Antología de personajes costumbristas
Hace unas semanas
escribí “Tras la lista de los personajes costumbristas” y me han llovido de aquí
y de allí, personajes olvidados de la
Alcalá profunda, por lo que en esta ocasión se presenta aquí una
segunda y jugosa tirada. Por cierto, nadie intenta al citar a estos entrañables
personajes de la historia local que queremos reírnos de ellos. En modo alguno,
ellos están tratados en el fondo con la ternura humana que destilan y merecen,
ellos que de una manera u otra ocuparon nuestras calles, llenaron nuestro
paisaje y alegraron nuestro tedio con su presencia singular, en tanto que la
cuba del tiempo les dio aroma y los fijó indelebles en nuestro recuerdo.
De los años
cincuenta y más para allá era transportista personal Manolo Gabardós, padre de ‘Garbancito’,
quien a mucha honra fue aguador de botijo en el ferial de las Eras de San
Isidro ‘a diez el trago’, y fue carrillero de mano, antes de obtener su
motocarro de toldo de ingenio propio, para el almacenamiento y distribución a
domicilio de los comestibles de la tienda familiar de ultramarinos. Pero
Gabardós padre hizo aquí historia. Hacía el transporte de Barcelona a Madrid y
vuelta con camiones de rueda maciza, cuando le cogió aquí la guerra y aquí se
quedó para todo, justo donde paraba, en el Ventorro del Manco, el padre de la
señora Emilia, la que sería madre de Antoñito Gabardós. Entonces Gabardós padre
se puso a hacer Alcalá-Madrid y vuelta. Fue el primero de los ordinarios de la
saga local de los Mendoza, los Martín y los Vázquez, y trasladaba los domingos
a los jugadores del Alcalá donde tocara, encaramados en la plataforma de un
camión de bancada alineada cubierta de un toldo marca de la casa.
Año 50, carrera ciclista en la plaza. Antoñito Gabardós en el centro.
Nos olvidamos de
la dulce presencia de la borriquilla de Juana la aguadora, que cargaba sus
cántaros en ‘los cuatro caños’, la ‘Redondilla’ o en la fuente que había en la
esquina de la casa de Cervantes, antes de que éste viniera allí, entiéndase.
Nos olvidamos de Coquete, de quien el hijo de Quintín dijo que no era alcalaíno
el que no lo recordara, y era el que exhibía el cerdo y el ternero, bien cebaos,
en la puerta de Casa Juan, los premios en especie viva, tocantes y sonantes de
su lotería de San Antón. Y estaba La
Boni, vendedora de castañas asadas y golosinas del soportal, pipera
y cañamonera, que anidaba a la altura de Justo Mínguez, antes de ‘La bola de
oro’. Y estaba ‘Rafaelillo el del carrillo’, el carro con borrico que servía la
fruta de Tejero y hacía de maletero de la RENFE.
En los años
cincuenta imponía la figura del sargento de los guardias municipales, el Señor
Domingo, también llamado ‘el tío bigotes’, dicho ello en la más estricta
intimidad infantil, porque de otro modo no lo contabas, era la imagen más
aguerrida de la autoridad de aquellos días. Otros guardias dotados de carácter
eran ‘el serio’, ‘el disimulo’ y el Bombao de las noches.
Pero era Vilela uno de los más diestros
vareadores de los colectores, quien, en su pluriempleo —era él y no otro—,
trasladaba los rollos de las películas del cine chico al grande y viceversa.
Toda una vida de rollos en un costal de ida y vuelta. Lo que se había visto, se volvía a ver, para volverse
a ver en donde salió. Pero por aquellos días, y no era de cine, ‘El Pellica’
era el que se llevaba las hostias más descomunales sobre el cuadrilátero de la Deportiva, allí donde la
Cruz Roja se había instalado. El sueño de
los puños de gloria de ‘El Pellica’ le hacía chiribitas al denodado soñador. Y
Malaca era el mejor comparsa de los gigantes, el que mejor hacía de “maría la
guarra que se la ve la enagua’, porque se tomaba tan en serio la guasa cantada
que se liaba a vejigazos con los provocantes: había dejado marcharse el aire de
la vejiga y restallaba zurriagazos como una guarra. Otra canción callejera de
aquella hora era la de “la manga-riega que aquí no llega…”, y los mangueras,
bien provistos de botas e indumentaria proyectaban un alto arco de agua, tan cóncavo
y largo que embobaba a los chicos, era como un arco iris donde la luz se
irisaba.
Pero la casa de ‘La Chata’ era la meca obligada de
la soldadesca y de la paisanía que, uno a uno, allí recalaban con o sin
uniforme, para llevarse el tábano mordiente de su ignorante instinto. La Chata tapaba con un menudo
paño de tafetán negro el hueco rebanado de su nariz, para ser solo
administradora de su cielo de huríes. Y el día de su asueto semanal, iban las
huríes y colipoterras de Alcalá por la acera del Círculo en procesión penitente hacia la ‘El dispensario’ de
higienes de la esquina de la plaza de las Bernardas, y a la vuelta se llevaban
una tarta de San Marcos de casa Salinas para endulzar su día de descanso. Pero,
como vinieron los adelantos, las rabizas de Alcalá iban a revisión en su día de
asueto en taxi a la capital de España, y ya no hubo procesión ni tarta.
Godino era hombre escueto de boquilla y
macilento de semblante. Era auxiliar de autopsias, y tenía siempre a punto el
instrumental de su competencia. Por extensión era capador, ahora titular, y
recorría los pueblos aledaños portando su cartera de instrumental del oficio,
como si fuera un verdugo volante.
José César Álvarez
Puerta de Madrid, 10.12.2016
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