sábado, 28 de mayo de 2016

El fuego de Seseña




El fuego de Seseña
      
     El fuego de Seseña que está en nuestras lindes nos puso en mangas de camisa. El fuego de Seseña que se extingue se quiere quedar con nosotros.  Seseña era el gran museo de Bono. Ha ardido el museo de Bono, el de nuestra vida rodante, el que guardaba la huella indeleble de nuestra movilidad histórica, el que mantenía vivo, desgastado, rozado, el paso y peso de nuestros viajes de ida y vuelta, de nuestros ‘benidores’, de nuestros ‘cortes ingleses’, de nuestras ‘granvías’, de nuestros hospitales, de nuestros colegios, de nuestros entierros y de las noches de urgencias y de las noches de farra. Era un cementerio vivo, testifical, andariego, servil y callado, pero redondo de vida corrida y exhausta. Era un museo, el gran museo social de Bono.



     Se ha quemado el museo de Bono y de Barreda, unos bárbaros lo han incendiado sin consideración. Los museos que guardan tantas vueltas y vueltas, aunque no se vean, tardan varias semanas en arder.  Esto no es una fábrica de lejías. La historia encierra mucha densidad y propaga un humo negro, concentrado y antañón, atufante, heteróclito. Al cielo de Seseña se alzaron nuestros rodares, los vahídos físicos de nuestro tránsito concreto. Contra el cielo de Seseña se estamparon nuestras venturas y desventuras, nuestros días lentos y veloces, todos los frenazos de la vida. ¡Quién nos lo iba a decir!

    

     La pérfida Dolores de Cospedal, cuando fue presidenta de la Junta de Castilla-La Mancha, arremetió contra este gran museo de Bono y Barreda, el mayor de Europa en su género. Lo perimetró con el insano afán de frenar su expansión, y retiró, llevada de su insensibilidad social, más de 7.000 toneladas de los recuerdos redondos de nuestro roce y nuestro goce. Ay, Cospedal del alma, mira a donde ha llegado tu fobia museística. Yo que creía que llevabas “esencia en tu entraña del aire de España, Maria Dolores”, mira a donde hemos llegado, al aire negro de tu perfidia. Ay, qué pena que no supieras valorar el redondo legado de Bono y Barreda, las vidas maceradas y arrastradas de la clase obrera de este país, explotada por la codicia de los bancos. Ahí teníamos en el gran museo la cicatriz cierta de su arrastre, de su humillación, de su camino difícil, y sólo la ha podido borrar esta derecha incendiaria y corrupta, que quiere eliminar la huella de su crimen.
    Pero cuando García Paje por fin fue presidente de la Junta, sin que para ello le hiciera falta superar los votos directos de la Cospedal, es que ni por asomo,  hasta ahí podíamos llegar, fue la descarada y desbancada presidenta y solicitó una enmienda a los presupuestos de la Junta para que se destinaran 500.000 euros para seguir reduciendo el gran museo de lo social, el de los ‘donuts’ negros del historial de servicios de la clase rodante. Menos mal que lo impidieron los émulos de Bono y Barreda, indiscutidos autores del magno museo, los que han debido lamentar más que nadie el pavoroso incendio.

