lunes, 2 de diciembre de 2013





ARPA, el arpegio ascendente

           ARPA es, como saben, la Asociación para la Recuperación del Palacio Arzobispal, no es, pues, una asociación de abstractos vaporosos o de intenciones difusas. No; es algo concreto de palabras que dicen sin escapatoria, como es montar piedras y artesonados, esculpir y tallar, descubrir planos y cubrirlos. Es una acción hercúlea que unos alcalaínos han decidido arrostrar ante la admiración indisimulada y espontánea de todo aquel que se siente alcalaíno.

     Se trata de recuperar el primer monumento artístico e histórico de una ciudad que es Patrimonio de la Humanidad. Esta sabrosa manzana es de mayor calibre que la manzana universitaria de los Condueños, colocada en el frontispicio de las gestas locales, en la épica gloriosa de los grandes logros de la ciudad. Pero ahora, esta manzana que se nos presenta, la del Palacio, es, sin embargo, más difícil de alcanzar y de hincarle el diente. Esta manzana tiene ya dueños y condueños, pero está huera. Y la tersura que cubrirá su vacío es única.

     Esa tersura especial, su grandeza perdida le vino de Toledo. Ocho siglos en el ámbito prelaticio de Toledo deja la huella histórica y patrimonial que sólo el fuego pudo borrar. Se trata de recuperar la condensación espiritual y artística que nos dejaron, piedra a piedra, arzobispo a Arzobispo, siglo a siglo, los Señores de Alcalá que al mismo tiempo eran Arzobispos de Toledo. Estamos hablando del Palacio Alcalaíno joya del Renacimiento,  la Alambra Católica, la filigrana de estucos y yeserías, la cantería inaudita de la escalera  de Covarrubias, el bosque columnado de 78 fustes con balaustrada gótica del patio de Fonseca, el Salón de Concilios, las Cortes del Ordenamiento de Alcalá, el paradero de Reyes y paridera de Reinas, la Sala de Audiencia Real, el alumbramiento colombino de Isabel, el capricho de los cardenales Fonseca y Tavera, de los maestros artífices Segredo, Machuca, Covarrubias, Diego de Siloé…


Escalera de Covarrubias


     Todo este enorme fardo que pesaba en el olvido de los baúles de la nostalgia alcalaína, ha sido sacudido. Ya no hay rostros compungidos del recuerdo y la añoranza. Los alcalaínos de ARPA han marcado la direcciòn a seguir. Han saltado al plano real y han paseado virtualmente por su propio palacio. Es una manera realista de tomar posesión. Todo lo que de ahora en adelante suceda, ha de suceder en el plano real elegido. Ya vendrán después los proyectos y presupuestos, el asalto a los fondos y, sobre todo, a la normativa puritana de recuperación del Patrimonio, por la que los criterios de recuperación de Varsovia, Leipzig o Dubrovnik, pongo por caso, no llegan a ser acogidos en nuestro suelo con igual trato, aunque con clamorosas excepciones como la Aljafería de Zaragoza. En el severo tribunal de nuestro Patrimonio se silban las falsías y se imponen en exclusiva los criterios de estricta autenticidad sobre otros méritos históricos o estéticos.

      Es ARPA un arpegio ascendente de sonidos claros, nítidos, una movida de manos ágiles, limpias y virtuosas, que no pretenden engañar a nadie. Es ARPA un acrónimo de canterías concretas y esplendentes, es un arpegio que no lleva bemoles de melancolías pretéritas, sino esperanzas de glorias perdidas.



 Puerta del claustro
 

 Un recuerdo vivo del Palacio Arzobispal es la descripción que en ‘Recuerdos Complutenses (introducción, transcripción y notas de Julián Martín Abad, BROCAR abc) nos testimonia su autor Luis María de Barcia, que habitó el Palacio (entonces Archivo General Central) como archivero en distintos períodos de los años sesenta y setenta del siglo XIX:

     Los Arzobispos de Toledo de la buena época (dando por buena la en que tenían dinero y poder largo), se labraron en Alcalá un magnífico palaciote, artístico y pintoresco como el que más. En un extremo de la población, aislado, con extenso campo cercado de murallas flanqueadas de torreones, tiene sus sombras y lejos de Vaticano. Hay en él hileras de salones con suntuosos artesonados; gran patio claustrado, joya del estilo plateresco; escalera que más que de blanco mármol se tendría de repujada platería; galería abierta a lo largo de resguardados jardines, ornadas con templetes sobre fuentes, cuyo apacible murmullo es lo único que rompe el silencio; torrecillas angulares, escaleras reservadas, misteriosos corredores, terrazas, alicatados, grutescos… Cuanto requiere, en fin, el más rebuscado palacio de leyenda.

     Mas pasaron los Tenorios y Taveras, y sus sucesores vinieron a tan menos que no ya para levantar tan regios alcázares, sino que aun para retejarlos estaban. El de Alcalá caminaba a su ruina, y a ella habría llegado a estas fechas, si el célebre Padre Cirilo no se hubiera avenido a cederlo al Gobierno para establecer en él un Archivo General. Cediólo el buen Arzobispo como pudo, reservando por supuesto para la mitra la enterísima propiedad del edificio, y para sí y sus sucesores el enterísimo derecho de ocuparlo cuando bien les pareciera, con sólo la condición, poca cosa, de reintegrar al Gobierno los gastos que en él hubiera hecho; en señal de lo cual se habían de respetar y mantener ‘in perpetuum’ los escudos episcopales que, grandes y chicos, platerescos y barrocos, en piedra, metal, madera y escayola, campean desde el más alto muro al más ruin postigo. Item más reservaba el Obispo para su uso ciertos salones y un jardín; y para nido y huronera de notarios y demás gente de pluma, si (es que) no de garra eclesiástica, unas piezas de la planta baja. Cerróse el contrato, y pudieron los Arzobispos despedirse de su palacio complutense hasta el día del juicio. Empezaron las obras por el Gobierno: gastaron largo, respetando como reliquia escudos y sombreretes. Decerrajaron (sic) a miles sobre los reparados salones seras de legajos; y para éstos y meterlos en costuras enviaron gente recién salida de la recién fundada Escuela de Diplomática.

     Angel María de Barcia, nuestro comunicante archivero, cordobés, reputado pintor y pionero fotógrafo de la ciudad, desgraciadamente, no fue profeta en Alcalá. El Estado, que él llama Gobierno, no ocuparía el palacio hasta el día del juicio. En 1885 la propiedad pasaría a la nueva Diócesis de Madrid-Alcalá, y el perverso fuego de 1939 allanaría los contratos subrogados y la suma de las obras realizadas. En 1943 la Iglesia recibió su Palacio mucho peor que lo había entregado, destruido.

     Hasta que ha llegado el arpegio ascendente de ARPA, la fe que mueve palacios.

                                                         José César Álvarez
                                                         Puerta de Madrid, 30.11.2013

No hay comentarios:

Publicar un comentario