lunes, 29 de febrero de 2016

Vivir 'en funciones'


                         
                        Vivir ‘en funciones’

     
      Cuando un gobierno está en funciones es que un país está en funciones. Quiere decir que los relojes del país mantienen su pulso, que sus ruedas engranadas siguen funcionando tal cual, bajo el dominio de los mismos relojeros, aunque los tales sean interinos, carezcan de titulación plena por tener su carné caducado, sin renovar. Es gratificante que los relojes del país mantengan su pulso, su tic-tac, pero cuando la interinidad de sus titulares se hace congénita, la provisionalidad se adueña de nuestro paisaje y repercute en la valoración que los de fuera hacen de nosotros, con su repercusión negativa en nuestra economía y en nuestra representatividad.  Yo creo que nosotros mismos, junto a nuestro entorno, nos sentimos ahora flotar más leves, sin la gravedad de los días graves de la lejana titularidad. Y hasta ese sol de invierno que se filtra ahora por cualquier ventana española y se posa sobre las flores recientes de San Valentín, dibuja un sol en funciones, unas flores en funciones y un invierno en funciones.



     Todo se desarrolla en el largo y tedioso juego de dominó que disputan cuatro jugadores. Uno es el relojero mayor del reino, que sigue siendo Mariano, y que tiene sentado enfrente a Albert, teniendo trabados a los jugadores evangélicos Pedro y Pablo.  Todos ustedes conocen ya la jugada del relojero mayor: le entró una ficha para cerrar el juego, y fue Mariano, miró a la mesa, echó cuentas y dijo: ‘Paso’. Vino después Pedro y él si puso ficha para cerrar el juego. “Yo cierro” dijo. Se han puesto a contar fichas para ver si gana o si pierde, y no acaban. Cuentan y recuentan de un lado y de otro, boca abajo y boca arriba, empezando por allí y por aquí, valiendo todo o no valiendo, de tal manera que aburren hasta a las ovejas en su conspicuo y premioso recuento. Esos, los que no saben contar, quieren ser relojeros del reino, quieren ser contadores oficiales de nuestro tiempo.



     El relojero mayor del reino, al menos, supo contar. Contó de un vistazo. Cerrar el juego para no ganar era faena inútil, tan inútil como la lluvia sobre el mar o las tetas en el hombre. Yo creo que Mariano acabará por levantarse de la mesa de juego, sobre la que no se termina de contar, y se presentará al gran tribunal que renueva su carné de relojero. Un relojero mayor tiene mucho que hacer: tiene que limpiar la maquinaria umbrosa, tiene que lubricar los mohos y tiene que renovar los ejes,  además de acompasar su hora a la de Europa. Y algo muy importante: tiene que renovar sus carillones.



     Queremos un relojero reformista y no revolucionario. Los relojeros revolucionarios son los que nos quieren cambiar el sistema sexagesimal de la esfera tradicional de nuestros relojes y desacompasarnos de la hora del mundo. Son los que se autodenominan vicepresidentes, que es una buena butaca desde la que empezar a medrar junto a los mecanismos del reloj titular del reino.

   
                          Dibujo de Ignacio Sánchez      

     Alcalá, históricamente, fue la capital de la titularidad interina del imperio naciente, cuando el Cardenal Cisneros fue regente de las Españas. Era Cisneros un rey ‘en funciones’ de un reino ‘en funciones’ en distintos momentos. Isabel la Católica le había dado lastre en sus iniciativas a su enérgico consejero. Y cuando murió su reina católica, quedó vigilante, desconfiando de los desequilibrios de Juana, la hija sucesora en el trono de Castilla, en el que Felipe el Hermoso, su esposo, fue declarado rey consorte. Cuando muere Felipe, el cardenal preside el Consejo de Regencia, procurando atraer a Castilla al rey Fernando de Aragón como regente. Fernando le pagó con el capelo cardenalicio y su actividad devolvió el prestigio regio por el ímpetu que imponía el arzobispo de Toledo y señor de Alcalá. Y cuando murió el rey Fernando, se había ganado a pulso la regencia. Se habló entonces de la titularidad del alcalaíno Fernando de Habsburgo, pero ninguna titularidad procedente de la villa interina pintaba entonces. Cuando Carlos de Gante, sin hablar castellano, anunció su entrada por el norte desde Flandes, la galga de estameña parda corrió a su encuentro para evitar una guerra civil. Pero el rey ‘en funciones’ dejó de funcionar en Roa, a medio camino, y España se desangró  en la refriega de Comunidades y germanías.  



