miércoles, 23 de diciembre de 2015

Los años cincuenta alcalaínos (y 4)



Los años cincuenta alcalaínos (y 4)

(fotos de Orthuys, exposición en Santa María la Rica



     El Alcalá activo

     En los años cincuenta Alcalá se articulaba en el músculo de sus barrios, a pesar de su discreta población que osciló durante esa década desde los 20.000 a los 25.000 habitantes. Aquellos barrios estaban subrayados por sus respectivos equipos de fútbol. Eran Puerta de Madrid. la Puerta de Santa Ana. la Puerta del Vado, la calle Talamanca, la calle Ancha.  También tenían equipo las dos fábricas más importantes que entonces había aquí: Forjas de Alcalá y la Cerámica Estela. Estos equipos nutrían al Avance y a la RSD. Alcalá.

     Además de la cerámica citada, hubo otras que consolidaron a Alcalá en la actividad fabril más importante de la época, tales como CERMAG,  Arias, Argote, Daniel Pérez, las de los hermanos Pinilla, Saturio Moreno y los Manglano. Camionetas como hormiguitas trasladaban la tierra de nuestros montes a sus hornos, dejándolos romos y lamiendo los farallones de la cuesta del Zulema. Así quedó expedito el escenario de tantas batallas cinematográficas, de cuya filmoteca –ahora en sus montes, otras en su casco– destacan a finales de la década El Cid, con la espléndida Sofía Loren como doña Jimena, y Espartaco, en la que legiones de alcalaínos se vistieron de romano. Ramón Vallejo ‘El Liguerín’ hacía de romano chiquito, quien, como no le iba la marcialidad bajo el sol intolerante, se soltó por soleares. “¡Corten!” gritaron. A la segunda hubieron de confinarle. Estaba visto que a los americanos no les iba el arte de canela fina.

      Allí, en la entrada a Alcalá, frente a donde se instalaría la Perfumería GAL de finales de la década, estaba la primera publicidad de una nueva era industrial que asomaba: Nitrato de Chile; Sidra El Gaitero; Fábrica de guantes Jacinto Borrego; Heno de Pravia.

     Los escaparates de la calle Mayor servían para aliviar el tedio. La galería de los escaparates de Álvaro Becerril –Mayor esquina a Ramón y Cajal– eran un auténtico museo de objetos de regalo. Casi enfrente, Radio Álvarez exhibió por primera vez la TV que colapsó la Calle Mayor, con aviso de los municipales. Había buenos escaparatistas: Yárritu, ‘El Estilo’, Alobera, los Mínguez, Ramírez, Almacenes Saldaña, Gutiérrez, Novedades, Penalva…

       En Alcalá todo cambia con la venida de los americanos a mitad  de la década. Se tiene la seguridad de que allí ha caído algo nuevo, algo de otra dimensión. Se abre un fondo, hasta entonces desconocido, de posibilidades laborales, un horizonte de empleo en las obras de la Base Aérea de Torrejón que ocupa también el término de Alcalá y trunca sin problemas el camino viejo de Ajalvir. Lo que haga falta. Son los empleos directos e indirectos, son los americanos que aquí viven, que también nos traen nuevas costumbres, que traen progreso, que nos trajeron esos coches grandes y descapotables que nos deslumbraron, y a donde subieron nuestras chicas más vistosas. Ay de los americanos de aquellos años, a quienes hubimos de perdonar los trágicos accidentes de su velocidad y de su güisqui, también de nuestras pobres infraestructuras.

     El día 6 de octubre de 1956, día de la Provincia, nos llevaron a un nutrido grupo de seminaristas a la inauguración de la Casa de Cervantes como relleno, ya que la Asociación cervantista había declarado el boicot al acto por no haberse respetado la casa original que documentó Astrana. Desde la galería superior del patio pude asistir a la rebelión de mi ponderado profesor de Literatura don Rafael Sanz de Diego, quien, hecho un gallo de pelea, congestionado, vagaba por el cuadrilátero repitiendo a voces: “¡Esta no es la casa de Astrana!”, lo cual yo no podía entender entonces. ¿No estábamos en la casa de Cervantes? ¿A qué venía entonces eso de “la casa de astracán” o no sé qué? El abad don Francisco Herrero y el obispo Auxiliar don Juan Ricote redujeron al final, por obediencia, al rebelde canónigo penitenciario, poeta y dramaturgo de fastos alcalaínos (con seudónimos de Cruz de la Cruz y Ángel Caído). Contaron que aquel ‘pronunciamiento’ le costó tres días de cama.

    La baldosa de las aceras era de color encarnado. Había ya una tendencia extendida de salir de los grises, de despuntar.     


JOSÉ CÉSAR ÁLVAREZ
Puertade Madrd, 19.12.2015

lunes, 14 de diciembre de 2015

Años cincuenta alcalaínos (3)



Los años cincuenta alcalaínos (3)
(fotos de Orthuys, exposición en Santa María la Rica

La plaza de Cervantes
   
     En la plaza terrosa de Cervantes se podía tirar el peón y jugar al gua, al hinque, al lique, al cirrio, a la tanga, al tejo o a las chapass con la imagen de Berrendero, Delio Rodríguez y Trueba. Los cromos de los futbolistas sabían a azafrán, después al chocolate Elorriaga. Yo tenía a Panizo repetido. En el quiosco de la plaza la banda militar de Covadonga daba conciertos con periodicidad y entonces había que comportarse. En el interior de la plaza se corrían las carreras ciclistas de ferias, allí estaban Vilches y Fermín Antolín, Rivillo, Jamonini, Palencia, el Tinajita, Amador, El Pintor, y un chico de la casilla de camineros de Corpa que se llamaba Antonio Suárez, quien en 1959 ganaría la Vuelta a España. El recibimiento por su hazaña fue un acontecimiento: alzado desde su bici victoriosa, de entre la caravana ciclista que le envolvía, hasta el balcón central del Ayuntamiento. Nada tenían que ver con esta clase de juegos prosaicos quienes se elevaban de la vulgaridad de la plaza por la escalinata de baranda dorada del Círculo de Contribuyentes.      
    
