Olegario
Yo lo que me
pregunto es si a Oleguer le podría llamar Olegario, por prosificarlo, por
desmitificarlo, por descapitalizarlo, por castellanizarlo, porque me entrara
aquí a gusto y enterito. Yo sé que mi pregunta, su contestación, digo, no
llegaría sin embargo a ser tan inútil, que ya lo es, como la petición de un
fiscal para meter a Oleguer en la cárcel, porque para eso ya están los
supuestos corruptos del PP que van de cabeza al calabozo sin mediar sentencia
alguna. Que no, que a mí no me preocupa en modo alguno los millones obtenidos
en la comisión de las esquinas del Santander, que ya es hacer la esquina, ni me
importan sus blanqueos dinerarios, qué aburrido, ni sus tramas societarias
opacas para dar el esquinazo a Hacienda, ni los montoncitos a su nombre, ni sus
frustraciones hoteleras, ni sus transferencias a Panamá, ni su testaferro de
Holanda ni su finca de Andorra, ni sus laboratorios, ni sus hospitales, ni sus
jardinerías ni gasolineras. A mí lo que me importa, de verdad, en estos
culebreros meandros de la lengua es si yo le puedo llamar Olegario, quedando al
mismo tiempo en paz con los mandamientos de la lengua y de su templo
observante.
Recuerdo el
cabreo mayestático de aquel Joseph-Lluis Carod-Rovira cuando en un programa de
TVE se le sometía a un interrogatorio por un público heterogéneo que le llamaba
‘José Luis’, con el ‘josé’ de joder y de jorobar, ese sonido fuerte que raja y
jala. Por lo que al aragonés converso se le venían todos los demonios al
comprobar que todos los españolitos que tenía frente a él, eran incapaces de
pronunciar su nombre, la fonética de su nombre repetida por él, reprendiendo a
tan radicales pronunciadores por la falta de flexibilidad idiomática del
castellano. “Yo me llamo llosep lluis” repetía Rovira en balde,
modulando los sonidos. Pero una cosa es
como él decía que se llamaba y otra muy distinta cómo le llamaban. Sus
delicadezas fonéticas no encontraron eco entre los terroneros hablantes de la
meseta para desesperación de llose lluis
.
Oía yo hace poco decir a un catalán que
nuestro mapa lingüístico era paralelo al del Reino Unido y no al de Italia. Porque
en Italia, el toscano, la lengua romance del centro, se erigió en la lengua
hegemónica de la península, recibiendo el nombre de ‘el italiano’. Pero que ese
no era el caso de ‘el español’, porque este no representaba la integridad
lingüística del país. Así pues, el vasco, el catalán y el castellano eran al
mismo tiempo ‘lenguas españolas’, buscando también en la lengua la paridad
política. Lo que se le olvidaba decir al comunicante catalán es que ‘el
español’, así expresado, en sustantivo, solo es aplicable al castellano como ‘el
italiano’ lo es al toscano. Y puede que
por esa contaminación ‘española’ inevitable del adjetivo —sorprendentemente
consentida—, yo pueda llamar Olegario a Oleguer. Lo cual me preocupa
sobremanera y casi no me atrevo por respeto a los Olegarios que son y que han
sido.
Ahí va Oleguer en
el paseíllo catalán de los juzgados descafeinados de la Pujolandia y de más
allá, acompañado de sus subalternos, más circunspectos que el maestro de espada.
Ahí va el benjamín de la
Ferrusola cargando a sus espaldas con todo el imperio de la
familia. Sus andares son livianos, sin un atisbo de gravedad, de tensión, tal
como si viniera de jugar al tenis. No lleva papeles, libros, carpetas, lleva
las manos en los bolsillos, limpias de números, ligeras, mirando incrédulo a
una cámara a su paso desde su cabellera abundante y sus mostachos rotundos que
le afianzan en la minoría de su saga. El paseíllo de retirada es la repetición
del primero, como si no hubiera habido corrida, sin desmelene, sin apretones,
sin derrotes, sin los peligrosos cabeceos del morlaco de turno, tapando su
cuerpo el espada y envolviéndose en la franela de Miami. Cuatro horas de
corrida con el engaño por delante, la fiesta nacional por ellos erradicada.
De los ‘olegueres’
vengo y a mis ‘olegarios’ voy. Olegario Fontecha anduvo colgado de los báculos
de las farolas de la carretera general, hoy Vía Complutense, en el año 79,
cuando las primeras elecciones municipales de nuestra democracia, como
candidato a la alcaldía por parte de la
UCD, y la oposición socialista, siempre tan graciosamente
mitinera le replicaba: “Y colgado de verdad debiera estarlo por traidor a la
clase obrera.” Y Olegario Crespo es el honrado y e intachable funcionario que
me mira desde el retrato del salón de su hija Pilar Crespo en la calle Alfonso
Dávalos. Y Olegario González de Cardedal es un teólogo y escritor de Salamanca
que entre su copiosa producción escribió un libro titulado: “Pensar España”,
cuyo lomo debe mirarme ahora desde algún punto de mi biblioteca.
Está visto que no
debemos mezclar ‘olegueres’ con ‘olegarios’.
José César Álvarez
Semanario Puerta de Madrid,
21.1.2017
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