     En aquella interinidad de Cisneros, los pulsos del reloj del imperio no se relajaron, se intensificaron. Tanto es así que los nobles se le vinieron al palacio de esta capital ‘en funciones’ cuando les exigía recursos para llevar adelante su magna empresa, la de ultramar, poniéndole en cuestión ‘sus poderes’ para exigir tales obligaciones a una nobleza intocable. Dice la historia que, entonces, fue el cardenal, abrió el balcón de la estancia de recepción, que daba al patio de Armas, y señalando los cañones apostados a la entrada, les dijo: “Estos son mis poderes”. Era su carácter indomeñable, su férrea interinidad, sus ‘funciones’ poderosas.     



    Hoy es Mariano quien preside la interinidad de nuestros días ‘en funciones’, más calmos que aquellos que cumplen ahora 500 años redondos de un rey en funciones en esta capital en funciones.

                                                                                        José César Álvarez

                                                                            Puerta de Madrid, 27.2.2016

lunes, 22 de febrero de 2016

La olvidada madre de un genio



Doña Leonor de Cortinas en su casa de Alcalá. Dibujo de Ignacio sánchez

La olvidada madre de un genio
     
  Alguien asegura que detrás de un gran hombre hay siempre una gran mujer. La madre de este genio era de Arganda del Rey, a 24 kilómetros de Alcalá. Fue la madre de Cervantes. Sabía leer y escribir, lo que  no era normal entonces. Ello pone en evidencia su alto nivel social. Dicen que pertenecía a una de las familias más acomodadas del señorío prelaticio de las veinticinco villas, con casa en el núcleo representativo de Alcalá, la ignota casa de marras de los Cortinas, a donde con seguridad se fue con su prole, después de que en 1551, su cuñada María decidiera vender la casa donde la familia había vivido junta y allí donde nacieron sus hijos.
    