     Aunque estuviesen La Viña, Alejo y el Hotel Ulm, los bares de la plaza eran dos, a saber: Casa Juan y Becerril; como los médicos eran dos: Picazo y don Tomás Ramos; como los bancos eran dos: el Vizcaya y el Hispano; como los cines eran dos: el ‘Grande’ y el ‘Chico’; como las tiendas de bicicletas eran dos: Calleja y Paulino; como las parroquias eran dos: Santa María y San Pedro; como las escuelas eran dos, la “graduada primera”, metidas hoy sus aulas calladas en el ayuntamiento, y “la segunda”, siempre en la calle San Juan, también en Sandoval en aquellos años. Eran maestros de la Graduada Primera: don Moisés, don Marcelino, don Macario, don Donato; y lo eran de la segunda, don Julio, don Valentín, don Julián, don Valeriano…

     Alcalá de las piedras caídas

     La Santa María de la plaza, que dejó de serlo, era una montonera de piedra blanca, un desconcierto, un estercolero, una plúmbea desidia para tiempos mejores. Tendría ocho años cuando mi amigo Silverio me invitó a una aventura: corrió un pedazo de madera de la base de la puerta de la Universidad y se coló a modo de gatera pidiéndome le imitara. El primer patio de Sto Tomás que conocí por asalto tenía cegados sus arcos por cristaleras desvencijadas y por las grietas de su pavimento cundía una hierba salvaje y montaraz. Por la primera escalera angular subimos a la cúspide de la fachada, donde mi amigo recorría un peligroso zuncho longitudinal, cuya destreza ya no supe imitar a lo largo de aquella cuerda por la que sobresalían pináculos y cabezas. Desde aquel alto se dominaba la solemne incuria y olvido interior. En las arcadas ladrillares del campo de fútbol del Seminario –el Palacio Arzobispal quemado cuando Archivo–, se guardaban las piedras labradas del almohadillado de la escalera de Fonseca, que nos servían de bancos, y mi amigo Jacinto escarbaba detrás del frontón y encontraba material para labrar con navaja pisapapeles de ángeles y bichas de Covarrubias y Siloé. Alcalá por donde se la mirara, era la pavorosa ruina de la piedra ilustre.
 
     Los seminaristas iban por la calle de Santiago alineados en ternas a los oficios de Jesuitas en rutilante bullicio, cuya iglesia de la calle Libreros albergaba ahora las funciones de Santa María y de la Magistral, quemadas en guerra, hasta que la segunda se cobijó en Las Úrsulas. La larga fila de sotanas iba formada por el orden de las tallas ascendentes, rematada en altura por Yus y Baigorri, todos con bonete de picos y fajín rojo.
  
     Los veraneos indígenas

     Los principales lugares de baño del río Henares eran La Canaleja, La Oruga, El Muro, La presa de Cayo, La Tabla Pintora, el puente Zulema, Fábrica de las Armas… Las huertas alcalaínas del derredor de Alcalá tenían estanque y hacían de piscina, a las que se adherían los que sabían hacerlo. Los pinos del parque, mucho antes del arboricidio de los setenta, formaban las densas naves de los frescos veraneos indígenas, aromatizados de fragante vegetación y columbrados por una tronante ornitología. El estanque de los peces era una visita obligada. Las escaleras  de subida y de bajada de anchos tramos iban siendo reducidas, año tras año, por las zancadas crecientes de los niños alcalaínos, alimentados del pan de Jabardo, de Rodríguez, de Pinilla, de Capote o de Rivillo, saludados al completar la ascensión por los peces rojos de sus aguas verdes. Los niños que nos sucedieron, como nosotros, recorrían el anillo alzado del interior del estanque –en el centro una palmera–, para descubrir que al final del viaje redondo aparecía siempre el principio. Aquello era cosa de magia, la magia alcalaína de su parque.
  
   
(Continuará)                                                                

 JOSÉ CÉSAR ÁLVAREZ 
                                                                               Puerta de Madrid, 12.12.2015


martes, 8 de diciembre de 2015

Años cincuenta alcalaínos



Los años cincuenta alcalaínos (2)

(fotos de Orthuys, exposición en Santa María la Rica





La calle Mayor



     La médula del Alcalá de los años cincuenta era la Calle Mayor, y no toda. Desde la calle de la Imagen a la plaza de los Santos Niños, era otra cosa, decaían los escaparates, el bullicio, la gente. Tenía una vida gris y anodina y tan oscura como sus carbonerías y sus noches de boca de lobo, sin luces. Las parejas de novios que osaban atravesar el túnel siniestro podían, al llegar a la plaza, haber perdido toda reputación, si es que antes no habían perdido ya otra cosa.



     La calle Mayor de los cincuenta era una calle uniformada. Era el uniforme vespertino del paseo militar en el que desfilaba el vocerío espontáneo de las jergas y acentos de toda la España chusca y racionada, cuando las perras gordas y chicas del bolsillo, arrejuntás,  no daban para un chato ni en El Cantábrico ni en el Marón ni en el Somosierra ni en el Cirilo, ni para un chispazo en el Quintín. Antonio Quiles, el del Bar Cantábrico, subido a una silla, abombaba el carrillo derecho con la lengua cuando rotulaba en su cristal testero: Hay callos. Así es que los militronchos, a falta de un trago, andaban y desandaban buscando un piropo liberador y reconfortante que estallaba inaudito bajo el soportal. Se ruborizaban las mocitas del uniforme de las Escolapias y de las Filipenses. Estas últimas con su lazo rojo adquirían un halo distintivo contra la austeridad del cuello blanco sobre el azul calasancio. Era el traje talar de la ciudad levítica. Don Manuel Cervantes, con teja, era una bola negra que rodaba por el zócalo de la fachada de El Hospitalillo, donde era capellán. Mi tío Pepe, oficial de telégrafos, me contó aquel telegrama de un soldado: “Apuesta ganada, vi cura más bajo que don Froilán”. Eran las parejas de guardias civiles, eran los alguacilillos de la noche, aquella pareja formada por Ramón y Bombao, los municipales del cuartelillo dominado por los bigotes alzados del tío Domingo.



