domingo, 24 de noviembre de 2013

El tormentoso diálogo de Azaña y Cisneros





Manuel Azaña





Cardenal Cisneros


     Alcalá tiene duende. Los alcalaínos que lo son  saben que sus estatuas encantadas hacen tertulia en las noches frías, cuando el personal deserta de sus calles y plazas. En este noviembre de boca de lobo en el que murió el Cardenal Cisneros y en el que han reabierto el corazón de su Capilla, para dejar de serlo, su nombre ha revenido con fuerza. Desde un lugar secreto hemos logrado captar este borrascoso diálogo:

     —A usted se le conoce mal históricamente –dijo Manuel Azaña dirigiéndose al Cardenal Cisneros—, pero recuerdo de usted dos breves descripciones de personas que le conocieron.  De usted dijo Pedro Mártir de Anglería en sus ‘Epístolas’ que era “de facie obducta”, que debe ser algo así como un facha en acción, o mejor, tó p’alante como las mulas de Torrelaguna. Y Diego Hurtado de Mendoza, que fue miembro del Consejo de Regencia  que usted presidió, dijo de usted que era “armígero y aun desasosegado”, es decir, ‘un guerrero y un nervioso’. Y ahora lo estoy comprobando.
    
     —Usted no sabe latín —le contestó paciente Cisneros—, y quiere convertir en insulto los elogios. Esas palabras quieren decir de mí que fui ‘un tipo hacia delante’, un ‘lanzado’, primero, lo cual tiene que ver con cierto gesto físico mío, como volcado hacia delante. Y lo segundo quiere decir que fui un ‘luchador y un impaciente”. Otros me llamaron “galga”. Usted ahora me llama ‘mula’. Pero lo que respecta a mi persona, no me afecta, ni discuto. No entro en cuestiones de honor. Dichas alusiones hacen mención a mi condición de andariego que deja huella en el cuerpo. Yo fui hombre de zancada larga y rápida. Yo conocí Castilla y Aragón a zancada limpia. En Torrelaguna, de niño, aprendí a moverme por las Calerizas, las laderas cercanas de monte de encina y chaparro. De allí fui a Salamanca a pie en muchas ocasiones. Y a mis veinte años marché a Roma a pie, asaltado en los caminos con peligro de la vida. Es muy distinta la perspectiva de España, de ganarla a pie o de mirarla desde los reflejos de las lunas de su ‘Mercedes’ oficial. Claro que hay diferencia entre mi España y la suya.
   
      —Pero, ¿de qué me puede acusar usted? —le interpelaba el orador republicano con voz gruesa—. Usted ejerció el poder desde su fundamentalismo catolicista y hasta presidió el Tribunal de la Inquisición. Unió el poder civil y religioso. Usted no tiene nada que ver conmigo, pertenece al período auriñacense. ¡Cuántas campañas llevadas a cabo en el nombre de Dios! Usted no ha conocido la democracia ni por el forro.
   
      —Eso de la democracia está muy bien. Se ha podido hacer ahora que hay formación e información. Ello no supuso ningún demérito. Mis tiempos son los que son y los que tuvieron que ser. Peor es no haber conocido el carácter con el que todo hombre de Estado debe ejercer su función de gobierno. A usted que tanto le gustó bucear en el carácter nacional, que si los túrdulos, ilergetes o arévacos, que “si nadie nos hubiera empujado con dulce violencia seguiríamos cantando y bailando sobre un cerro en las noches de plenilunio”, usted, sin embargo, no ha tenido carácter de gobernante, no ha sabido empujar y menos dulcemente. Usted sólo demostró carácter en su fiera aversión al clero y al ejército. Y eso no fue carácter, fue odio. Tener carácter no es ser malencarado ni tirano. Tener carácter es firmeza, vigor y rigor, disposición, autoridad. Y sin autoridad se puede desmoronar un sistema, usted lo sabe. La democracia ha diluído la autoridad de padres, maestros, policías, gobernantes.
   
      —Si a usted le dejáramos —le replicó Azaña— nos montaría hoy un Auto de fe como el de Bib-Rambla, que es el nombre de una plaza de Granada, donde usted mandó quemar la librería de La Madraza, la universidad islámica de Granada, más de cuatro mil volúmenes entre libros coránicos, opúsculos y manuscritos. Usted ultrajó así la cultura del pueblo árabe. Sin embargo, los libros de Medicina se los apropió y los transportó a su Universidad, la que aquí fundó.
   