     Pero los cielos ardientes de Seseña tienen sucursales no menos incendiarias. El Manzanares de Madrid tuvo caudal suficiente para sofocar el incendio del pasado domingo, producido por las banderas estrelladas del catalanismo en ebullición, propagado por la yesca de la ‘libre expresión’. Hay fuego si se televisa fuego, pero ni la 5 quiso hacerlo. Este fuego era anterior. Era la ‘libre expresión’ judicial que lo abate todo, que arrasa las decisiones del gobierno de un ejecutivo democrático responsable de la seguridad, que incendia la normativa de la UEFA que guarda el específico espacio de la competición y devora los picos de todas las normativas que defienden el puro deporte, la competición deportiva por sí misma, limpia de la ganga política  y separatista que nos cansa  por machacona amenaza, sin la mínima testosterona catalanista para alumbrar un ser en permanente proyecto, un engendro ya fétido. ¡Que ejecuten su independencia de una puñetera vez, si es que saben y se atreven! y nos dejen de mover en las narices del Jefe del Estado y en las nuestras propias sus puñeteras banderas estrelladas con el ‘deportivo’ vaivén de sólo joder y joder, práctica permitida  por una injusta y melindrosa tolerancia, mientras que en Cataluña las banderas españolas y constitucionales que entran en los estadios son lanzadas al cubo de la basura. Después que 120 banderas estrelladas de otros tantos municipios catalanistas mantienen la pasmosa desobediencia de presidir ilegalmente sus espacios, deben quedar estrelladas en ese momento todas ellas en todos lados por desacato e invasión. Que se tatúen ellos y entre ellos sus banderas estrelladas sobre sus frentes delirantes. La justicia restituirá un día a Concepción Dancausa, delegada del Gobierno, tumbada por un fuego absurdo.  



     El fuego de Seseña y sus sucursales está cerca de ‘saña’ y de ‘señas’. La saña que se nos viene y las señas que se nos van como en la nochebuena.



José César Álvarez

Puerta de Madrid, 28.5.2016

sábado, 14 de mayo de 2016

Discursos alcalainos de 1816



Discursos alcalaínos de 1816

     Rastreo el año 1816 del Alcalá de Henares de hace dos siglos cabales. Son los años que siguen a la Guerra de la Independencia, la que conmemorábamos el pasado día 2. Son los primeros años de la paz, de la remontada, de la superación. Alcalá había sido saqueada por las tropas napoleónicas. Sus habitantes habían sido humillados de una u otra forma. Afrancesarse era comer. Muchos fueron obligados a llevar correos a las tropas francesas, apostadas en lugares inverosímiles y peligrosos, tapándose de los suyos, los guerrilleros que les escudriñan, encubriendo la traición por caminos y vericuetos y portando la vergüenza que les humilla, a la que han tenido que acceder ante las terribles amenazas contra sus familias. Otros han tenido que negar el cobijo a algún guerrillero: el castigo es horrendo, además de hundirle la casa. Los alcalaínos humillados, los que soportaron las violaciones de aquella terrible noche, los robados, los sableados, los extorsionados, todos, empiezan a levantar su cerviz gacha en aquel año de 1816.




     Pero a los alcalaínos, después de la guerra de la Independencia, les entró un mal aire, un ‘soplao’ raso: en 1814 les llegó el triste murmullo de que la Universidad complutense se la llevaban a Madrid. La juventud estudiantil de España que reanudaba despacio su retorno, se la arrancaban después de siglos. Aquello era el anuncio de la tristeza, de la inactividad, del cierre, de la quiebra de libreros y mesoneros, de pantaloneras y barberos, de tahoneros y calceros… Y contra aquel anuncio del Estado contesta la municipalidad y la propia Universidad con la palabra lánguida y decadente de aquella fecha. Pero la suerte estaba echada y el veneno prendido. A la Universidad, aquí, le quedaban veinte años



     Así las cosas, dentro del nuevo orden, hubo de pedirse autorización al rey Fernando VII para llevar a cabo un acto de acción de gracias a las Santas Formas Incorruptas por la victoria frente a los franceses con el reconocimiento implícito al Empecinado. El entonces alcalde de Alcalá, Domingo Antonio de Escuza, recondujo las disposiciones recibidas para que el domingo 24 de marzo de 1816 se llevara a cabo en la Iglesia Magistral la solemne festividad de acción de gracias ante las Santísimas Formas por el final feliz de la guerra. El sermón estuvo a cargo de D. Pedro Francisco Oñero, racionero, director de ceremonias y capellán de las carmelitas de la Imagen, quien tomó como lema de su discurso las palabras bíblicas: Protegan urbem hace, et salvabo eam propter me (protegeré esta ciudad y yo mismo la salvaré)  Lo cual decía don Pedro cuando los alcalaínos de la cerviz gacha apenas podían levantar la mirada al púlpito donde se había encaramado, el púlpito negro adosado a la reja del presbiterio. Las calamidades estaban tan cerca que las celebraciones no cuajaban sobre el alma herida ni podían cuajar en esta iglesia expoliada, de la que ya no penden las diecisiete lámparas de plata que trajeron de la iglesia de los jesuitas expulsos. Es verdad que ya no está el usurpador en la calle, por fin no está, pero la calle no es la misma de antes, no lo es.      


