La dueña del bar de ‘La abuela’ de la calle Cervantes, desde un lugar esquinado y dominante, observaba a los clientes, y se disgustaba porque nadie miraba el fantástico frontal del mostrador de su propiedad, donde en bella azulejería se exhibían las maravillas del mundo. Todos los clientes, sin poderlo evitar, miraban sedientos a los vidrios de la encimera y no encontraban oportunidad de posar los ojos sobre el muro que sustentaba sus copas. La señora arrendadora se lamentaba de ello a los que abandonaban el fallido museo de su propiedad.
Nosotros los alcalaínos somos también
cedentes propietarios de los lugares del Premio Cervantes, y si nos sentimos
orgullosos de nuestro marco, hacemos también parecidas observaciones a las de
la propietaria de ‘La abuela’. Muchos, muchos de los que se congregan en el
Paraninfo se van sin mirar su artesonado, auténtica maravilla. Cuando uno lo
descubre dentro de la ceremonia se lleva un sobresalto, un espeluzno. Sobre una
techumbre en artesa se desarrolla una asombrosa filigrana mudéjar de lacerías
de rojos y dorados formando casetones de estrellas y hexágonos, en cuyo fondo
de azul intenso se incrustan flores o atauriques dorados en profusa
iluminación. Es un minucioso barroquismo que acompaña al vestido indígena de
Juchitán de Elena Poniatowska, ahora que habla desde la cátedra, que ella llama
púlpito. Como el relieve de los ramilletes dorados que decoran verticalmente esa copa
efervescente que contiene a la homenajeada y a donde todos miran sedientos de
palabra. O los rojos y dorados de los maceros municipales, cuyos blancos
penachos de sus plumeros se acompasan también con la cabellera de la
octogenaria escritora.
Es en la espera cuando uno puede mirar la
techumbre. Por desocupación, por relajación. Después, es más difícil. Las
formas educadas de tan selecta concurrencia no te permiten mirar distraídamente
a Babia, sin atender lo que se dice. Podría haber llegado el momento de volar
la vista cuando, al principio, sonaron las músicas del Himno Nacional en
versión renacentista, o cuando, al final, sonaron las del Gaudeamus igitur, en disonante modernismo. Pero, no; si las reglas
de educación no permiten mirar a atrás, cuando alguien habla, tampoco hacia
arriba, cuando las músicas vienen de la alta tribuna. No está bien visto. Así
es como el cielo del Paraninfo puede pasar inadvertido.
Pero conviene concentrarse. Alude la
escritora a sus antecesoras de su Premio: María, Dulce María y Ana María, cuya
virginidad rompe doña Elena. Y dice que son cuatro mujeres galardonadas, cuando
los hombres son 35. Es una confrontación de género que doña Elena no quiere
pasar por alto. Está en su línea. Y dice citando a Octavio Paz lo que él aquí
dijo en 1981 bajo este mismo artesonado: “Sin el mundo indio no seríamos lo que
somos”. Decir esto aquí es cuando la frasecita adquiere valor, es grito de
rebeldía. No me extraña que doña Elena se acordara. Porque aquí se simboliza la
unión. Porque aquí es desde donde Cisneros envió pautas espirituales y
potencial humano al Nuevo Mundo. Y después, ella, desde la copa efervescente
–el estrado de Cisneros– se pregunta si los conquistadores llegaron a saber
quiénes eran los conquistados”. Y otro vendrá desde allí algún día a citarla. No
deja de ser también una confrontación, seguida de los silencios de los
púlpitos.
Uno conoce México. Uno conoce el grito de
la presencia española, el grito imperial, el grito de la obra jesuítica, el
grito de los templos franciscanos, el grito de los topónimos españoles, el
grito de su cultura y tradiciones… Y uno conoce también el silencio mexicano
ante lo evidente. Y si te atreves a hacer alguna observación sobre su origen,
es impertinencia, bagatela inoportuna. Por lo que en este Premio Cervantes vivo
los silencios como el retorno clamoroso de la ubérrima cosecha que propició la
semilla cisneriana. Eso que nadie dice ni se puede decir, me lo digo yo a mí
mismo.
“Recuerdo mi asombro cuando oí por primera
vez la palabra “gracias” y pensé que su sonido era más profundo que el ‘merci’
francés”. Mientras Doña Elena sigue hablando, mis ojos recorren las letras
doradas de los nombres egregios que orlan el espacio del paraninfo al ritmo de
sus balcones. Es un recorrido prudente que no exige la maniobra de cuello de la
bóveda. Ahí están los santos: Francisco de Borja, Ignacio de Loyola, Juan de
Ávila, José de Calasanz. Ahí están los escritores: Lope, Calderón, Quevedo. Y
distintos humanistas: Arias Montano, Morales, Mariana, Flórez, Jovellanos. Todos
pasaron por aquí. He leído hace poco de un académico que es esta una selección
de nombres insignes de la época. ¡Mentira! Son alumnos y profesores de esta
Universidad. ¡Todos! Convivimos en un río rápido de inexactitudes y medias
verdades.
Elena Poniatowska cierra su vibrante
discurso con un emocionado recuerdo a su marido, que era astrónomo y que ella
le llama estrellero. Esta mañana se ha notado su ausencia, porque yo creo que
doña Elena se ha marchado sin tener la oportunidad de mirar las estrellas del
firmamento de nuestro paraninfo.
José César Álvarez
Puerta de Madrid, 3.4.2014