sábado, 25 de enero de 2014

La muerte de Don Quijote

     Terminaba  mi anterior artículo hablando de la muerte de Don Quijote, cuando le vino la razón al írsele la vida. Sus amigos, el cura, el bachiller y el barbero se acercaron a su lecho, queriéndole halagar con el rollo de sus delirios, pero él se opuso.

     —Señores –dijo don Quijote–, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo: fui
don Quijote de la Mancha y soy agora Alonso Quijano el Bueno.
    
     Y esto, decía yo, lo debió escribir Cervantes el año 14 de ahora cuatrocientos años, por lo que podemos simbolizar al 14, a este año 14, como tiempo de corduras y sensateces. Y, en efecto, he reunido en lo que va de año, apenas un mes, sensateces densas, cálidas, donde el sentido común se remansa con agradable sorpresa en pocitos breves en este nuestro tiempo, habituado a los embates de Galeotes y Trapisondas, de Doroteas y Altisidoras. En este catorce balbuciente, tras el fondo de manicomio de nuestra escena de nacionalismos y gamonales, han aparecido en primer plano unos gramos de lucidez que prometen para el resto.



 

“… y como la (vida) de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; porque… se le arraigó una calentura que le tuvo seis días en la cama… y entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió”. Q.2,74, MIGUEL DE CERVANTES, grabado de Gustave Doré


     
     Cake Minuesa, el joven periodista de Intereconomía levantó la mano de cordura sobre el fondo siniestro de sesenta y tantos asesinos etarras, reunidos bajo la garantía de “un juez para la democracia”. Estos privilegiados excarcelarios a quienes se les aplicó una vergonzante libertad y que serán asesinos hasta el día de su muerte, fueron de nuevo privilegiados por la sinrazón de un juez que permitió tan espantosa olla a presión. Levantó, digo, la mano Cake en contra la olla a presión –tate, tate– para preguntar a los asesinos, yendo hacia ellos, en una rueda de prensa donde no se podía preguntar y como si una montonera de matones pudiera emitir algún mensaje positivo a la sociedad. Levantó, digo, la mano Cake contra los matarifes del matadero de Durango, preguntándoles, no obstante, sin no iban a tener la dignidad y la hombría de pedir perdón a las víctimas. “Decídme, qué habéis ganado matando? Aquí hay 309 muertos, de los que nadie ha dicho nada”.

     Cake Minuesa, valiente, oportuno, directo, nos devolvió en aquellos días la dignidad a un pueblo embadurnado de cobardías, inoportunidades y vaguedades. El reportero de una empresa de comunicación en crisis, con su sueldo atrasado, se adelantó a todos los prebostes de sueldos blindados de una justicia inútil.  

     Martinelli, presidente de Panamá, había clamado sonoramente contra Sacyr. Era como un profesor con regla, encrespado sobre la tarima contra un alumno que se negaba a hacer los deberes. Las voces salían despavoridas por las ventanas. El profe, tronante, amenazó con ir a la casa de sus padres a pedir explicaciones. Antes de dar tal escándalo a la vecindad, la mamá, Ana Pastor, se fue discreta al lugar del conflicto. Bajó de la tarima al profesor  Martinelli, sacó a Sacyr de su encajonado pupitre y les sentó  frente por frente en una misma mesa. Les aleccionó, les abrió la cartilla-contrato por la primera página y les dijo: “No me voy hasta que no empecéis”. Y cuando empezaron, mamá Ana Pastor, ministra de España,  se volvió de puntillas a casa. Se trataba del contrato de la obra de ingeniería más importante del Globo: el canal de Panamá. Se trataba de una mujer que es un canal de cordura.

      Javier Bello es alcalde de Alcalá de Henares y no es gobernador de ninguna ínsula Barataria. Tiene una deuda alta que pagar y un grifo de caudales que se le aminora. Está atenazado por su magra economía. No puede hacer inversiones, pero ha dicho que va a dedicarse a tres cosas, sólo tres, tres proyectos inacabados: una ciudad deportiva, una residencia de ancianos y un río. Río, ancianos, deporte. Salud, salud, salud. Tres sensateces en las que los pájaros de hogaño vuelven a los nidos olvidados de antaño.    
  
      Apareció Pedro Ruiz en la televisión en una entrevista chisporroteando originalidades de un signo y otro, y dijo, sin embargo, una lúcida sensatez: “Yo lo que más admiro es la bondad, después el talento, de tal manera que si el talentoso no es primero bueno, ya no me interesa. A la televisión debeis traer a hablar a los bondadosos, a los espirituales, a los cooperantes, a los que se vuelcan por los demás…” Yo soy don Quijote el Bueno, así se autodenominó Alonso Quijano cuando recobró la razón. ¿Será que la bondad es el máximo grado de sensatez y por eso se reencuentran?

          Son dos, él y ella. No sé su nombre. Nada dicen. Bajan cargados por el camino del Viso con bolsas cada uno en ambas manos. Subieron al monte sin bultos y bajan cargados, portando la suciedad que depositaron otros. Limpian anónimamente el monte, callados, sin aspavientos, casi escondiéndose. Y es que muchas veces da miedo exhibir la bondad. La hosquedad del entorno hiere al bondadoso, el cual advierte en el aire que puede romper en cualquier momento una risa descascarrillante o una ironía maligna. Sensatez y bondad bajan juntas por el Camino del Viso en abultado paseo.  

     ¿Por qué la locura del Caballero de la Triste Figura dura toda una vida de capítulos y la cordura sólo dura un capítulo de seis días? ¿Por qué hay más despropósitos que atinos? Quizás porque entonces no haya novela. Puede que la vida sea una alocada aventura sin poderlo evitar. 



José César Álvarez
                                                                 www.josecesaralvarez.com

                                                                Puerta de Madrid, 25.1.2014

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