     El 9 de agosto de ese año de 1816 viene a Alcalá Fernando VII. Hacía calor. Dicen que venía de los baños de Sacedón y que al llegar aquí, tal era el tormento pedregoso del camino que comentó: “No sé si habrá abortado la reina, pero yo he estado a punto. Aquí abortamos todos”. Se alojó en el palacio arzobispal. Se adelantó el nuevo monarca a visitar la Universidad,  acompañado de su tío el infante D. Antonio, siendo recibido en la lonja por las autoridades académicas. El acto de recepción tuvo lugar en la sala de claustros y el discurso de bienvenida lo pronunció D. Nicolás Heredia y Mayoral, catedrático de elocuencia y cura propio de la parroquia de Santa María. Dos curiosidades de esta visita son el elogio que el rey hace de las músicas de chirimías y atabales, que se suceden para honrar al regio visitante. Y el gesto ceremonial en el que el rey besa las manos de colegiales y graduados. Hay hambre de saber, se le idolatra. Pero el saber ha huido de su templo en esa hora del besamanos. Es una decadencia integral.



     Al día siguiente, domingo día 10, las autoridades universitarias, en un equilibrio ceremonial, devuelven la visita al rey en el Palacio de su residencia. Otro discurso. Esta vez le toca ahora a D. Francisco José de Mardones, teniente vicario de Madrid y rector de la Universidad. Este rector de tantas mesuras y equilibrios, con un pie en Madrid y otro en Alcalá, está en la conspiración del traslado de la Universidad a Madrid. En su discurso no aflora la petición de detener los vientos del traslado de la Universidad a la villa y corte. Y no para aquí la vena de los discursos. Porque al día siguiente, lunes 12, Fernando VII acudirá al Paraninfo a presidir una solemne sesión académica de doctorandos.  La laudatoria al rey y a los graduandos estuvo a cargo de  D. Venancio Dusmet, catedrático de concilios generales.



     Salíamos de una guerra y las palabras y los ojos de la esperanza se posaban sobre un rey que nos rompió, y de qué manera, todas las ilusiones de paz y de progreso. Eran las palabras recolectadas inútilmente, inservibles, gastadas, torpes, decadentes. Los discursos se repiten porque saben que no convencen. Son discursos hueros y aduladores, inflados y retumbantes. Era España, entonces, un camino infame de polvo y un sonoro pedregal de canto rodado.



José César Álvarez

Puerta de Madri, 14.5.2016

viernes, 6 de mayo de 2016

Los huertos



Los huertos



     Dicen nuestros munícipes, para justificar la creación de los huertos urbanos que ahora se están montando junto al Parque Ferial, que ello es volver a nuestras raíces. También nuestras raíces están, entre otros sitios, en la Monarquía Católica del Concilio visigodo de Toledo y en la Cruz de Mayo, en la cultura troglodita y en las noches de plenilunio. De momento, parcelar lo público es también privatizar, por muchos muchos huertitos que se hagan para muchos muchos vecinitos. Los huertos son, en definitiva, una sucesión alineada del acotamiento del ‘yo’. Los huertos municipales son el aparcelamiento del particularismo, un mohín del egoísmo. Entre la propiedad privada y pública no hay término medio, porque la propiedad pública no tiene restricciones, la exigimos magra e incólume.



