Cuatro artículos se han sucedido aquí sobre
los años cincuenta alcalaínos y podría escribir cuarenta. Los lectores, con tal
motivo, me han recordado a personajes célebres olvidados por mí y a lances gloriosos
de esos tipos costumbristas de la época. Uno cree que fue bien lo que salió y que
ya vendrán nuevas calendas y nuevas páginas en blanco que emborronar. Uno ha
puesto fin a esos años y, sin embargo, uno se resiste a abandonarlos ahora que vienen
estas fiestas navideñas de la nostalgia y del nudo del tiempo que nos sorprende
en nuestras manos, abultado e hiriente sobre la cuerda de nuestros días. Un
nudo con un guarismo que se nos viene encima entre luces y burbujas de cava, el
vino de la noche que entra por dentro de maneras distintas: natural, extra brut, seco, semiseco, dulce. Esos
aromas no van en la botella, que no, están dentro de cada uno de nosotros esa
noche. Cada cual lleva prendido un aroma. Te lo digo yo.
Los personajes
costumbristas de los años cincuenta que tanto me han revalorado mis lectores ¿serán
los últimos tipos de la literatura costumbrista? Lo digo porque estamos
asistiendo al canto de cisne de este tipo de literatura. Y puede que a los
compases finales de la propia literatura, arrebatada por la cultura exultante e
insultante de la imagen. A los clasificadores del pasado –los historiadores a
granel de las universidades españolas nada les importan los personajes típicos
que aderezaban pueblos y tiempos, de valores imprecisos y simplemente
literarios. Simplemente. Ellos son clasificadores elitistas.
Quizás tengamos
que admitir en esta noche de las nostalgias, que nosotros, los que vamos en la
barca de las letras, hayamos sido los últimos en darnos cuenta de nuestro propio
naufragio: ya no se lee. Puedo machacar este papel, dale que dale, sea bueno o
malo lo que diga, para arriba o para abajo, en cursiva o en mayúscula, que no
pasa nada. Sólo pasa, pasa.
Las revistas se
ojean y hojean, no se leen. Así es que en esta noche oscura de los recuerdos
níveos, edulcorada amablemente con la presencia familiar, en esta noche de
perplejas verdades, de evidencias irreversibles, hemos de asumir que, nosotros,
los que miramos atrás rescatando tipos y circunstancias, estamos siendo, sin
saberlo, los últimos personajes costumbristas de esta fauna, quienes ya nunca
seremos redimidos por pluma alguna. La literatura boquea, se muere.
Así es que yo
quiero en lo que me queda de noche seguir remando de por libre en las aguas de
mis recuerdos de las cuatro jornadas extintas.
Veo a don Manuel
Cervantes, sacerdote menudo, pulular por los pasillos de la cárcel cerca de los
condenados a muerte por si hubiera de prestar algún servicio y recibir, por el
contrario, el insulto grueso de la voz enrejada: ¡Vete de aquí cucaracha, pájaro de mal agüero! Es el cura de la
calle Mayor que sonreía cuando rodaba como bola negra y pesada por el zócalo de
la fachada de El Hospitalillo, de
donde era capellán.Y bajaba por los soportales El Liguerín, chasqueante, con camisa blanca y sombrero andaluz
cantando aquella de Ay qué pena me das, Esperanza
por Dios…. Y el cojitranco Perdices, agarrado al carrillo del Servicio
Municipal de Saneamientos, desatrancaba con su eructo bestial toda la calle Mayor
de un golpe. Y los carros de Intendencia y de Sementales, tirados por soberbios
percherones echaban chispas sobre el sonoro empedrado de Úrsulas y de la calle
del Gallo. Y los paseos vespertinos de la ciudad inundada de caqui. Y los
jesuitas de fajín negro, en cuyo recreo desperdigaban su hormiguero del Campo
del Ángel por la anatomía social de la ciudad.
Y las ‘pitulinas’
de la casa de La Chata,
todavía en Carmen Descalzo, eran personas formales, no vayan ustedes a creer. Porque
ellas nunca salían fuera de la barra, eran camareras serias y profesionales,
que, llegado el momento, recibían una chapa para un servicio. Entonces era
cuando la Paca, la palanganera, corría con el agua
caliente, fervorosa de las higienes primeras de aquellos tiempos prehistóricos en
los que todavía no había llegado a Alcalá ni Roca ni Gal.
Veo una foto fija
del recreo de los alumnos del Loyola, aquella escuela que dirigían el Padre
Llanos y el Padre Prieto en la que hoy se llama ‘casa de Garcés’ y que antes había
sido fábrica de fideos. Los alumnos del Loyola tenían por recreo la plaza de
Palacio. El final del recreo tenía dos toques de silbato. En el primero, los
alumnos quedaban tal y como les sorprendía el pito: uno con la pierna
levantada, el otro limpiándose los mocos con la manga... Era una foto virtual
en movimiento, pero era foto en parada seca, la escenificación del movimiento.
El segundo golpe de silbato les devolvía al movimiento continuo. Era la magia
de la docencia jesuítica.
Todo lo cual te vengo
a decir en esta noche oscura de inquietos luceros, de inquietos ardores, de
inquietos aromas.
José César Álvarez
Puerta de Madrid, 26.12.2015
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