                         Firma de Doña leonor de Cortinas

     Los Cortinas y los Cervantes debieron conocerse en la rivalidad y ostentación de sus poderosos caballos, disputando cañas y jugando a la sortija. El matrimonio vino del roce de la hacienda asentada y señorial de los Cortinas con el fulgurante esplendor de los Cervantes, hidalgos de desigual suerte, cuando funden aquí los seiscientos mil maravedís ganados a los Mendoza en el pleito por la dote pendiente de María. Ella fue mujer de abolengo sin que necesitara la ‘hijodalguía’ de su marido.
     No le importó después a Leonor descender con Rodrigo la abrupta cuesta de valle de la profesión de sangrador y no le importó casarse con un sordo. Su casorio hubo de ser en 1543, ya pasados los años de la vida de fastos del 32 al 38, año éste en el que el licenciado Juan dio portazo definitivo a Alcalá y a su mujer, la otra Leonor, la abuela “rostrituerta” del genio.  Sólo Andrés, el hermano de su marido Rodrigo, debió venir a la boda desde Cabra. El primer hijo, muerto en la cuna, lleva su nombre, y lo repiten en Andrea. Al igual que su hermano rememorado, Andrés, que fue alcalde de Cabra, había llamado Rodrigo a su hijo. Al figurar Leonor con el apellido de su madre Elvira de Cortinas nos impidió conocer al abuelo de CERVANTES. Esa familia de Arganda no debió aprobar la entrada de Leonor en una familia tan murmurada, a lo cual había dado lenguas su cuñada María y su abuelo picapleitos en la próxima Guadalajara. No hay rastro argandeño en las partidas de bautismo, pese a la proximidad.
     Tras la retahíla de sus cuatro retoños gimientes, soportó la cárcel de su marido en Valladolid o sus largas ausencias en Andalucía. Hubo de gustarle aquel apoyo solidario de un puñado de alcalaínos que fue a Valladolid a testificar a favor de su marido para sacarle de la cárcel, porque fue un hidalgo que vivió aquí como hidalgo. Doña Leonor, que en 1579, juntamente con su hija Andrea son vecinas de Alcalá, estantes en esta corte para ayuda del rescate de Myguel…captivo en Argel en poder del alimami capitán de bajeles, se hizo pasar por ‘viuda’ en sus pedimentos para mejor merecer. Aquí recibió con entereza las aciagas noticias de la mancada de Miguel en Lepanto y de la muerte de Rodrigo en el campo de batalla de Flandes. Supo adaptarse a sus tres hijas tan distintas: Luisa, la mística carmelita; Andrea, la atrevida; y Magdalena, la mojigata. Por el torno del convento de la calle de la Imagen bisbiseó a su hija tornera secretos de familia y nuevas de Argel, cuyas confidencias y anhelos subieron al coro y ocuparon por tiempo los rezos de la comunidad carmelita. Su casa alcalaína –siempre limpia y abierta–, clausuró el cautiverio de Rodrigo y de Miguel. Allí, junto al calor de madre, se regostaron sus hijos cuando quisieron. Mantuvo su despensa de salazones y chacinas para cualquier imprevisto y atinajó el vino de la Tercia para los amigos de su hijo poeta.
     Su marido, sordo y fiel, depositó en ella, toda su confianza, como declara poco antes de morir: Digo y declaro que al tiempo e cuando yo casé y velé con doña Leonor de Cortinas mi muger, la susodicha trufo a mi poder ciertos bienes dotales suyos, que no me acuerdo qué cantidad ni los que fueron: la declaración desto dexo en que la dicha doña Leonor de Cortinas, mi muger, lo diga e declare, lo qual sea válido, porque no dirá en esto más de la verdad, lo qual quiero y es mi voluntad que se le dé e pague de mis bienes sin que se le ponga impedimiento alguno. (Testamento de Rodrigo de Cervantes, Madrid, 8 de Junio de 1585, Documentos cervantinos, Pérez Pastor, I, pág. 84)
     El calor de la casa alcalaína debió durarle a Miguel casi tanto como su madre, quien fallece en Madrid el 19 de octubre de 1593, cuando él andaba metido en la lejanía onubense de sus requisas de trigo y en una ausencia irreversible y dolorosa. Murió Leonor de repente en la calle de Leganitos, cuando apenas hacía tres meses había tomado en alta renta una casa de dos plantas para vivir con su desgraciada hija Magdalena de Sotomayor, la única de sus hijas que nunca figuró como ‘Cervantes’, no por capricho como dicen algunos caprichosos, sino por una razón: era hija adoptada. Murió Leonor en Madrid, fuera del lugar de sus entrañas, las que supieron dar un genio a aquel lugar que no supo darle una calle. Ni parque, ni colegio alguno. Es la amnesia doliente de Alcalá de Henares para con Leonor de Cortinas.

José César Álvarez           www.josecesaralvarez.com

Puerta de Madrid, 20.2.2016

lunes, 15 de febrero de 2016

Galdós y Pereda



Galdós y Pereda: idilio y abismo político

    
      Siempre me ha parecido que el escritor José María de Pereda, el novelista cántabro de Sotileza, Escenas Montañesas, Peñas arriba… posee en Alcalá una Avenida excesiva. Huye aquí de su ámbito el costumbrista montañés, apegado en exclusiva a su tierruca, donde copia caracteres, paisajes, la jerga marina y coloquial. Nada contra mi admirado escritor, cautivo ferviente de su tierra privilegiada. Nada, salvo esta generosa desubicación de su nombre urbano. Nada contra Pereda, salvo que hay nombres alcalaínos gloriosamente olvidados. Un ejemplo: doña Leonor de Cortinas, madre de un genio, Miguel de Cervantes, la inquieta vecina de su trama urbana y familiar, con su casa, su nombre y sabiduría sumidas en las sombras de la amnesia local, pese a todos los centenarios cervantinos alumbrados y por alumbrar y pese a todos los feminismos más furibundos desplegados y por desplegar.