     Pero eran las botas de largo repertorio las que infundían carácter: las brillantes de espuela; las de los artilleros; las de los guardias civiles; las de los pescaderos de la calle Mayor (La Rubia, La Avispa, el Guarro, y el Gordo), excitados de responsabilidad el día que llegaba el camión del pescado; las botas de los regadores, los de “la manga riega que aquí no llega”, el mejor espectáculo infantil de la calle, el arco iris, largo, curvo, inaudito. Por eso todos los niños de los cincuenta soñaron con unas botas.          



     Mis sueños de la calle del Carmen Calzado están envueltos en los pregones de la churrera, “calentitos”, de el niño de Irueste, la voz aflautada del viejo que vende miel y nueces. Sueños entre cascos de caballos percherones de la intendencia militar y el traqueteo de las llantas de las ruedas, todo mezclado con las campanadas del el Hospitalillo. Las voces de las sardinas frescas del Cantábrico no eran de la mañana, y las sardinas arenques eran una rueda de carro de radios de escamas plateadas en casa don Perfecto, Anselmo, Adolfo, el Paleto, Quer o Perfectín.



     A los soldados que llegaban a la peseta rubia se les permitía cantar entre palmas el Ay Tani que mi Tani o Francisco alegre y olé. La jota Tengo un hermano en el tercio era para solista y lo había. En la terraza del Bar Cantábrico que hacía medianería con nuestra casa familiar de Carmen Calzado abundaba Antonio Molina. Era la casa de reja negra de la fachada con azulejería andaluza en el vestíbulo y el patinillo al fondo con pila y enredadera. Ese patio del fondo era el que se inundaba de los cantaores contiguos que allí  flotaban invisibles y estruendosos. Supimos que alguna de aquellas voces enmudeció para siempre en la guerra de Ifni.

  

      Pero el espectáculo sonoro de la calle Mayor lo emitían los ciegos.  Los ciegos gemían a grandes voces su parto: ‘para hoy, sale hoy’, en pugna voceante y machacona.  Allí estaba Frutos, el Pellica en el alarido de su silla de ruedas, a quien le salió un hijo boxeador en el cuadrilátero de La Deportiva, allí estaba  la Antonia, Recio, la Elisa, Fernando el Ronquillo, a quien su hermana le dio ‘sobrino’ y lazarillo de por vida, Enrique Reina…



     Estaban las chufas regadas en el puesto surtido del señor Emilio, estaban las gavillitas de paloduz en el puesto de Retabé, estaban las novelas de recambio, y estaba Mendoza y Martín, diarios recaderos con la capital. Estaba la Continental-Auto que nos llevaba en persona a Madrid, a Alenza, y a cuyo Lancia le dejaban pasar por el ojo de Puerta de Madrid, incluido el bus de dos pisos, cuya alta tecnología ya no pudo ser emulada por los buses que vinieron.



     Estaba El Liguerín, padre e hijo. Ramón, el hijo, fue la alegría larga del soportal por sus requiebros flamencos. Puso un negocio de caracolas, que fueron las conchas que en los bares sirvieron aperitivos de sangre frita y pijotas trasnochás. Estaba El Chiroli en la postura de la época, arrodillado de vino en la plaza ante el altar de Cervantes. Y estaba la Rosario la Tonta, a quien le hacían pruebas de memoria que ponían en riesgo su título.  Y María la Aguadora le traspasó su dulce servidumbre a su borrica.



   (Continuará)                                                                         JOSÉ CÉSAR ÁLVAREZ   

                                                                                  Puerta de Madrid, 5.12.2015 


domingo, 29 de noviembre de 2015

Los años cincuenta alcalaínos



Los años cincuenta alcalaínos (1)
(fotos de Orthuys, exposición en Santa María la Rica

     Va la yunta de este carro, con perdón, enganchada para la ocasión por Luis Alberto Cabrera y José María San Luciano, tanto monta, y me encargan nada menos que poner letra a la música mágica del fotógrafo holandés Caas Oorthuys cuando en 1955 vino aquí con el poeta Bert Schierbeek.

     Ha sido rescatado el archivo de fotos de aquellos disparos certeros, ya inamovibles, guardadas y resguardadas de la niebla y de las inundaciones del Mar del Norte durante sesenta años para deleite de los venideros. Y ahora quieren que yo dispare sobre las imágenes del archivo de mi memoria. Eso sí, me dan toda una década a donde poder disparar, algo así como una enorme diana para cegatos. Está claro que no me dan a conocer las fotos de Alcalá, porque entonces hablaría de ellas y no de mis años cincuenta alcalaínos. Yo disparo y si va con lo que va, pues bien, y si no va con lo que va, pues bien también, supongo. La garantía es de ‘todo a 50’, imagen y letra.

     Antes de meterme en lo mío, quisiera notar lo difícil que lo tiene un fotógrafo que pretende captar el alma humana, ese instante inefable. Los hombres nos escondemos medrosos como el caracol cuando notamos que nos observan. Por eso, el fotógrafo para su fin debe de taparse. Tengo sobre eso una experiencia muy lejana. Miraba un día, absorto, la plaza desde el soportal. Llovía. Noté detrás de mí algo raro. Era un bulto impreciso. Miré con insistencia al bulto hasta que salió de allí una cabeza de hombre. Era un fotógrafo. Yo también lo era entonces. Nos miramos unos instantes eternos. No atiné a decir nada. Noté en su cara que no me entendería: era extranjero. Seguramente le había estropeado una foto a aquel aprendiz de Oorthuys.

