martes, 1 de mayo de 2012

El lancia




     Los alcalaínos que dejaron de serlo y los que todavía lo son, tomaban el autobús de la Continental-Auto camino de los madriles en la calle Mayor. Y el autobús de dos pisos teniía un encanto especial, pese al tembleque de las alturas o por eso mismo. No sé quién pudo robar el encanto de las alturas del Lancia alcalaíno. Pudo ser Londres quien robara nuestro autobús de dos pisos, lo echara un poquito de bruma y lo pintara de rojo para disimular. Los alcalaínos de entonces iban a Madrid en el Lancia de uno o dos pisos y volvían en el Lancia, la marca del primer autobús. Y siguieron subiéndose al Lancia, aunque fuera un Setra o un Mercedes. Por eso, los alcalaínos que lo siguen siendo van todavía a Madrid en el Lancia.

          La estación de autobuses alcalaína se corrió calle adelante hasta la mitad de la calle de Libreros para albergar a viajeros y autobuses, y, pasado el tiempo, volvió a correrse calle adelante hasta donde está ahora, en la calle Brihuega, para no albergar ni a viajeros ni autobuses. En esto de los lancias la cosa no ha ido a mejor. Que no.

     Para mayor inri, en la oficina expendedora de billetes desaparecieron este invierno los bancos, y los alcarreños de visera calada, que acudían a diario a tomar su ración de calefacción, fueron desahuciados del lugar sin que sirviera de atenuante la servidumbre de sus años de banco caliente. En la desahuciada sala expendedora, que lo sigue siendo, dos  máquinas la presiden, taponando las dos ventanillas por donde hasta hace poco se asomaban señoritas de verdad. Un hombre sin trabajo se ha buscado este de auxiliar a los viajeros que no entienden la máquina de los billetes. Ofrece sus servicios, muestra las monedas que recibe y que devuelve, como si fueran las manos limpias de un prestidigitador, entrega el billete, haciéndolo todo fácil, y pide la voluntad que escasea. El auxiliar espontáneo es un ángel para tanto torpe maquinista.


     Ese día el conductor mandó a un viajero a sacar su billete a la máquina, porque había tiempo, pero el ángel no estaba en la sala.
    
     – Si es que a mí me revienta hacer el trabajo de mis compañeras despedidas. Es que echaron a cuatro taquilleras –decía el conductor con deje sindicalista a una señora confidente.

     El viajero no volvía, enredado con la máquina. El tiempo de salida se echaba encima y el conductor tocó la bocina como un hipo cortantemente sonoro, como un susto. Repitió el bufo y que nada.
   
      – Que venga ese hombre, que le doy el billete –dijo el chófer. No me mira.
    
     El cronista, en los puestos delanteros, se ofreció a llevar el recado, ya que un pitido podía tener significados varios. El viajero, que quería serlo, le dijo al cronista.:

     –Ese conductor es un hijo de la gran ruta y esta cabrona no me da las vueltas.– en tanto le atizaba un punterazo bajo a la máquina como queriéndole dar en las espinillas.

     El cronista volvió al autobús del que nunca debió haber salido y, en silencio, se arrebujó en la zona media del autobús, desentendiéndose de la jugada.

     –¡Pero qué pasa! –clamaba el conductor con sus jipíos de bocina, fuera de sí y de hora.

     –Si es que el recadero volvió mudo –voceaba la señora confidente volviendo la cabeza hacia la nueva demarcación del cronista.
    
     El viajero enmaquinado debió contestar con algún gesto feo al último bocinazo, porque el conductor, arrancando el coche, clamaba ahora así.
   
     –¿Has visto? ¡Encima! ¡Eso lo será tu ruta madre! ¡Ahí te quedas, tío!

     Sólo el cronista, en silencio, mirando al paisaje como si lo hubiera, sólo el cronista sabía que aquel partido había acabado en empate, en igualdad de “rutas”. Y es que esto de los lancias va a peor.

                                                 José César Álvarez
                                             Puerta de Madrid, 16.4.2011


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