Me refiero
primero a la imagen entrañable de esa pila de piedra ancestral junto al pozo. Son
las pilas españolas de los patios y corrales, que algunas hoy decoran rincones
y jardines de nuestra geografía, pesadas, jubiladas, desusadas, hoy
decorativas, formando un plúmbeo anacronismo difícil de mover. Son las pilas ante
las que se doblaron las mujeres de España
y en cuya tabla o rampa restregaron capas y jubones, corpiños y mantillas, las
manos amoratadas de una colada larga y restregante, las mismas manos que tiraron
de la soga para hacer chirriar las garruchas de los cubos rebosantes.
Y la pila privada
se hizo pública. Fue el lavadero, donde las lavanderas se arrodillaron frente a
añiles y burbujas. Los ayuntamientos de los pueblos de España han recuperado
sus lavaderos ya en desuso, como reliquia de la historia del pueblo. Porque el
lavadero del pueblo fue mucho más que la colada de las mujeres que lo
frecuentaron. Fue encuentro y desencuentro, gacetilla y murmuración, canción de
tonadillera y juramento de despechada.
Pero en las pilas bautismales de todas las iglesias se bautizaba en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Sus pilas eran tan plúmbeas y pétreas como las profanas. Ahora adquirían forma de copa o de vaso y ocupaban un lugar próximo al acceso al templo que se llamaba baptisterio. Por el bautismo purificador el catecúmeno ingresaba en la Iglesia. El Cardenal Cisneros ordenó en sus ‘Decretales’ de Toledo se practicaran registros bautismales en las parroquias. Fue así cómo por una decisión de un alcalaíno de adopción y de luces hubimos noticia de un alcalaíno de cuna y de sombras. Cisneros nos alumbró a Cervantes con fecha nueve de octubre de 1547, día de las aguas purificadoras de la cuna del genio alcalaíno.
Pero para
alumbrar a Cervantes hubo que saber leer. Saber leer el ‘Cervantes’ y el ‘Miguel’
de unos manuscritos viejos. Supo leerlos un erudito abad de la Iglesia Magistral
de aquel año de 1752 llamado Santiago Gómez Falcón. Don Santiago buscó en el
despacho parroquial de su jurisdicción en la parroquia de San Pedro. Nada
encontró. Hubo de pedir autorización a García Calbo, párroco de Santa María.
Allí estaba. Don Santiago emite la certificación de la trascripción a su amigo
cervantista Martínez de Pingarrón con fecha 18 de julio de 1752. Tiene unos
ojos escrutantes sobre él, es el Sr. Baeza, recaudador de rentas decimales, un
alfil de Montiano, conspirador de la capital del Reino. Cuenta don Santiago que
cuando abandona el despacho parroquial, en la tablilla donde se relacionan los
trabajos del día siguiente, consta ya la petición de certificación de bautismo
de Miguel de Cervantes, la que en vez de llevar la fecha de ’19 de julio’ llevó
’19 de junio’ y coló. Así fue que, “con malas artes”, como dice el Padre
Sarmiento, el súper académico Agustín de
Montiano consiguió pescar ‘el campano’ de la literatura española.
Martín Sarmiento,
desde su convento benedictino de Madrid, había comunicado el hallazgo en Haedo
de la patria de Cervantes. Ahora tocaba confirmarlo con la fe de bautismo. Él la
encontró y nadie lo nombra. Se llevó los honores un personaje extraño en estos lares,
atizador de las movidas de la olla de la capital, cuyas ardides no nos importan.
Quien nos importa hoy es él, don Santiago, ceñido a la órbita de los aromas locales
y a su intrahistoria, ajeno a los relumbrones nacionales, feliz de su ‘eureka’
íntimo e intransferible.
La llorada pila
bautismal de Cervantes. La que no pereció en el fuego cruel de una guerra y
hubo de sucumbir golpe a golpe, desmenuzada, desmembrada, para servir de mampostería del refugio
antiaéreo de la plaza. Un par de trozos pétreos, tan negruzcos como su negra
historia, se incrustaron como lagrimones ahumados en la reproducida pila
bautismal que ocupa la última ubicación de la capilla del Oidor, allí donde a
la pila le cogió el asalto, la rebelión destructiva.
Pero las pilas
profanas que subsisten andan tiradas, infravaloradas, sin historia. Nadie que
sepa ha colocado una cartela así: “Aquí
se lavaron los calzones de Espartero”, “aquí se lavaron las prendas íntimas de la
duquesa de Ébolí”, “aquí se lavaron los pañales de Cervantes”. Y, sin embargo,
en esta era de la genética nuestros admirados personajes pueden ir infiltrados
en las grietas y porosidades de una pila.
Nuestro
personaje ahora es actual. Está sentado en un banco de la plaza de Cervantes,
donde ha sido abordado por un viejo conocido, quien le pregunta por sus años
cumplidos.
–La pila –contesta el interpelado.
José César Álvarez
Puerta de Madrid, 10.10.2015
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