     La ‘carretera general’

    En esos años la calle Mayor dejó de ser carretera general. Recuerdo la anécdota que contaba nuestro cronista desaparecido Fco. Javier García Gutiérrez, cuando en su juventud reivindicativa pedía la calle Mayor. Un día, junto a Lorenzo Real y otros amigos, se prometieron hacer “el ancha es la calle” desde la de la Imagen hasta la plaza, no dejando pasar al primer coche aparecido, pitara lo que pitara y fuese quien fuese. Un coche negro les pitaba a sus espaldas. No se arredraron, le llevaron a su paso. Al llegar a la plaza y darle paso, el coche tomó camino del ayuntamiento, pudiendo observar que era un coche oficial, dentro del cual iba doña Carmen Polo de Franco y doña Flora, esposa del ministro de la Gobernación. Supieron después que iban a buscar al Sr. Felipe, guarda mayor de el parque, quien les suministraba flores. El alcalde Lucas del Campo recomendó en un Bando que se paseara por dentro de los soportales.

     El primer intento por sacar la General de la calle Mayor fue la de girar a la izquierda al llegar a la Puerta de Madrid,  rodeando las murallas, y ya después se hizo el tramo que hoy va desde el camino del cementerio a la rotonda de la fuente de las 25 villas, lo que siempre se llamó “La Gesa”. Para la inauguración de aquel tramo de principios de la década se organizó una carrera ciclista sobre el triángulo de calles resultantes.
    
     Al llegar a la plaza de Atilano Casado, se tiraron tres casas para alinearlas en su retranqueo, apareciendo esa casa actual de arcos tipo villa romana, esquina a la calle del Ángel, y la de enfrente, de Lucas del Campo. Recuerdo aquel corte en el que quedaban colgadas las habitaciones  de colores de la casa de Machicao. Mas adelante la carretera tomaba la curva a la Avda. de Guadalajara.

    La agricultura y los pasos a nivel

     Las eras de San Isidro eran intocables, eran eras de verdad, además de feria de ganado, como también las eras del Chaquetón, del Pimpollo, las del Paseo de los curas… Un pueblo agrícola que hacía en su derredor las faenas agrícolas: segaba, acarreaba, trillaba y albeldaba. ¡Ay de los carros que caían en el hoyo del paso a nivel del cementerio! ¡Cuántos años de hoyo peligroso y de susto! Allí quedaban atrancados los carros, buscando una rápida solución, que si achicar el peso, que si apalancar las ruedas, que si castigar a las mulas. Pero que ni por esas se salía del hoyo fácilmente, en tanto de hito en hito se miraba por si venía el tren, entre sudores, gritos y blasfemias. El amable guardabarreras de la casilla les informaba de los minutos que quedaban, y los atrapados recibían la información con mayores gritos todavía. El guardabarreras sólo entendía en el sentido de las vías, no tenía otra geografía.

     Los otros dos pasos a nivel eran: el que iba al Manicomio y a Meco, y el que iba a Daganzo y Camarma. La entrada en Alcalá de estos últimos se hacía por la calle que hoy se llama de Torrelaguna, entonces carretera, se giraba a la derecha por la calle Daoíz y Velarde, y tirando a la izquierda por la Del Moral se presentaba uno en la plaza de la Cruz Verde. Para hacer la entrada recta y evitar el paso a nivel se acometió en aquellos años el tramo de la carretera a Daganzo hasta El Chorrillo —un abrevadero de ovejas y un ventorro con el juego de la rana–, a costa de robarle un costado a El Parque. Dicen que en los cimientos del puente se echó piedra del Palacio Arzobispal y que en las cuestas se echó el derribo de las casas bombardeadas de Rico Home –llamada entonces calle el Rojo–  y allegadas. Fueron las cuestas de subida y de bajada que en distintos sentidos habían de recorrer las mujeres ciclistas de La Algodonera durante muchos años, estampa colorista de la época.

(Continuará)                                                                    JOSÉ CÉSAR ÁLVAREZ
                                                                                       Puerta de Madrid, 28.11.2015
    

martes, 24 de noviembre de 2015

La ciudad andante



 La ciudad andante

     “Alcalá, la ciudad andante” es un título sugerente que le he robado a José Vicente Pérez Palomar, quien, andando andando, se la robó a su vez a Manuel Azaña de su novela incompleta Fresdeval, cuyo escenario le presta Alcalá. La atinada y completa cita de don Manuel, siempre broncínea y retórica, le sale al otear el paisaje andariego de la ciudad desde su primitivo establecimiento en la meseta del Cerro del Viso y verla bajar a Compluto e irse a la Alcalá la Vieja y volver al Burgo de Santiuste:
     Nuestra ciudad no se extiende, ni pulula, ni enjambra (así sí): se traslada, toda entera. Pasito a paso, en veinticinco siglos ha caminado tres cuartos de legua. Primero en el alto viso, a plomo sobre el río, donde la hallaron las legiones de Craso; más tarde en la ribera, la tierra se traga las formas ya vacías de la ciudad andante.

     Y con Azaña por montera fue José Vicente y a buen paso, en el tiempo de una unidad áulica, se fue desde los turdetanos del Viso hasta los garenos de La Garena y los espartalanos de Espartales, llegando a la colmatación urbana de su espacio, donde se le atoró la andadura y a Don Azaña se le quebró la palabra profética de que “nuestra ciudad no se extiende”. Era la conferencia del día de San Diego de Alcalá, patrono de la Institución de Estudios Complutenses en la ‘Sala Cisneros’ de El Parador, donde paran los andantes y paró la ciudad andante. Era el día de la palabra indígena, de la memoria lugareña y de los grumos del terruño. Era torear en La Maestranza, cantar la Angélica la víspera de Gloria, jugar en Wimbledon o bailar en El Sacromonte. Era dictar la lección sobre las cenizas colegiales del Siglo de Oro español con el fondo del canto de maitines de la Civitas Dei alcalaína.          

     Las palabras son también andantes, y cuando la ciudad andante llega a la invención de los sepulcros de Justo y Pastor, dicha ‘invención’ viene de invenire, que es ‘hallar’. Y, en efecto el hallazgo de las reliquias de Justo y Pastor supuso la refundación de Santiuste, la ciudad andante y andada de los peregrinos de su Campo Laudable, donde Asturio Serrano al principio del siglo V se quedará a su vera como obispo guardián. Y cuando el andariego José Vicente llega a Cisneros, principios del XVI, echa atrás su larga vista sobre Asturio Serrano, como refundadores ambos. Pero de Asturio a Cisneros va una zancada de once siglos. Bueno sería poner un pie intermedio sobre Ximénez de Rada, el largo arzobispo del siglo XIII que mide tres reyes y una reina tutora, que nos dio “palacio bien guarnecido” y que reunió Consejo en Alcalá para la preparación de la batalla de las Navas. O pararse como también paró en Gonzalo García Gudiel, el cardenal toledano y señor de Alcalá, universitario en París y Bolonia, que pondría la primera semilla universitaria aquí a finales del siglo XIII en el Estudio General.

