domingo, 29 de noviembre de 2015

Los años cincuenta alcalaínos



Los años cincuenta alcalaínos (1)
(fotos de Orthuys, exposición en Santa María la Rica

     Va la yunta de este carro, con perdón, enganchada para la ocasión por Luis Alberto Cabrera y José María San Luciano, tanto monta, y me encargan nada menos que poner letra a la música mágica del fotógrafo holandés Caas Oorthuys cuando en 1955 vino aquí con el poeta Bert Schierbeek.

     Ha sido rescatado el archivo de fotos de aquellos disparos certeros, ya inamovibles, guardadas y resguardadas de la niebla y de las inundaciones del Mar del Norte durante sesenta años para deleite de los venideros. Y ahora quieren que yo dispare sobre las imágenes del archivo de mi memoria. Eso sí, me dan toda una década a donde poder disparar, algo así como una enorme diana para cegatos. Está claro que no me dan a conocer las fotos de Alcalá, porque entonces hablaría de ellas y no de mis años cincuenta alcalaínos. Yo disparo y si va con lo que va, pues bien, y si no va con lo que va, pues bien también, supongo. La garantía es de ‘todo a 50’, imagen y letra.

     Antes de meterme en lo mío, quisiera notar lo difícil que lo tiene un fotógrafo que pretende captar el alma humana, ese instante inefable. Los hombres nos escondemos medrosos como el caracol cuando notamos que nos observan. Por eso, el fotógrafo para su fin debe de taparse. Tengo sobre eso una experiencia muy lejana. Miraba un día, absorto, la plaza desde el soportal. Llovía. Noté detrás de mí algo raro. Era un bulto impreciso. Miré con insistencia al bulto hasta que salió de allí una cabeza de hombre. Era un fotógrafo. Yo también lo era entonces. Nos miramos unos instantes eternos. No atiné a decir nada. Noté en su cara que no me entendería: era extranjero. Seguramente le había estropeado una foto a aquel aprendiz de Oorthuys.

     La ‘carretera general’

    En esos años la calle Mayor dejó de ser carretera general. Recuerdo la anécdota que contaba nuestro cronista desaparecido Fco. Javier García Gutiérrez, cuando en su juventud reivindicativa pedía la calle Mayor. Un día, junto a Lorenzo Real y otros amigos, se prometieron hacer “el ancha es la calle” desde la de la Imagen hasta la plaza, no dejando pasar al primer coche aparecido, pitara lo que pitara y fuese quien fuese. Un coche negro les pitaba a sus espaldas. No se arredraron, le llevaron a su paso. Al llegar a la plaza y darle paso, el coche tomó camino del ayuntamiento, pudiendo observar que era un coche oficial, dentro del cual iba doña Carmen Polo de Franco y doña Flora, esposa del ministro de la Gobernación. Supieron después que iban a buscar al Sr. Felipe, guarda mayor de el parque, quien les suministraba flores. El alcalde Lucas del Campo recomendó en un Bando que se paseara por dentro de los soportales.

     El primer intento por sacar la General de la calle Mayor fue la de girar a la izquierda al llegar a la Puerta de Madrid,  rodeando las murallas, y ya después se hizo el tramo que hoy va desde el camino del cementerio a la rotonda de la fuente de las 25 villas, lo que siempre se llamó “La Gesa”. Para la inauguración de aquel tramo de principios de la década se organizó una carrera ciclista sobre el triángulo de calles resultantes.
    
     Al llegar a la plaza de Atilano Casado, se tiraron tres casas para alinearlas en su retranqueo, apareciendo esa casa actual de arcos tipo villa romana, esquina a la calle del Ángel, y la de enfrente, de Lucas del Campo. Recuerdo aquel corte en el que quedaban colgadas las habitaciones  de colores de la casa de Machicao. Mas adelante la carretera tomaba la curva a la Avda. de Guadalajara.

    La agricultura y los pasos a nivel

     Las eras de San Isidro eran intocables, eran eras de verdad, además de feria de ganado, como también las eras del Chaquetón, del Pimpollo, las del Paseo de los curas… Un pueblo agrícola que hacía en su derredor las faenas agrícolas: segaba, acarreaba, trillaba y albeldaba. ¡Ay de los carros que caían en el hoyo del paso a nivel del cementerio! ¡Cuántos años de hoyo peligroso y de susto! Allí quedaban atrancados los carros, buscando una rápida solución, que si achicar el peso, que si apalancar las ruedas, que si castigar a las mulas. Pero que ni por esas se salía del hoyo fácilmente, en tanto de hito en hito se miraba por si venía el tren, entre sudores, gritos y blasfemias. El amable guardabarreras de la casilla les informaba de los minutos que quedaban, y los atrapados recibían la información con mayores gritos todavía. El guardabarreras sólo entendía en el sentido de las vías, no tenía otra geografía.

