Perderse y reencontrarse
Los prescriptivos
paseos por Alcalá te devuelven a la humildad del que habla de lo que no conoce.
Uno no conoce toda su geografía urbana, su trama abordable, su cuerpo resuelto,
su atajo seguro. Uno anda y vaga por los nortes del Ensanche y de los
Espartales con la seguridad que te confieren sus principales arterias. Hace
poco hice un sesgo en el camino renunciando a las profundas avenidas de Miguel
de Unamuno, de la Alcarria
y de José María Pereda y fui a parar por calles menudas a una acera de larga
alambrada, seguida de una tapia culebrera de color ocre. No sabía donde estaba.
La tapia combó hasta encontrarme con la embocadura, la entrada al recinto
tapiado que en letras mayúsculas, rotundas e inclinadas decían IES ANTONIO
MACHADO. Pensé que así rotulaban al hombre recto, menudo y sencillo. Mira por
donde me creía perdido y estaba en ‘la puerta del sol’ de mis referencias. Nada
de esto hubiera ocurrido si al edificio de la antigua ‘Universidad Laboral’ no
le hubieran segado sus vuelos franquistas, la altura prominente de sus colegios
de nombres de colores, aventando a cielo abierto los internados de la Dictadura.
Allí, con mucha honra, di mis primeras clases de filosofía en el llamado curso de ‘Preu’. Eran ocho cursos de cuarenta alumnos, a tres horas semanales por curso, incluidos los sábados. Eran los primeros setenta. Esta panza de patio que precede al edificio como un atrio abierto fue adosada con posterioridad. Antes cruzaba el atrio la carretera asfaltada que como un tiralíneas solitario unía la Facultad de filosofía de Jesuitas con el barrio de San Ignacio en El Chorrillo. Carretera y nombre de factura jesuítica, a cuyos autores el nuevo atrio les quebró su ruta de brea. Y los jesuitas que sabían rezar, supieron también pleitear, pero inútilmente. Hubieron de renunciar a su camino recto y combarse día a día por donde yo me perdí otro día.
Pero el día a que
me refiero estaba yo allí explicando a Parménides. Recibíamos la consigna de
que había que volcarse en las humanidades con el alumnado que al año siguiente
emprendería estudios tecnológicos, siendo ésta su última oportunidad de bañarse
en las letras. Estábamos en clase extrayendo los significados del filósofo de
Elea desde los hexámetros de su ‘Peri ontos’ (sobre el ser): “sólo el ser es y
es imposible que no sea”, cuando alguien abrió la puerta de la clase. Era él,
el ‘fac totum’ del lugar, el vice-rector, mi empleador. Algo quería decirme, lo
cual no entendía desde el arrobo metafísico en que me sorprendió. Descendí la
tarima y fui a él. Me pedía permiso para entrar, no había traspasado hasta
entonces ni un centímetro la línea del quicio de la puerta. Estuve por
indicarle su inoportunidad, pero me abstuve ante su intención inequívoca.
Había un
problema. Como de costumbre se había servido un bocadillo de media mañana y,
acabado el descanso, los restos de bocatas mordisqueados colmaban la papelera adosada
a la pared contigua de la clase, formando una pirámide de despojos. ¡Cuántas
veces me dio la tentación de meter la mano en aquellos cestos de barritas de pan
crujiente y el voladizo de texturas apimentonadas! Pero no, no era mío y había
siempre que guardar las distancias. Eran otros tiempos. Pero hubo ocasión de
probar y comprobar su reparación crujiente. El tribuno de la disciplina,
encaramado a mi tarima, era contundente en sus palabras y estaba dispuesto a
suprimir el bocadillo de media mañana, si se repetía la denigrante estampa. Una
nube de manos se alzó como un ensalmo pidiendo la palabra. El profesor de
filosofía, rebajado al suelo de la disputa doméstica, en la que se sentía ajeno,
pudo comprobar con disgusto que el pan y el chorizo provocaban mayor interés
que su Parménides.
El delegado de
clase, imbuido de responsabilidad, argumentó que la proximidad de la papelera a
aquella clase no suponía que les
perteneciera, ya que era un espacio común. Pero, entre aquellas intervenciones,
hubo una que nunca he podido olvidar, cuyo ataque suicida he visto repetido en
la política de nuestros días. Aquel muchacho, hijo de obrero, becado por el Estado,
como todos allí, se puso en pie para arremeter contra el representande del
centro en un vis a vis bronco que
cuestionaba de raíz la seguridad de la arenga con la que les había amenazado. Y
le decía: “¿Por qué, antes de entrar aquí, no ha hecho usted autocrítica? ¿No
podía ser que los bocatas se tiraran por resultar abominables? ¿No podía ser que
se tiraran porque el dador del pan lo hacía con altanería? ¿O porque se
adivinaba que quería colocarse un entorchado a costa de los sufridos alumnos?
Entonces, ese era su justo merecido: la comida estaba en su sitio.”
Todo tiene un
equilibrio, un término medio, los argumentos también. El alumno ‘suicida’ retorcía
sus argumentos hasta extremos inverosímiles, iba a por todas. Era tan
extremista como el propio Parménides, expulsado aquella mañana de su altillo. El
conocimiento experimental, sin embargo, te decía por las claras que los bocatas
de la ‘uni’ estaban de muerte y la razón te decía que el pan tierno no se tira.
Eso era irreversible. Y ante la evidencia no hay ‘podemita’ de hoy ni de ayer
que pueda mantenerse.
José César Álvarez
Puerta de Madrid, 9.1.2015
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