    
                          Benito Pérez Galdós
      Pero hoy vamos de Pereda, a quien me gustaría ver, sin embargo, hecho busto y letra en el puerto de Suances, mi segunda casa, donde pintó a las sardineras voceantes y su capazo a la cabeza. Aquel es su vivo marco. No viene hoy aquí Pereda por sus méritos literarios, que también, ni por su Avenida excesiva o no, sino por el trato que Galdós, el fecundo y primado escritor del XIX le brinda al escritor cántabro en el Prólogo del ‘El sabor de la tierruca’ (1882), texto que debiera revisar la crítica literaria. En ese primoroso prólogo, don Benito Pérez Galdós, políticamente enfrentado al ideal del también diputado santanderino, le cubre de elogios. Galdós, que osciló entre liberal de izquierdas, republicano socialista y hasta anarquista, escribe, sin embargo, a favor del ultraderechista montañés. Sabe don Benito reducir las diferencias ideológicas magistralmente, ponerlas en su sitio. Puede ser hoy este prólogo un apunte sabio para las urgencias actuales del entendimiento entre la izquierda y la derecha, atascadas, la del “no, no y no’, la del insulto y la descalificación reiterante sin mirarse a sí mismos. Pero es que entre la ideología de los políticos Galdós y Pereda hay un abismo, lo que ahora no ocurre en absoluto.          



     Sin embargo, Galdós se muestra magnánimo desde el principio: “Desde hace mucho tiempo tenía yo propósito de ofrecer a aquel maestro del arte de la novela un testimonio público de admiración, en el cual se vieran confundidos cariño de amigo y fervor de prosélito. Cada nueva manifestación del fecundo ingenio montañés me declaraba la oportunidad y la urgencia de cumplir el compromiso conmigo mismo contraído…”   



     Y Galdós va a por el irreductible lector: “Veo que te haces cruces –¡qué simpleza!–, pasmado de que al buen montañés le haya caído tal panegirista, existiendo entre el santo y el predicador tan grande disconformidad de ideas en cierto orden. Pero me apresuro a manifestarte que así tiene esto más lances, que es mucho más sabroso, y si se quiere más autorizado. Véase por donde lo que se desata en la tierra de las creencias es atado en los cielos puros del arte.  Esto no lo creerán muchos que arden –constridor dentum– en el infierno de la tontería, de donde no los sacará nadie.  Tal vez lo lleven a mal muchos condenados de uno y otro bando. Los unos encaperuzados a la usanza monástica, otros a la moda filosófica. Yo digo que ruja la necedad y que en este piadoso escrito no se trata de hacer metafísica entre la gran disputa de Jesucristo y Barrabás. Quédese esto en lo más hondo del tintero y a quien Dios se la dio Cervantes se la bendiga...”



    
                       José María de Pereda

      “En la puerta de una fonda vi por primera vez al que de tal modo cautivaba mi espíritu en el orden de gustos literarios, y desde entonces nuestra amistad ha ido endureciéndose con los años y acrisolándose, cosa extraña, con las disputas. Antes de conocerle había oído decir que Pereda era ardiente partidario del absolutismo y no lo quería creer. Por más que me habían asegurado haberle visto en Madrid, nada menos que figurando como diputado en la minoría carlista, semejante idea se me hacía absurda, imposible, no me cabía en la cabeza, como suele decirse. Tratándole después me cercioré de la funesta verdad. Él mismo, echando pestes contra lo que me era simpático, lo confirmó plenamente. Pero su firmeza, su tesón puro y desinteresado y la noble sinceridad con que me declaraba y defendía sus ideas me causaban tal asombro, y de tal modo informaron y completaron a mis ojos el carácter de Pereda, que hoy me costaría trabajo imaginarle de otro modo. Y aún creo que se desfiguraría su personalidad vigorosa si perdiera la acentuada consecuencia y aquel tono admirablemente sombrío...”



     “Otra cosa: Pereda no viene nunca a Madrid. Para conocerle es preciso ir a Santander o a su casa de Polanco, donde vive lo más del año, entre dichas domésticas y comodidades materiales que le añaden, como literato, una nueva originalidad a las que ya tieneY el buen castellano de Polanco, sectario del absolutismo y muy deseoso de que resucite Felipe II para que vuelva a hacer sus gracias en el gobierno de estos reinos, es el hombre más pacífico del orbe, de costumbres en extremo sencillas, de trato amenísimo, llano y familiar, que podría derechamente llamarse democrático… Imagino que al autócrata se le ocurre una cosa muy natural y es elegir para primer gobernante al hombre de más ingenio de su partido. Tenemos a Pereda de ministro universal, pues ya podemos hacer lo que se nos antoje, porque es seguro que no nos ha de chamuscar ni el pelo de la ropa y viviremos en la más dulce de las anarquías.”   

