miércoles, 2 de mayo de 2012

Mi resaca arqueológica

     Fue el caso, tú sabes lector, que topé con unos aguerridos arqueólogos que, corrido su antifaz, me zurraron la badana en plena vía pública, y desde entonces llevo  puños y zumbos en la boca que debo vaciar. Y no vaciaré contra nadie y menos contra mis vapuleadores, si es que vapulearon, que son en el fondo enternecedores jacobinos, atorados de alcalaínas intenciones. Yo sólo me vaciaré contra la idea jacobina que les sobrevuela y que atenaza hasta la propia cultura de nuestros días. Lo que yo les iré contando aquí a ustedes despaciosamente con ejemplos que vengan al caso.

     Quiero aquí, antes de nada, proclamar mi admiración y respeto por la Arqueología, la avanzada disciplina que desentraña los misterios enterrados de nuestra civilización. Pero con dos matices importantes:
   
      Uno. Habré de distinguir entre la huella del pasado y la obra de arte, que no es lo mismo, aunque a veces se imbriquen.
    
     Dos. El criterio arqueológico excluyente que aquí critico debiera ser armonizado con otros criterios como el artístico, el histórico, el urbanístico…

     Un día, que ya ha empezado, habrá que hacer un listado de los desaguisados perpetrados en Alcalá por la imposición del criterio arqueológico. Fue en los años 80, cuando era concejal. En la calle mayor, en el tramo sin soportal donde se construyó la Cooperativa “Miguel de Cervantes”, casi frente a su casa, yo le dije  al técnico que por qué  no aprovechaba  y construía allí el soportal. El técnico se me quedó mirando y me dijo:
   
      –¿Tú sabes lo que significa la palabra “conservar”? Hay que tener un respeto por lo que recibes.
    
     –O sea –le dije–, que tú te encuentras una calle desdentada, pasa por tus manos solventes, y ¿la dejas como estaba? En nuestra calle Mayor no hay ningún espacio desdentado justificado, salvo el Hospital de Antezana. Tú tienes el deber de completar el perfil de una ciudad y no ahondar sus fallas. Tú tienes que acabar la ciudad que te han legado.

     –Además –me dijo–, el soportal no podría nunca colocarse porque en los dos costados tiene servidumbre de ventanas.

     –Eso también lo he pensado –le contesté–. Las ventanas de la derecha habrá que negociarlas, cediendo incluso una habitación por cada piso. Y las ventanas de la casa de la izquierda serían ya la calle, el famoso callejón del Peligro que cita Quevedo en el Buscón don Pablos, donde el famoso pícaro perdió el culo portando el robo de un cofín de dulces.
    
     En consecuencia, no se hizo allí el soportal por un puritanismo arqueológico. Pasado el tiempo, aquel técnico, que en el fondo era buena persona –también los arqueólogos puritanos son buenas personas–, me dijo: “Lo he pensado ¿Sabes que llevabas razón? Ahora ya es tarde”. Hace poco, mi admirado amigo Francisco Javier García Gutiérrez recordaba en “En claros y oscuros” un artículo mío de aquellas calendas de 1986, donde reivindicaba el callejón del Peligro, que al final fue un pasadizo.
 
     Y, sin embargo, no creo haber escrito un artículo más encendido en este querido semanario que el que dediqué a los puritanos conservacionistas del lateral de casas de dudosa ralea, junto al monumento de la Puerta de Madrid en su cara interna. El último ayuntamiento predemocrático había  practicado la alineación de una parte, abriendo calle a un lado y demoliendo la casa de Oliva, adosada al torreón. Aquel costado abierto clamaba así: “Escucha, lado opuesto, cuando te llegue el día, haz lo que yo hice y centraremos el monumento según las leyes universales de la armonía”. Pero la democracia, asistida de conspicuos conservacionistas, consintió aquella mediocridad alineada.

     ¿Por qué los edificios del Museo Arqueológico y del Parador de Turismo, dominicos ambos, no recuperaron sus cúpulas originales? ¿Es que es pecado arqueológico la restauración de los elementos que definieron históricamente esos edificios? Otro día podré seguir la lista de los gruesos agravios perpetrados en esta ciudad por el severo criterio arqueológico. De momento ya podemos adelantar este corolario: el sentido arqueológico ha causado más estragos que los que haya podido recibir la  propia arqueología. 

     Estamos asistiendo a una exaltación absoluta de lo antiguo, donde no se permite traspasar sus límites, aunque se conculquen los más elementales principios estéticos o históricos. Este alma  que batalla por lo viejo penetra, sin advertirlo, en toda nuestra cultura. La arquitectura debe ser lisa y funcional, sin aditamentos que recuerden otras épocas. La música sinfónica  debe ser efectista, inarmónica y sin melodía. La pintura no ha de ser figurativa. De lo que se trata es de que aquí nadie juegue a ser Miguel Ángel, ni Mozart, ni Velázquez. Eso está prohibido. El mundo antiguo está aherrojado. La catalogación museística esta cerrada. En los nuevos museos ya sólo se almacena el tiempo con los valores de exhibición del arte, que ha quedado encallado.
           
                                                  José César Álvarez
                                                     Puerta de Madrid, 3.12.2011

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