     Los otros dos pasos a nivel eran: el que iba al Manicomio y a Meco, y el que iba a Daganzo y Camarma. La entrada en Alcalá de estos últimos se hacía por la calle que hoy se llama de Torrelaguna, entonces carretera, se giraba a la derecha por la calle Daoíz y Velarde, y tirando a la izquierda por la Del Moral se presentaba uno en la plaza de la Cruz Verde. Para hacer la entrada recta y evitar el paso a nivel se acometió en aquellos años el tramo de la carretera a Daganzo hasta El Chorrillo —un abrevadero de ovejas y un ventorro con el juego de la rana–, a costa de robarle un costado a El Parque. Dicen que en los cimientos del puente se echó piedra del Palacio Arzobispal y que en las cuestas se echó el derribo de las casas bombardeadas de Rico Home –llamada entonces calle el Rojo–  y allegadas. Fueron las cuestas de subida y de bajada que en distintos sentidos habían de recorrer las mujeres ciclistas de La Algodonera durante muchos años, estampa colorista de la época.

(Continuará)                                                                    JOSÉ CÉSAR ÁLVAREZ
                                                                                       Puerta de Madrid, 28.11.2015
    

martes, 24 de noviembre de 2015

La ciudad andante



 La ciudad andante

     “Alcalá, la ciudad andante” es un título sugerente que le he robado a José Vicente Pérez Palomar, quien, andando andando, se la robó a su vez a Manuel Azaña de su novela incompleta Fresdeval, cuyo escenario le presta Alcalá. La atinada y completa cita de don Manuel, siempre broncínea y retórica, le sale al otear el paisaje andariego de la ciudad desde su primitivo establecimiento en la meseta del Cerro del Viso y verla bajar a Compluto e irse a la Alcalá la Vieja y volver al Burgo de Santiuste:
     Nuestra ciudad no se extiende, ni pulula, ni enjambra (así sí): se traslada, toda entera. Pasito a paso, en veinticinco siglos ha caminado tres cuartos de legua. Primero en el alto viso, a plomo sobre el río, donde la hallaron las legiones de Craso; más tarde en la ribera, la tierra se traga las formas ya vacías de la ciudad andante.

     Y con Azaña por montera fue José Vicente y a buen paso, en el tiempo de una unidad áulica, se fue desde los turdetanos del Viso hasta los garenos de La Garena y los espartalanos de Espartales, llegando a la colmatación urbana de su espacio, donde se le atoró la andadura y a Don Azaña se le quebró la palabra profética de que “nuestra ciudad no se extiende”. Era la conferencia del día de San Diego de Alcalá, patrono de la Institución de Estudios Complutenses en la ‘Sala Cisneros’ de El Parador, donde paran los andantes y paró la ciudad andante. Era el día de la palabra indígena, de la memoria lugareña y de los grumos del terruño. Era torear en La Maestranza, cantar la Angélica la víspera de Gloria, jugar en Wimbledon o bailar en El Sacromonte. Era dictar la lección sobre las cenizas colegiales del Siglo de Oro español con el fondo del canto de maitines de la Civitas Dei alcalaína.          

     Las palabras son también andantes, y cuando la ciudad andante llega a la invención de los sepulcros de Justo y Pastor, dicha ‘invención’ viene de invenire, que es ‘hallar’. Y, en efecto el hallazgo de las reliquias de Justo y Pastor supuso la refundación de Santiuste, la ciudad andante y andada de los peregrinos de su Campo Laudable, donde Asturio Serrano al principio del siglo V se quedará a su vera como obispo guardián. Y cuando el andariego José Vicente llega a Cisneros, principios del XVI, echa atrás su larga vista sobre Asturio Serrano, como refundadores ambos. Pero de Asturio a Cisneros va una zancada de once siglos. Bueno sería poner un pie intermedio sobre Ximénez de Rada, el largo arzobispo del siglo XIII que mide tres reyes y una reina tutora, que nos dio “palacio bien guarnecido” y que reunió Consejo en Alcalá para la preparación de la batalla de las Navas. O pararse como también paró en Gonzalo García Gudiel, el cardenal toledano y señor de Alcalá, universitario en París y Bolonia, que pondría la primera semilla universitaria aquí a finales del siglo XIII en el Estudio General.

     La ciudad andante lo es también por sus símbolos andantes. Cuando a partir de 711 se oyen los pasos cada vez más cercanos del moro, el relicario de Justo y Pastor se pone en camino hacia Zaragoza y Huesca, y se va hasta el Pirineo y hasta Narbona. Pero es que hasta los tiempos de Felipe II no desandarían por querencia el camino hasta su cripta santiustina. El señorío de la ciudad andante fue ocupado por el andariego cardenal Ximénez de Cisneros, la galga de estameña parda, que entrenado en las calerizas del monte pedregoso de Torrelaguna, cumpliría viaje a pie hasta Roma. Y su mejor obra, la Universidad Complutense tomaría el camino de Madrid un aciago día del año 1836, para desandar, también por querencia, el camino conocido de los años setenta del siglo pasado.