    

    Galdós en el reducionismo del aparente extremismo de la derecha. No pueden entenderse entre sí, ni hoy ni ayer, los miembros de toda derecha e izquierda, condenados al infierno de la tontería, de donde no los sacará nadie.  



José César Álvarez

Puerta de Madrid, 13.2.2016

domingo, 7 de febrero de 2016

Teresa de Ávila y Luisa de Cervantes



Teresa de Ávila y Luisa de Cervantes

     El pasado fin de semana vino Teresa de Ávila al Corral de Comedias sobre la voz íntima de Julia Gutiérrez Caba y las viejas palabras encontraron su sitio. Vino el sábado y el domingo últimos doña Julia Gutiérrez Caba al teatro de Alcalá para prestar su voz queda y entonada a Santa Teresa, y se disiparon los balbuceos ininteligibles de los nuevos titiriteros. Vino Teresa de Ávila a Alcalá de Henares el otro día y me pareció que ya había venido.



     Allí, tras del Colegio de Mínimos, hoy facultad de Económicas, tras la plaza de la Victoria,  estuvieron las “casas de la Concepción” donde se albergó la Reforma carmelita de Santa Teresa, las que donó doña Leonor de Mascareñas, aya real y amiga de la santa, a María de Jesús, priora fundadora del convento de la Purísima Concepción, allí instalado en sus orígenes en 1562, donde tres años después, una vecina del lugar y próxima, ingresaría en el convento. Era Luisa de Cervantes, que fue Sor Belén y  llegó a priora en tres ocasiones. En 1576 se trasladarían al lugar actual de la calle de la Imagen, en la acera de enfrente de la casa de su tía María, donde de niña había vivido junta la familia.



     ¿Dónde vivía Luisa entonces? Existe una tradición, recogida por Anselmo Raymundo, ya escrita, que nos dice que la casa de los Cervantes estaba en la esquina occidental de la que hoy es plaza de los Santos Niños. No hay documento fehaciente, nada. Sólo un barrunto, un lejano ‘haber oído’. Pero es nuestro único asidero. Si así hubiera sido, Luisa hubiera estado a dos pasos de su convento elegido. Desde su casa tomaría la calle de los Carros, que fue de los Coches, y se presentaría rauda en el torno o ante el retablo de la Purísima. Podría haber sido por tanto un contagio por proximidad. La hipótesis suena.



     Esta sería la casa indocumentada que tenemos pendiente de identificar, la casa de la madre Leonor de Cortinas, hija única de una hacendada familia argandeña, casa de la que nos dice Astrana Marín que los Cortinas de Arganda, poseían en el corazón representativo del señorío. Es la casa pendiente de la “vecindad” de Cervantes que en Argel es “vezino” de Alcalá de Henares, como lo son la madre y hermanas, “estantes en esta corte” cuando acuden a la capital cerca de las Órdenes redentoras de la Merced y de la Trinidad para ayudar al rescate de Miguel y Rodrigo. Como consta que fue ‘vecina’ la propia Luisa en el acta de ingreso en la Orden Carmelita. 

    

     Presento aquí una ilustración cervantina, donde mi primo Ignacio Sánchez recrea la hipótesis de la casa familiar en el lugar indicado. Miguel departe con sus amigos poetas Laínez y Figueroa. Ignacio ha abierto una ventana que da a la calle San Juan y ha aproximado deliberadamente el fondo del Palacio Arzobispal. Si hubiera otra ventana frente a ellos, verían la Iglesia Magistral, pero sin torre, la cual tardaría casi un siglo en levantarse.



     Santa Teresa estuvo unos meses en ese convento cercano, serenando los impulsos de rigor de la priora andaluza, analfabeta y santa, la beata María de Jesús Yepes. Y, al menos otra vez, durante la estancia de 1576, se alojó en el nuevo convento de la Imagen, el que fue gran palacio del marqués de Lanzarote y que perdió al juego un tal Arenillas, cuya dama beneficiada lo vende a las monjas. Es el palacio convento que lleva por dentro y por fuera el ingenio renacentista de Covarrubias, venido a trabajar al Palacio Arzobispal.