     La ciudad andante lo es también por sus símbolos andantes. Cuando a partir de 711 se oyen los pasos cada vez más cercanos del moro, el relicario de Justo y Pastor se pone en camino hacia Zaragoza y Huesca, y se va hasta el Pirineo y hasta Narbona. Pero es que hasta los tiempos de Felipe II no desandarían por querencia el camino hasta su cripta santiustina. El señorío de la ciudad andante fue ocupado por el andariego cardenal Ximénez de Cisneros, la galga de estameña parda, que entrenado en las calerizas del monte pedregoso de Torrelaguna, cumpliría viaje a pie hasta Roma. Y su mejor obra, la Universidad Complutense tomaría el camino de Madrid un aciago día del año 1836, para desandar, también por querencia, el camino conocido de los años setenta del siglo pasado.

     Y Miguel de Cervantes, cuando le hervía la sangre de sus 21 años, sacó la espada en el sitio de los Alcázares Reales de Madrid. Condenado a la corta de la mano derecha, de la que saldrían los dos ‘quijotes’, la oculta por el camino de Valencia hasta Barcelona y la Provenza, para ocultarla en Roma, desde donde salieron todos sus caminos de doce años, regresando el “vezino de Alcalá” por el mar de la querencia con la izquierda estropeada y enterita la derecha.

     Es la ciudad andante de sus símbolos andantes, de viene y va. La ciudad andante que ya no anda.

José César Álvarez


Puerta de Madrid, 21.11.2015

viernes, 6 de noviembre de 2015

O arráncame el corazón...



O arráncame el corazón…



     Es el momento cumbre del Tenorio, de la declaración de los enamorados, la famosa escena del sofá, donde Doña Inés, cercada por el aliento susurrante de Don Juan, de sus brazos acechantes,  y abrumada por la espléndida cadencia del entorno sensorial que enhebra la voz enamorada de don Juan, entre vocativos suspirantes –paloma mía, estrella mía, gacela mía– hace que la novicia estalle por fin así: Don Juan, don Juan, yo lo imploro de tu hidalga compasión: o arráncame el corazón o ámame porque te adoro.



     La resultante es una disyuntiva o dilema, en la que la primera opción es un imposible que hace necesario el cumplimiento de la segunda opción: O arráncame el corazón o ámame. Ámame es toda la solución. Y el amor necesario de Zorrilla se ha erguido necesariamente en  treinta y una ocasiones sobre la ruina romántica de nuestro patrimonio histórico, desde que José Antonio Rivero lo pusiera en marcha hasta la versión última de Eduardo Vasco, director alcalaíno que ha repetido este año la versión de 2003, muy aplaudida por el numeroso público que aguantó estoico de pie las dos noches del pasado fin de semana en la Huerta del Obispo.



     ‘Don Juan’ es, después de ‘Don Quijote’, el principal personaje de nuestra literatura, también religado a Alcalá, ya que Tirso de Molina, autor del personaje en El burlador de Sevilla fue alumno de su Universidad. Desde entonces el personaje arquetípico de Don Juan se ha dilatado en la historia de la literatura universal en un centenar de obras de todo tipo, entre las que están las mejores plumas y batutas: Molière, Corneille, Mozart, Pushkin, Dumas, lord Byron, Bernard Shaw, Richard Straus, Valle-Inclán, Gregorio Marañón…  



     La exigente disyuntiva ‘o arráncame el corazón…’ se prodiga en el trasunto variopinto de nuestros días: O arráncame el corazón o no me rompan España te digo a ti, presidente, seas quien fueres, tú, Mariano, déjate de complejines y fustiga a los sedicentes, a los levantiscos, a los golpistas que quieren romper la nación más vieja de Europa, reúnete con los hombres de ley que quedan y que la justicia encarcele a los insurgentes de ‘la pela’, al Arturo de esa otra disyuntiva: “O me das ‘el cupo’ o verás la que te espera”.  Arrancar un trocito del cuerpo de España, sea el que sea, es un dolor que repercute en el centro vicario del corazón de cada españolito. Evita, tú, presidente, ese dolor colectivo,  y ahuyenta ese sufrimiento que persiguen sus iniquidores.



     Tú, presidente, has sido dador de la palabra contra esa sedicente ‘república catalana’. Cuando la palabra se ajusta a los labios y se ajusta a la acción, se dice que hay sincronía. Pero cuando la palabra va sola, se produce un desajuste, una espera, un vacío, un desasosiego. Sé tú sincrónico con todos nosotros, presidente, en esa acción de la integridad de España.        



     Cuando el avión llegaba a la isla de Lesbos del mar Egeo, se veían sus playas pintadas de un ignoto color tomatina. Cuando el cooperante pisó sus playas se percató de que eran superficies que formaban los chalecos salvavidas. Una niña de cuatro años lloraba desconsolada, gemía a gritos desandando el camino sobre la alfombra de los chalecos. O arráncame el corazón o busca a su madre perdida, tú, cooperante, tú que has intentado tomarla en brazos y ha pataleado contra ti y contra el mundo, busca a su madre, búscala entre esa humanidad en desbandada, fugitiva, que vuelve a ser nómada. Los cooperantes han dado hilo y aguja a las mujeres y han empezado a fabricar las colchonetas que faltan con los chalecos que sobran. La historia del mundo ha vuelto a comenzar en las playas de Grecia, puntada a puntada.      

      

     O arráncame el corazón o no le quites la nutrición, enfermero, no te lleves del árbol de hierro, niquelado, su fruta colgante, dásela, tú, bata blanca, diácono del alimento divino, no le niegues la limosna nutricional a la pobre mujer, asediada por la maldita recidiva de las anillas de sello, dale limosna, hombre, o arrancarás el corazón de una familia. Sólo tú harás posible la opción imposible de este Diario.   



