lunes, 11 de junio de 2012

Votación en familia

     Érase una vez una familia de tres: padre, madre e hijo. El padre votaba al PP, la madre al PSOE y el hijo a IU. La convivencia familiar no tenía desperdicio, y, a veces, alcanzaba cotas tormentosas, pese a ser familia reducida. Nunca habían ido a votar en familia. En esta ocasión lo hacían porque el hijo tenía intereses.

     –Lo siento, pero esta vez no os escapáis –les decía Luisito a sus padres–, tenéis que votar mi candidatura, porque voy yo en la lista. Mis padres no pueden contradecir mis ilusiones, faltaría más.

     Sus padres le miraban con una sonrisa beatífica, enternecidos ante aquel hijo tan idealista que se abría paso en la política. Pero, la verdad, ni afirmaban ni desmentían las pretensiones del hijo. E incluso llegaron a afirmarlo sin mucha convicción, lo cual venía preocupando a Luisito, que se deshacía locuazmente.

     A media mañana estaban los tres juntos en la fila de su colegio electoral. Los padres guardaban al menos las formas ante su hijo, ningún voto municipal en sus manos, en tanto Luisito exhibía los tres sobres blancos en una mano, retrasando su entrega. Luis padre mostró su ansiedad.

     –Venga ya –le dijo cogiéndole uno de los sobres, y,  poco después se ausentaba precipitadamente – Guardadme el sitio, voy al baño.

     –¡Papá! –gritó el político en ciernes.

     –Es un segundo –dijo en la retirada.
    
     Luisito se puso mohíno, amorugado.  Luisa, la madre, leía en el corazón de sus dos hombres sin decir palabra   

      –Mamá, guárdame mis gafas en tu bolso –le dijo Luisito.

     El retorno de Luis a la fila y a la familia demostró que su micción fue escasa. Votaron. Los padres esperaron al hijo en la puerta del Colegio, según les dijo.

     –Papá ¿me puedes decir donde están los aseos? interpelaba el candidato.

     –Por allí –contestó vagamente.

     –Pues resulta que sólo hay aseos para los integrantes de las mesas ¿te enteras? Tú me has dado el cambiazo, no has tenido valor para decírmelo y me has engañado.  No me esperéis a comer, que yo no como con fachas.

     –Un respeto, por favor –mediaba la madre–. Te estás pasando con tu padre. Aunque sea como tú dices, que no lo creo, tu padre ya sabes como es, no da su brazo a torcer fácilmente, ¿de qué te sorprendes?

     –Mira, mamá –le decía a la madre para que lo oyera el padre, allí callado, sin querer bajar al ruedo– lo que más me fastidia de papá es que si yo hubiera ido en la lista en un puesto de salida, él se hubiera partido el cobre para ser el padre de un concejal de no importa qué siglas, y, así, ponerse estupendo. Te lo digo yo.

     –Ahí te equivocas, Luisito –le decía la madre sobre las risas indisimuladas del padre.

     Por la tarde, cuando los padres se apoltronaban ya ante la tele para ver los resultados, vino Luisito a casa y pidió a su mamá las gafas olvidadas en su bolso, lo que pronunció con la dulzura de quien agradece su fidelidad matinal. Metió la madre la mano en el bolso, sacó las gafas y enredadas entre las patillas, salió un sobre electoral que cayó al suelo. Pugnaron por él denodadamente madre e hijo. Ganó el hijo en la porfía. La madre, vencida , volvió a su lugar del sofá y, con la cabeza entre las manos, esperó paciente la tremolina. El furibundo político, vencedor de los suelos de su casa, la de sus padres, reconoció su candidatura, el voto que había confiado a su madre, ahora engurruñado y roto.

     El candidato, que se iba curtiendo en el fragor de los acontecimientos, no pronunció palabra. Un portazo fue toda su respuesta. Luisito, hijo, de Luis y de Luisa, se dirigió con sus gafas a colaborar en el recuento de los votos, esperando encontrar otras fidelidades, más allá de las de sus infieles padres.
                                                                                              
     José César Álvarez
                                                                                  Puerta de Madrid, 21.5.2011
                                                                                 

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