Los años cincuenta alcalaínos (1)
(fotos de Orthuys, exposición en Santa María la Rica
Va la yunta de
este carro, con perdón, enganchada para la ocasión por Luis Alberto Cabrera y José
María San Luciano, tanto monta, y me encargan nada menos que poner letra a
la música mágica del fotógrafo holandés Caas
Oorthuys cuando en 1955 vino aquí con el poeta Bert Schierbeek.
Ha sido rescatado
el archivo de fotos de aquellos disparos certeros, ya inamovibles, guardadas y
resguardadas de la niebla y de las inundaciones del Mar del Norte durante
sesenta años para deleite de los venideros. Y ahora quieren que yo dispare
sobre las imágenes del archivo de mi memoria. Eso sí, me dan toda una década a donde
poder disparar, algo así como una enorme diana para cegatos. Está claro que no
me dan a conocer las fotos de Alcalá, porque entonces hablaría de ellas y no de
mis años cincuenta alcalaínos. Yo disparo y si va con lo que va, pues bien, y
si no va con lo que va, pues bien también, supongo. La garantía es de ‘todo a 50’, imagen y letra.
Antes de meterme
en lo mío, quisiera notar lo difícil que lo tiene un fotógrafo que pretende
captar el alma humana, ese instante inefable. Los hombres nos escondemos
medrosos como el caracol cuando notamos que nos observan. Por eso, el fotógrafo
para su fin debe de taparse. Tengo sobre eso una experiencia muy lejana. Miraba
un día, absorto, la plaza desde el soportal. Llovía. Noté detrás de mí algo
raro. Era un bulto impreciso. Miré con insistencia al bulto hasta que salió de
allí una cabeza de hombre. Era un fotógrafo. Yo también lo era entonces. Nos
miramos unos instantes eternos. No atiné a decir nada. Noté en su cara que no
me entendería: era extranjero. Seguramente le había estropeado una foto a aquel
aprendiz de Oorthuys.
La ‘carretera general’
En esos años la
calle Mayor dejó de ser carretera general.
Recuerdo la anécdota que contaba nuestro cronista desaparecido Fco. Javier
García Gutiérrez, cuando en su juventud reivindicativa pedía la calle Mayor. Un
día, junto a Lorenzo Real y otros amigos, se prometieron hacer “el ancha es la
calle” desde la de la Imagen
hasta la plaza, no dejando pasar al primer coche aparecido, pitara lo que
pitara y fuese quien fuese. Un coche negro les pitaba a sus espaldas. No se arredraron,
le llevaron a su paso. Al llegar a la plaza y darle paso, el coche tomó camino
del ayuntamiento, pudiendo observar que era un coche oficial, dentro del cual
iba doña Carmen Polo de Franco y doña Flora, esposa del ministro de la Gobernación. Supieron
después que iban a buscar al Sr. Felipe, guarda mayor de el parque, quien les suministraba
flores. El alcalde Lucas del Campo recomendó en un Bando que se paseara por dentro de los soportales.
El primer intento por sacar la
General de la calle Mayor fue la de girar a la izquierda
al llegar a la Puerta
de Madrid, rodeando las murallas, y ya
después se hizo el tramo que hoy va desde el
camino del cementerio a la rotonda de la fuente de las 25 villas, lo que siempre se llamó “La Gesa”. Para la inauguración
de aquel tramo de principios de la década se organizó una carrera ciclista
sobre el triángulo de calles resultantes.
Al llegar a la plaza de Atilano Casado, se
tiraron tres casas para alinearlas en su retranqueo, apareciendo esa casa actual
de arcos tipo villa romana, esquina a la calle del Ángel, y la de enfrente, de
Lucas del Campo. Recuerdo aquel corte en el que quedaban colgadas las
habitaciones de colores de la casa de Machicao. Mas adelante la carretera
tomaba la curva a la Avda.
de Guadalajara.
La agricultura y los pasos a nivel
Las eras de San
Isidro eran intocables, eran eras de verdad, además de feria de ganado, como
también las eras del Chaquetón, del Pimpollo, las del Paseo de los curas… Un
pueblo agrícola que hacía en su derredor las faenas agrícolas: segaba,
acarreaba, trillaba y albeldaba. ¡Ay de los carros que caían en el hoyo del
paso a nivel del cementerio! ¡Cuántos años de hoyo peligroso y de susto! Allí
quedaban atrancados los carros, buscando una rápida solución, que si achicar el
peso, que si apalancar las ruedas, que si castigar a las mulas. Pero que ni por
esas se salía del hoyo fácilmente, en tanto de hito en hito se miraba por si
venía el tren, entre sudores, gritos y blasfemias. El amable guardabarreras de
la casilla les informaba de los minutos que quedaban, y los atrapados recibían
la información con mayores gritos todavía. El guardabarreras sólo entendía en
el sentido de las vías, no tenía otra geografía.
Los otros dos pasos a nivel eran: el que
iba al Manicomio y a Meco, y el que iba a Daganzo y Camarma. La entrada en
Alcalá de estos últimos se hacía por la calle que hoy se llama de Torrelaguna, entonces
carretera, se giraba a la derecha por la calle Daoíz y Velarde, y tirando a la
izquierda por la Del Moral
se presentaba uno en la plaza de la Cruz Verde. Para hacer la entrada recta y evitar
el paso a nivel se acometió en aquellos años el tramo de la carretera a Daganzo
hasta El Chorrillo —un abrevadero de ovejas y un ventorro con el juego de la
rana–, a costa de robarle un costado a El
Parque. Dicen que en los cimientos del puente se echó piedra del Palacio
Arzobispal y que en las cuestas se echó el derribo de las casas bombardeadas de
Rico Home –llamada entonces calle el
Rojo– y allegadas. Fueron las
cuestas de subida y de bajada que en distintos sentidos habían de recorrer las
mujeres ciclistas de La Algodonera durante
muchos años, estampa colorista de la época.
(Continuará)
JOSÉ CÉSAR ÁLVAREZ
Puerta de
Madrid, 28.11.2015