José César Álvarez

Puerta de Madrid, 26.11.2015

lunes, 2 de noviembre de 2015

La trituradora




La trituradora

                                 

          La trituradora de papel es un artilugio que viene de Cataluña, potencia industrial de trapicheos. La trituradora es el resorte que arrasa con los documentos comprometidos y salvaguarda los honores manchados. La trituradora de los políticos catalanes que creían tener enterradas sus fechorías, han visto resucitar sus papeles como resucitará la carne el día del Juicio final, el juicio que ya les rodea, además del juicio social que ya de antemano ha triturado sus veleidades independentistas. La trituradora catalana no ha servido para burlar la justicia sino para sentar a los prohombres del desacato en igualdad ante la ley.



      La trituradora de nuestros días modernos corta y mata como la guadaña de nuestros días de calendario. La trituradora machaca el papel de los hombres y la guadaña machaca a los hombres en su papel. La guadaña es también trituradora igualitaria  que a todos los mortales llega, antes o después. Los que predican la igualdad lo tienen difícil, porque no nacemos iguales, igual de dotados, igual de arropados, igual de abrazados. La herencia natural y social no es la misma al nacer, y no se puede ir contra la naturaleza, contra los talentos que la vida te quita o te da de partida. “Venir con un pan debajo del brazo” es alusión a la fortuna del bien nacido. Sin embargo, somos iguales al morir. Igual muere el pobre que el rico, pese a las suntuosidades superfluas del segundo. La guadaña es igual de agresiva con el tallo de la espiga granada que de la huera, de la alta que de la baja, de la verde que de la seca. Aquí no se queda nadie, ni papas ni emperadores ni sabios, ni los del PP ni los de PODEMOS,  de los que estoy seguro que también se morirán.



     Cuando la Guardia Civil ha tenido la paciencia de recomponer cachito a cachito los papeles que vinculaban a los políticos comisionistas con los empresarios que entraban en el chantaje, no sólo ha recobrado las pruebas trituradas, si no que ha roto la garantía de fabricación del artilugio laminador. El honor roto va en los papeles enteros y el honor entero va en los papeles rotos. Eso creían sus protagonistas: que su honor estaba a salvo mientras su aventura quedaba achatada. Pero la Guardia Civil ha recuperado con la paciencia de Penélope, el diminuto puzzle de la gran verdad rota, acuchillada para ocultar sus golferías y mantener impoluto su cuello blanco. Sobre el detritus de la trituradora se operó el milagro: la Guardia Civil ha repetido el dogma de la resurrección del papel y la vida del calabozo futuro, amén.



     La trituradora machaca los papeles ya muertos, inservibles. Esa es su función correcta, la de proteger la discreción de los datos personales. Pero, ay de las trituradoras que machacan a los vivos, a los papeles vivos del compromiso, o lo que es peor, a los seres vivos nonatos. Esa es su función aberrante.



     La trituradora de los papeles muertos es la del cementerio, su acción pudridora, la que hace desaparecer los cuerpos y descompone sus formas.



     Son muchas las clases de trituradoras de nuestros días corrientes: la trituradora del Ayuntamiento de Oviedo cuando quiere triturar los seres vivos de ‘Los premios Princesa de Asturias’, donde se galardona a personajes e instituciones modélicas, que resultan ejemplares para el ser humano; la trituradora de la enseñanza en aquellos proyectos de educación que trituran a las élites culturales en beneficio de la injusta igualdad, y así abaten a las lumbreras, a los guías, a los líderes y a los genios; la trituradora del jockey que mató a palos a su caballo y que ha  encontrado su justa cárcel; la trituradora de la guerra, la de Afganistán por ejemplo, donde al retirarse de allí los españoles, se ha hecho balance de cien trituraditos. La trituradora del fiscal de Venezuela que ha triturado moralmente al gobierno de su país al denunciar las presiones a que fue sometido en la farsa del juicio de Leopoldo López…



     Esta trituradora lenta del camposanto no chilla ni bufa, es silenciosa, apacible, perpetua, de flores calladas y de lengua universal.



José César Álvarez


Puerta de Madrid, 30.10.2015

domingo, 25 de octubre de 2015

La tronante pajarería



La tronante pajarería

     Es un edificio blanco, capaz, espléndido, un orgullo de construcción local, autonómica y nacional, un Titanic de la investigación ante Europa e incluso el mundo en sus pretensiones. Y ahí está cerrado, junto a la Facultad de Medicina y el Hospital Príncipe de Asturias. Es el IMMPA (Instituto de Medicina Molecular Príncipe de Asturias) Una idea que se fraguó en el año 2006, inflamada de los vientos de bonanza y que se aparcó en el 2011, desinflada por los vientos raseros de la realidad. Es el IMMPA un barco en la alta mar de los campos alcalaínos, sin rumbo, a la deriva, envarado, sin proyecto científico, sin recursos humanos ni financieros, con un nombre que puede ser cambiado en cualquier momento. Este fue el plato indigerible que le fue servido al CSIC.



     Aplazada queda ‘sine die’ su investigación tumoral del cáncer y la del envejecimiento, aparcada la medicina regenerativa y el uso de las células madre, vacíos los animalarios para la investigación… Es el monumento a los derroches incontrolados, es la espuma de los tiempos de fiesta. Así es que el edificio de 50 millones, como todos los cuerpos abandonados, afronta una subsistencia imprevisible y caótica.



     El bello y fantasmagórico edificio está rodeado de unas vallas que no permiten acercarse. Pero lo que allí me llevó no fueron sus proyectos científicos subsumidos, sino el reclamo de la tronante pajarería que en las crestas del edificio se albergaba con pasmoso estruendo. Era aquel un emporio de trinos cuyos élitros cantores ocupaban el alto coro  de la galería superior, cubierta de cristales. Dicha galería corrida ejercía de inmensa jaula ornitológica, de tal manera que el animalario proyectado de las ratas del subsuelo se había trocado en espontáneo animalario volador.