     Yo no quiero huerto, yo quiero huerta, la unidad imparcelable. Por eso el obispo tiene huerta, no huerto. El absoluto no se minimiza, no se trocea. Los que pedimos huerta y no huerto somos los que  pedimos se cumplan en el Parque Ferial los plazos y proyectos de su programada ejecución. Queremos el parque entero, el proyectado por ciclos, el que por naturaleza debe unirse al río, pese a tanto puritanismo imbécil, tanta zapa y zepa. Somos los que pedimos el canal de embarcaciones y usos múltiples acuáticos. El canal unitario y único, el de todos, no los goterones perdidos de los grifos individuales que pertenecen a la integridad de un patrimonio público no enajenable.

    

     La palabra ‘cultura’ tiene color de tierra de huerto, porque ‘cultura’ es cultivo. Y ya que estamos manchados de terrosa cultura, diremos que las asociaciones culturales del lugar son huertos donde se cultivan músicas y palabras, palabras en vivo o en conserva, se plantan y cultivan viajes y comidas, un sinfín. Uno de estos huertos importantes del lugar planta libros, algunos muy buenos. Pero uno de los hortelanos importantes del huerto importante del lugar se planta sin rubor sus propios libros de coleccionismo, los que ya han arruinado a alguna editorial. El coleccionismo es una especie hortícola que carece de color y sabor, no es tomate, ni breva, ni melón, es un engendro raro. El coleccionismo entra en la esfera de lo personal, de lo obsesivo, un tanto paranoide. Puede ser hasta un entretenimiento placentero contra el ocio, una curiosidad, y, desde luego, nada concluyente ni creativo. Hasta yo mismo, de niño, hice la colección de los cromos de los futbolistas con olor a azafrán. Pero es que las paranoias no deben salir del huerto personal, no interesan.

  

     Los partidos políticos son huertos privados de riego público donde se plantan especies de distinta índole en este o aquel, de tal manera que las ensaladas posibles entre las lechugas de uno y otro huerto resultan incompatibles, incomibles, indigeribles. Por eso ha fracasado en la cocina el chef Pedro Sánchez, porque no ha podido hacer una ensalada compatible después de cuatro meses metido en el obrador. ¡Todo un país tras una ensalada! Pero es que los cogollos, contados y recontados,  no llegaban para el grueso del banquete. Los cogollos del huerto del PP y del PSOE daban para el convite, pero es que el huerto del PSOE planta especies antídoto contra las especies contestadas del huerto del PP. La ‘gastania’ contra la ‘ahorrania’, la ‘ligeresa’ contra la ‘rigoresa’ y así sucesivamente. Y lo que no da el huerto lo da la mala leche: “La culpa la tienen los huertos de PODEMOS y el del PP”. Y cuando no, se le empareja al huerto del PP con el de Bildu. Hasta lueguito, chef.



España es una huerta que contiene diecisiete huertos. Y la hortelana principal del huerto de Madrid se llama Cristina Cifuentes, quien ha celebrado con dignidad el pasado día 2 la fiesta de su huerto. Y, sin embargo, a la palabra ‘celebrar’ hay que quitarle sus crestas festivas y cambiarla por la de ‘conmemorar’. Porque aquel día 2 de mayo que acabamos de conmemorar Madrid fue un huerto de sangre contra el invasor, cuyas fuerzas militares estaban acuarteladas en el delirio de nuestra más atormentada historia negra. Los hortelanos de la villa y corte fueron milicia y gallardía y Madrid fue un huerto urbano de sangre que ha cultivado ese orgullo castizo de su hortelana, a quien, rompiendo la vergüenza, podíamos decirle con el poeta aquello de “yo quiero ser llorando el hortelano de la tierra que cuidas y estercolas…”



     La plaza de Cervantes es una huerta que contiene seis huertos de flores para un abril de Cervantes redondo de muerte y de memoria. Para despedir al Miguel de Alcalá, el de los cuatrocientos abriles que se fueron, seguimos citando al mismo poeta, al otro Miguel, el Miguel de Orihuela, cuando dice:



     Volverás a mi huerto y a mi higuera: / por los altos andamios de las flores /
pajareará tu alma colmenera / de angelicales ceras y labores.



                                                José César Álvarez

                                     Puerta de Madrid, 7.5.2016