol del Seminario –el Palacio Arzobispal quemado cuando Archivo–, se
guardaban las piedras labradas del almohadillado de la escalera de Fonseca, que
nos servían de bancos, y mi amigo Jacinto escarbaba detrás del frontón y encontraba
material para labrar con navaja pisapapeles de ángeles y bichas de Covarrubias
y Siloé. Alcalá por donde se la mirara, era la pavorosa ruina de la piedra
ilustre.
Los seminaristas iban por la calle de
Santiago alineados en ternas a los oficios de Jesuitas en rutilante bullicio,
cuya iglesia de la calle Libreros albergaba ahora las funciones de Santa María
y de la Magistral,
quemadas en guerra, hasta que la segunda se cobijó en Las Úrsulas. La larga
fila de sotanas iba formada por el orden de las tallas ascendentes, rematada en
altura por Yus y Baigorri, todos con bonete de picos y fajín rojo.
Los veraneos indígenas
Los principales lugares de baño del río Henares
eran La Canaleja,
La Oruga, El
Muro, La presa de Cayo, La Tabla Pintora, el
puente Zulema, Fábrica de las Armas… Las huertas alcalaínas del derredor de
Alcalá tenían estanque y hacían de piscina, a las que se adherían los que sabían
hacerlo. Los pinos del parque, mucho antes del arboricidio de los setenta,
formaban las densas naves de los frescos veraneos indígenas, aromatizados de fragante
vegetación y columbrados por una tronante ornitología. El estanque de los peces
era una visita obligada. Las escaleras
de subida y de bajada de anchos tramos iban siendo reducidas, año tras
año, por las zancadas crecientes de los niños alcalaínos, alimentados del pan
de Jabardo, de Rodríguez, de Pinilla, de
Capote o de Rivillo, saludados al completar la ascensión por los peces rojos de
sus aguas verdes. Los niños que nos sucedieron, como nosotros, recorrían el
anillo alzado del interior del estanque –en el centro una palmera–, para
descubrir que al final del viaje redondo aparecía siempre el principio. Aquello
era cosa de magia, la magia alcalaína de su parque.
(Continuará)
JOSÉ CÉSAR ÁLVAREZ
Puerta de
Madrid, 12.12.2015
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