      —No juzgue lo que ignora en su contexto. No hable sólo de un lado. Cuando conquistamos Granada, no se fue Boabdil llorando fuera de España, como la gente cree, sino que se fue a La Alpujarra, allí cerquita, bajo unas condiciones que pronto fueron burladas. Usted resulta como mínimo ambiguo: ataca nuestra religión y defiende la vecina. Es muy corriente. Nuestros principios y fines eran claros. De aquella librería abandonada durante años, hice una selección que trasladé con mimo hasta aquí, hasta mi Universidad, donde habría de valerme para la obra de mi Biblia Políglota Complutense. En todo caso los libros islámicos, que no árabes, que se quemaron, es cantidad mínima comparada con la acción devastadora de su incendiaria República. Usted quemó la cultura española. Pero es que hay una diferencia fundamental entre lo suyo y lo mío. Mientras nosotros luchábamos por la unidad de España que inexorablemente pasaba por la unidad religiosa, ustedes estaban en el odio irracional contra la Iglesia Católica, que pasaba por quemar la propia España.
  
     —Usted sabe que eso repugna a mi sensibilidad. Yo no quemé nada y, sin embargo, no abdico de las responsabilidades de mi cargo. He pedido a gritos Paz, Piedad, Perdón —dijo Azaña—. Pero su palabra es incendiaria . Cuando le visitaron los nobles en el palacio Arzobispal de Alcalá, molestos contra usted porque lesionaba sus intereses. Le vinieron a decir que quién era usted, que si sabía que era un advenedizo, un regente. Entonces, usted abrió el balcón de la estancia, que daba al patio de Armas, y con su dedo inquisitorial les señaló los cañones diciendo: “Estos son mis poderes”. Y ¿ese es el carácter que quiere legarnos a los gobernantes que le sucedimos? ¿Dónde su capacidad diplomática, sus dotes de persuasión, su tolerancia como servidor de un Dios misericordioso? Le diré una cosa, señor fraile: de sus tiempos a los míos hay una progresión de la cultura. Y la cultura habría fracasado en su recorrido si no hubiera conseguido la dulcificación del carácter. Muy atrás quedaron los corsarios y los cruzados. Entre usted y yo sí existe un enorme salto, hay un abismo cultural. Esa es la diferencia. Por eso nos morimos, porque la cultura que viene nos ahoga. Usted no puede lamentarse de ‘su’ Capilla, donde le han desahuciado los rezos y le han inundado su espacio franciscano de oros restallantes. Esa es la cultura de hoy y usted lleva muerto quinientos años.
    
     —Usted pretende confundirme, señor Notario —dijo el fraile sin rebullir—, y doy fe de su sofisma. El carácter va en la naturaleza, se tiene o no se tiene, pero no se reduce. Se dulcifican culturalmente las maneras, pero no el carácter, que está en relacción con las convicciones. Nosotros hablamos claro en nuestro tiempo. No había lugar a los equívocos ni tibiezas. Sepa usted que mis tiempos están en la base de su cultura. La cultura no ahoga, se cimenta, va en las raíces. La cultura es cultivo. Estábamos vertebrando España y lo sabíamos. Se puede vertebrar España con carácter y se la puede desvertebrar sin él. Esa es la diferencia. Y. sin embargo, usé de la diplomacia, por supuesto, en cuantiosos asuntos de Estado. Hube de pisar de puntillas para que no se rompiera la frágil España que nacía. Pero el carácter era indomeñable, era cuestión de tacto. Me extralimitaba en mis funciones de gobierno, tanto era lo que quedaba por hacer, pero hasta el justo límite donde mi Reina Católica no se ofendiera ni recelara. Ella me entendía, ella me dio lastre. Cuando mi Reina Católica se rompió, se pudo romper España. Hube de recibir con calor a Felipe, desde Flandes, e igual calor enviarle a Fernando, en Aragón o en Italia. Los dos me necesitaban, a los dos necesitaba. Se rompió Felipe y se pudo romper España. Y ahora ¿quién le sucede, quién se pone al frente de Castilla? ¿Juana, desequilibrada, o Fernando, su padre?  Cualquiera de las soluciones hubiera traído grandes males, por los partidarios de un lado y otro. Cuando se rompió Felipe me puse yo. Y cuando se rompió Fernando el Católico se pudo romper otra vez España. Hablaban de Fernando, su nieto alcalaíno, como rey de Aragón. Me puse yo. Y cuando por el norte de España, de entre las olas cántabras, se asomaba Carlos como heredero, al fin, de España, me puse en viaje para recibirle con mi calor octogenario. Pero yo me rompí en Roa, y España se rompió en una guerra civil que mi diplomacia ya no pudo evitar.
        
                                                                  José César Álvarez
                                                                  www.josecesaralvarez.com
                                                               Puerta de Madrid, 30.11.2013

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