     Y Miguel de Cervantes, cuando le hervía la sangre de sus 21 años, sacó la espada en el sitio de los Alcázares Reales de Madrid. Condenado a la corta de la mano derecha, de la que saldrían los dos ‘quijotes’, la oculta por el camino de Valencia hasta Barcelona y la Provenza, para ocultarla en Roma, desde donde salieron todos sus caminos de doce años, regresando el “vezino de Alcalá” por el mar de la querencia con la izquierda estropeada y enterita la derecha.

     Es la ciudad andante de sus símbolos andantes, de viene y va. La ciudad andante que ya no anda.

José César Álvarez


Puerta de Madrid, 21.11.2015

viernes, 6 de noviembre de 2015

O arráncame el corazón...



O arráncame el corazón…



     Es el momento cumbre del Tenorio, de la declaración de los enamorados, la famosa escena del sofá, donde Doña Inés, cercada por el aliento susurrante de Don Juan, de sus brazos acechantes,  y abrumada por la espléndida cadencia del entorno sensorial que enhebra la voz enamorada de don Juan, entre vocativos suspirantes –paloma mía, estrella mía, gacela mía– hace que la novicia estalle por fin así: Don Juan, don Juan, yo lo imploro de tu hidalga compasión: o arráncame el corazón o ámame porque te adoro.



     La resultante es una disyuntiva o dilema, en la que la primera opción es un imposible que hace necesario el cumplimiento de la segunda opción: O arráncame el corazón o ámame. Ámame es toda la solución. Y el amor necesario de Zorrilla se ha erguido necesariamente en  treinta y una ocasiones sobre la ruina romántica de nuestro patrimonio histórico, desde que José Antonio Rivero lo pusiera en marcha hasta la versión última de Eduardo Vasco, director alcalaíno que ha repetido este año la versión de 2003, muy aplaudida por el numeroso público que aguantó estoico de pie las dos noches del pasado fin de semana en la Huerta del Obispo.



     ‘Don Juan’ es, después de ‘Don Quijote’, el principal personaje de nuestra literatura, también religado a Alcalá, ya que Tirso de Molina, autor del personaje en El burlador de Sevilla fue alumno de su Universidad. Desde entonces el personaje arquetípico de Don Juan se ha dilatado en la historia de la literatura universal en un centenar de obras de todo tipo, entre las que están las mejores plumas y batutas: Molière, Corneille, Mozart, Pushkin, Dumas, lord Byron, Bernard Shaw, Richard Straus, Valle-Inclán, Gregorio Marañón…  



     La exigente disyuntiva ‘o arráncame el corazón…’ se prodiga en el trasunto variopinto de nuestros días: O arráncame el corazón o no me rompan España te digo a ti, presidente, seas quien fueres, tú, Mariano, déjate de complejines y fustiga a los sedicentes, a los levantiscos, a los golpistas que quieren romper la nación más vieja de Europa, reúnete con los hombres de ley que quedan y que la justicia encarcele a los insurgentes de ‘la pela’, al Arturo de esa otra disyuntiva: “O me das ‘el cupo’ o verás la que te espera”.  Arrancar un trocito del cuerpo de España, sea el que sea, es un dolor que repercute en el centro vicario del corazón de cada españolito. Evita, tú, presidente, ese dolor colectivo,  y ahuyenta ese sufrimiento que persiguen sus iniquidores.



     Tú, presidente, has sido dador de la palabra contra esa sedicente ‘república catalana’. Cuando la palabra se ajusta a los labios y se ajusta a la acción, se dice que hay sincronía. Pero cuando la palabra va sola, se produce un desajuste, una espera, un vacío, un desasosiego. Sé tú sincrónico con todos nosotros, presidente, en esa acción de la integridad de España.        



     Cuando el avión llegaba a la isla de Lesbos del mar Egeo, se veían sus playas pintadas de un ignoto color tomatina. Cuando el cooperante pisó sus playas se percató de que eran superficies que formaban los chalecos salvavidas. Una niña de cuatro años lloraba desconsolada, gemía a gritos desandando el camino sobre la alfombra de los chalecos. O arráncame el corazón o busca a su madre perdida, tú, cooperante, tú que has intentado tomarla en brazos y ha pataleado contra ti y contra el mundo, busca a su madre, búscala entre esa humanidad en desbandada, fugitiva, que vuelve a ser nómada. Los cooperantes han dado hilo y aguja a las mujeres y han empezado a fabricar las colchonetas que faltan con los chalecos que sobran. La historia del mundo ha vuelto a comenzar en las playas de Grecia, puntada a puntada.      