    

     Pero la huella carmelita se proyecta en la ciudad sobre el firme de dos nombres de calles conventuales que llevan prendido su paso: la del Carmen Calzado, antes de la reforma, en cuyo edificio rehabilitado se aloja la Facultad de Arquitectura, y la del Carmen Descalzo, convento carmelita de frailes del que fue su primer rector San Juan de la Cruz, donde la lírica nunca voló más alta. Frente al solar que dejó el tiempo se yergue sin embargo, más antigua y remozada, la iglesia carmelita de San Cirilo en La Galera. Las monjas carmelitas de Afuera guardan entre su tesoro, un báculo de la santa y catorce cartas autógrafas, y el convento de la Imagen guarda recuerdos personales y su inefable celda de la unión mística. Y guardamos, claro, el denso aroma de la ascética que nos dejó la exposición teresiana de las Bernardas ‘Con los ojos del alma’ con ocasión del V Centenario de su nacimiento, apenas clausurado. 



     Teresa de Jesús y Belén de Cervantes, abulense y complutense, en la doble convivencia ocasional de los dos conventos sucesivos, unidas en idéntica Regla. ¡Qué duros estos destierros, esta cárcel, estos hierros en que el alma está metida!



     Belén de Cervantes, tras el año teresiano que se va, se erige en bisagra del año cervantino que se viene. Vino Santa Teresa a Alcalá el otro día y me pareció que ya había venido.     

  



     José César Álvarez


Puerta de Madrid, 6.2.2016

lunes, 1 de febrero de 2016

Amparo



Amparo

     Dio para atrás un camión en el viejo muelle de la vieja ciudad y atropelló a una buena mujer. Dio para atrás un camión en la calle estrecha del Mercado Municipal y ocasionó una conmoción ciudadana. Era Amparo la buena mujer atropellada. Era una mujer que andaba la calle de su fe, esperanza y caridad. Una mujer de testimonio cristiano, entregada al prójimo. Y yo no sé si esto se puede decir libremente, sin acusar su efecto negativo, sin que a alguno le atufe la cera en mis primeros renglones. Fue pilar fundamental en la puesta en marcha de ‘la casa de acogida’ y murió en acto de servicio, haciendo recados a los enfermos.



    
Pero nuestra heroína de la calle carecía de las refulgencias de nuestros días. Ningún destello oriental ni dato exótico. Tampoco había realizado travesía alguna en cayuco alguno, ni era fugitiva de nada ni refugiada de nadie. Era sólo refugio de pobres y amparo de nombre y de ejercicio. Era, pues, un empeño mesetario, un apego tradicional, y una simple prolongación del oficio de beata. Nada del otro mundo. Así podría ser clasificada Amparo por los clasificadores baratos y funcionales de nuestra sociología de mercado y por los habitantes de su exclusivo mundo.  



     Y, sin embargo, Amparo regaba las aceras secas de su calle, humedecía sus aristas esquinadas, y detenía al hormiguero de va y viene, siempre acumulador y febril —¿sabes quién soy? Me llamo como tu mujer y fui catequista de tu hijo—. En efecto, era Amparo, como lo fue mi mujer, como se llama la profesora del ‘Miguel de Cervantes’, como se llama la hermana de Juan, como se llama la dependienta del supermercado, como se llama la concejala del PP, como se llamaba la madre del obispo…  Viene a ser esta, una pincelada de concurrencias horizontales, colorista. Y es que el amor al prójimo debe ser, primero, horizontal, como lo fue tu sonrisa, como lo fue tu calle andariega. Y, precisamente, tu calle andariega, dulcemente transitada, te traicionó. Porque fue tu calle traidora la que te dio muerte, cuando cumplías el atajo estrecho de tu calle y pisabas las piedras de morro, hoscas, las piedras cruentas de tu sacrificio.



     Diste la vida por tu calle y tendrás un cielo empedrado, Amparo.

   

José César Álvarez

Puerta de Madrid, 30.1.2016