     España es una jaula de tronancias ornitológicas. Pían y pían y no dejan de piar. Es una competición tonal, canora. Cada cual trina con todas sus fuerzas y destrezas, sin escuchar nadie a nadie. Todos cantan a la vez. Nadie escucha. España es un coro de trinos superpuestos, alocados, frenéticos.



     Trinan los pájaros de los cuatrocientos alcaldes independentistas de Cataluña, cuando levantan al alimón sus varas de mando. Las varas superpuestas de los alcaldes separatistas no suman, restan. La vara alzada de un alcalde sólo tiene vigencia ante su pueblo genuino. El pueblo y su vara de mando es como el pastor y su ganado. Fuera de su aprisco la vara no rige, es postureo, la voz y la vara son reconocidas por los pastoreados. Fuera no ejerce, no manda, no se reconoce, no suma. Sólo suma en el guirigay anárquico.  



     Pían y pían y vuelven a piar los socialistas porque su pastor a premiado a una oveja desleal, la cual, ahora, al quedarse sin aprisco, la guarda el pastor en el suyo. Y las ovejas visitadas balan y balan y vuelven a balar contra la extraña que un día les baló encrespada. Y trinan y trinan contra el pastor dadivoso.

    

     Cantan y cantan los pseudos-cervantistas que defienden la ‘teoría leonesa’ de que Cervantes es de ‘las montañas de León’ como se dice en el Quijote, sin pararse a que dice que allí “tuvo principio su linaje”, es decir, el manantial de su nombre. Y trinan los manchegos de Alcázar y los sanabreses de Cervantes de que nuestro Cervantes no es Saavedra, el que escribió el Quijote. Y para acabarlo de arreglar van los pájaros de este lugar complutense y dicen que ‘Saavedra’ es un auto-apodo que el propio Cervantes se pone, derivado de un arabismo que significa “sin brazo”, tal que sus ficciones aljamiadas. Es decir, que la tronancia cervantista indígena pretende que el españolísimo apellido gallego ‘Saavedra’ se convierta, por la gracia de sus trinos, en un mote moro. Pero trinen lo que trinen. Cervantes Saavedra fue su apellido compuesto, muy conocido en la época, tal como se llamaron y firmaron su padre y su abuelo.



     Pían y pían y vuelven a piar. Es una jaula tronante, frenética, sin orden ni concierto.



José César Álvarez


Puerta de Madrid, 25.10.2015

viernes, 16 de octubre de 2015

El mercado



El mercado



     El Mercado Medieval tiene diecisiete años y tres nombres por lo menos. Yo le digo “Mercado Cervantino”, porque, en rigor, llamarlo “del Quijote” es trastocar símbolos de otros escenarios cuando no hace falta. Pues bien, ese Mercado Cervantino cada año aparece más abigarrado, más invasivo, más insolente y más tripero, el mismo que está dispuesto a seguir siendo, según sus promotores, ‘el mercado más grande de Europa’. Mejor será llamarle El gran mercado del Mundo, que es el título de un auto sacramental de Calderón de la Barca, alumno de Alcalá y de aquella época. La obra teatral comienza con este pregón entre músicas:



      ¡Oíd, mortales, oíd! Y al gran pregón de la Fama todos acudid. Y en la plaza del mundo del Monarca más feliz, hoy se hace un mercado franco, todos a comprar venid. En él se vende de todo, pero aprended y advertid que el que compra bien o mal no lo conoce hasta el fin. ¡Oíd, oíd…!



     Siguen siendo los pregoneros del boca a boca los que han convertido a este mercado del octubre cervantino en la ruidosa fama que arrastra a tanta gente de fuera y de dentro. Todo mercado es bullicioso, pero si lleva la impronta de la costumbre antigua, es el no va más, es el gentío de riadas inauditas, prietas, estrangulantes. La reproducción de las viejas costumbres produce hoy fascinación. Hemos olvidado ya lo que fue la cotidianidad urbana de la paja, del burro, de la alabarda, de la boñiga, de los amarres, del ruido de los cascos de los caballos y de las llantas de los carros. Hemos olvidado aromas y sonidos, los cencerros y los validos, los distintos aromas de los humos, el canto de los cántaros bajo el chorro de la fuente, hasta el canto del gallo de los corrales clausurados…



     Y este mercado repite cíclicamente algunas estampas y aromas perdidos. La vestimenta renacentista del “hidalgo principal” Miguel de Cervantes, encaramado al dosel de su plaza, desciende cada año para copar sus calles y plazas. Y con su atuendo revienen los tahoneros, los buhoneros, los comediantes, los cetreros, los magos, los artesanos de múltiples oficios: especieros, plateros, ceramistas, queseros…Y te chocas con los trovadores, los encantadores de serpiente, los espadachines, y desaparecen las bolsas de plástico y los pesos digitales. Y en la Huerta del Obispo hay torneos a caballo y duelos de honor. Y los camellos, los saltimbanquis de zancos y peonzas humanas, las carrozas de época… Hay que reconocer que las cosas viejas sobre la ciudad vieja adquieren también su maridaje, como el buen vino en la cuba de roble. Así es que del Gran Mercado del Mundo pasamos a esa otra obra calderoniana que es El gran teatro del Mundo.



                         Calderón de la Barca

     Y, sin embargo, el Mercado Cervantino de Alcalá de Henares, que es riguroso en el espacio recobrado de la plaza del Mercado, es un mercado bastardo en el calendario histórico de la ciudad. Desde 1254 data la Pragmática del rey Alfonso X el Sabio donde concede privilegios a la Feria de San Bartolomé y declara que no sean importunados los feriantes que llevaran el camino de su feria. Otro mercado tradicional fue la Feria Chica por San Eugenio, en noviembre, donde se servían principalmente las sargas de los telares de Trillo y Brihuega y donde se abastecían de ropas a los estudiantes de cara al nuevo curso. Esta feria se mantuvo hasta los años treinta del siglo pasado. A aquellos feriantes anuales le han sucedido hoy en los distintos barrios de Alcalá los mercadillos semanales de ‘los luneros’, con su réplica de ‘marteros y miercoleros’.  Mercados ocasionales y ambulantes que vienen a sobreponerse al comercio fijo alcalaíno que se desparrama por toda la trama urbana de la ciudad.