      

     O arráncame el corazón o no le quites la nutrición, enfermero, no te lleves del árbol de hierro, niquelado, su fruta colgante, dásela, tú, bata blanca, diácono del alimento divino, no le niegues la limosna nutricional a la pobre mujer, asediada por la maldita recidiva de las anillas de sello, dale limosna, hombre, o arrancarás el corazón de una familia. Sólo tú harás posible la opción imposible de este Diario.   



José César Álvarez

Puerta de Madrid, 26.11.2015

lunes, 2 de noviembre de 2015

La trituradora




La trituradora

                                 

          La trituradora de papel es un artilugio que viene de Cataluña, potencia industrial de trapicheos. La trituradora es el resorte que arrasa con los documentos comprometidos y salvaguarda los honores manchados. La trituradora de los políticos catalanes que creían tener enterradas sus fechorías, han visto resucitar sus papeles como resucitará la carne el día del Juicio final, el juicio que ya les rodea, además del juicio social que ya de antemano ha triturado sus veleidades independentistas. La trituradora catalana no ha servido para burlar la justicia sino para sentar a los prohombres del desacato en igualdad ante la ley.



      La trituradora de nuestros días modernos corta y mata como la guadaña de nuestros días de calendario. La trituradora machaca el papel de los hombres y la guadaña machaca a los hombres en su papel. La guadaña es también trituradora igualitaria  que a todos los mortales llega, antes o después. Los que predican la igualdad lo tienen difícil, porque no nacemos iguales, igual de dotados, igual de arropados, igual de abrazados. La herencia natural y social no es la misma al nacer, y no se puede ir contra la naturaleza, contra los talentos que la vida te quita o te da de partida. “Venir con un pan debajo del brazo” es alusión a la fortuna del bien nacido. Sin embargo, somos iguales al morir. Igual muere el pobre que el rico, pese a las suntuosidades superfluas del segundo. La guadaña es igual de agresiva con el tallo de la espiga granada que de la huera, de la alta que de la baja, de la verde que de la seca. Aquí no se queda nadie, ni papas ni emperadores ni sabios, ni los del PP ni los de PODEMOS,  de los que estoy seguro que también se morirán.



     Cuando la Guardia Civil ha tenido la paciencia de recomponer cachito a cachito los papeles que vinculaban a los políticos comisionistas con los empresarios que entraban en el chantaje, no sólo ha recobrado las pruebas trituradas, si no que ha roto la garantía de fabricación del artilugio laminador. El honor roto va en los papeles enteros y el honor entero va en los papeles rotos. Eso creían sus protagonistas: que su honor estaba a salvo mientras su aventura quedaba achatada. Pero la Guardia Civil ha recuperado con la paciencia de Penélope, el diminuto puzzle de la gran verdad rota, acuchillada para ocultar sus golferías y mantener impoluto su cuello blanco. Sobre el detritus de la trituradora se operó el milagro: la Guardia Civil ha repetido el dogma de la resurrección del papel y la vida del calabozo futuro, amén.



     La trituradora machaca los papeles ya muertos, inservibles. Esa es su función correcta, la de proteger la discreción de los datos personales. Pero, ay de las trituradoras que machacan a los vivos, a los papeles vivos del compromiso, o lo que es peor, a los seres vivos nonatos. Esa es su función aberrante.



     La trituradora de los papeles muertos es la del cementerio, su acción pudridora, la que hace desaparecer los cuerpos y descompone sus formas.



     Son muchas las clases de trituradoras de nuestros días corrientes: la trituradora del Ayuntamiento de Oviedo cuando quiere triturar los seres vivos de ‘Los premios Princesa de Asturias’, donde se galardona a personajes e instituciones modélicas, que resultan ejemplares para el ser humano; la trituradora de la enseñanza en aquellos proyectos de educación que trituran a las élites culturales en beneficio de la injusta igualdad, y así abaten a las lumbreras, a los guías, a los líderes y a los genios; la trituradora del jockey que mató a palos a su caballo y que ha  encontrado su justa cárcel; la trituradora de la guerra, la de Afganistán por ejemplo, donde al retirarse de allí los españoles, se ha hecho balance de cien trituraditos. La trituradora del fiscal de Venezuela que ha triturado moralmente al gobierno de su país al denunciar las presiones a que fue sometido en la farsa del juicio de Leopoldo López…



     Esta trituradora lenta del camposanto no chilla ni bufa, es silenciosa, apacible, perpetua, de flores calladas y de lengua universal.



José César Álvarez


Puerta de Madrid, 30.10.2015