     La actividad mercantil que nos invade desde los fenicios forma parte de nuestra propia vida, es consubstancial a nuestra manera de ser. La vida es una transacción. Damos si nos dan. Hasta Dios es acusado de mercantilista por los místicos cuando le dicen: No me tienes que dar porque te quiera el cielo que me tienes prometido.



     Ay de los mercaderes que deben vender a toda costa, los que tienen labia y no tienen prejuicios,  los trileros de las aceras que hacen corro, los que venden preferentes a necesitados y seguros de vida a los viejetes, los que venden castillos en las márgenes del Danubio y fincas en la Argentina.



     Ay de los trileros del mercado electoral, ya abierto, los que buscan los billetes de los votos por la ranura de la hucha de su futura seguridad, los que prometen el oro y el moro, los que compran y venden alianzas, los políticos que mercadean con sus urnas.        



José César Álvarez


Puerta de Madrid, 17.10.2015


viernes, 9 de octubre de 2015

La pila



La pila



     Me refiero primero a la imagen entrañable de esa pila de piedra ancestral junto al pozo. Son las pilas españolas de los patios y corrales, que algunas hoy decoran rincones y jardines de nuestra geografía, pesadas, jubiladas, desusadas, hoy decorativas, formando un plúmbeo anacronismo difícil de mover. Son las pilas ante las que  se doblaron las mujeres de España y en cuya tabla o rampa restregaron capas y jubones, corpiños y mantillas, las manos amoratadas de una colada larga y restregante, las mismas manos que tiraron de la soga para hacer chirriar las garruchas de los cubos rebosantes.



     Y la pila privada se hizo pública. Fue el lavadero, donde las lavanderas se arrodillaron frente a añiles y burbujas. Los ayuntamientos de los pueblos de España han recuperado sus lavaderos ya en desuso, como reliquia de la historia del pueblo. Porque el lavadero del pueblo fue mucho más que la colada de las mujeres que lo frecuentaron. Fue encuentro y desencuentro, gacetilla y murmuración, canción de tonadillera y juramento de despechada.




     Pero en las pilas bautismales de todas las iglesias se bautizaba en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Sus pilas eran tan plúmbeas y pétreas como las profanas. Ahora adquirían forma de copa o de vaso y ocupaban un lugar próximo al acceso al templo que se llamaba baptisterio. Por el bautismo purificador el catecúmeno ingresaba en la Iglesia. El Cardenal Cisneros ordenó en sus ‘Decretales’ de Toledo se practicaran registros bautismales en las parroquias. Fue así cómo por una decisión de un alcalaíno de adopción y de luces hubimos noticia de un alcalaíno de cuna y de sombras. Cisneros nos alumbró a Cervantes con fecha nueve de octubre de 1547, día de las aguas purificadoras de la cuna del genio alcalaíno.



     Pero para alumbrar a Cervantes hubo que saber leer. Saber leer el ‘Cervantes’ y el ‘Miguel’ de unos manuscritos viejos. Supo leerlos un erudito abad de la Iglesia Magistral de aquel año de 1752 llamado Santiago Gómez Falcón. Don Santiago buscó en el despacho parroquial de su jurisdicción en la parroquia de San Pedro. Nada encontró. Hubo de pedir autorización a García Calbo, párroco de Santa María. Allí estaba. Don Santiago emite la certificación de la trascripción a su amigo cervantista Martínez de Pingarrón con fecha 18 de julio de 1752. Tiene unos ojos escrutantes sobre él, es el Sr. Baeza, recaudador de rentas decimales, un alfil de Montiano, conspirador de la capital del Reino. Cuenta don Santiago que cuando abandona el despacho parroquial, en la tablilla donde se relacionan los trabajos del día siguiente, consta ya la petición de certificación de bautismo de Miguel de Cervantes, la que en vez de llevar la fecha de ’19 de julio’ llevó ’19 de junio’ y coló. Así fue que, “con malas artes”, como dice el Padre Sarmiento,  el súper académico Agustín de Montiano consiguió pescar ‘el campano’ de la literatura española.  



      Martín Sarmiento, desde su convento benedictino de Madrid, había comunicado el hallazgo en Haedo de la patria de Cervantes. Ahora tocaba confirmarlo con la fe de bautismo. Él la encontró y nadie lo nombra. Se llevó los honores un personaje extraño en estos lares, atizador de las movidas de la olla de la capital, cuyas ardides no nos importan. Quien nos importa hoy es él, don Santiago, ceñido a la órbita de los aromas locales y a su intrahistoria, ajeno a los  relumbrones nacionales, feliz de su ‘eureka’ íntimo e intransferible.



     La llorada pila bautismal de Cervantes. La que no pereció en el fuego cruel de una guerra y hubo de sucumbir golpe a golpe, desmenuzada, desmembrada,  para servir de mampostería del refugio antiaéreo de la plaza. Un par de trozos pétreos, tan negruzcos como su negra historia, se incrustaron como lagrimones ahumados en la reproducida pila bautismal que ocupa la última ubicación de la capilla del Oidor, allí donde a la pila le cogió el asalto, la rebelión destructiva.



     Pero las pilas profanas que subsisten andan tiradas, infravaloradas, sin historia. Nadie que sepa ha colocado  una cartela así: “Aquí se lavaron los calzones de Espartero”, “aquí se lavaron las prendas íntimas de la duquesa de Ébolí”, “aquí se lavaron los pañales de Cervantes”. Y, sin embargo, en esta era de la genética nuestros admirados personajes pueden ir infiltrados en las grietas y porosidades de una pila.



      Nuestro personaje ahora es actual. Está sentado en un banco de la plaza de Cervantes, donde ha sido abordado por un viejo conocido, quien le pregunta por sus años cumplidos.  



     –La pila –contesta el interpelado.



José César Álvarez


Puerta de Madrid, 10.10.2015