lunes, 23 de abril de 2012

CRÓNICA DE MEXICO


Tras la huella española por las ciudades de México, Puebla y Cholula

Los domingos por la mañana cierran el Paseo de la Reforma, algo así como la Castellana de Madrid, para la práctica de la bicicleta. Pero los últims domingos de mes el recorrido urbano se extiende hasta los 43 kilómetros en una caravana alegre y multicolor, donde las principales arterias de la gran ciudad descansan de la polución. En el “ciclotón” del día 28 de noviembre pasado participaron dos alcalaínos, José César Álvarez y Javier Álvarez. Las pedaladas ciclistas se alternaron con las pedaladas turísticas a las ciudades de México, Puebla y Cholula.

     Son las tres de la tarde y todavía andábamos en bicicleta por las ciclovías del bosque de Chapultepec. Podríamos ir a casa y presenciar los resultados de las elecciones catalanas que a estas horas empezarán a aparecer en la televisión de España. Pero estamos mejor aquí, dentro de este sol rojizo que nos envuelve generoso, lejos de los cicateros nacionalismos que nos corroen. Estamos mejor aquí, en este bosque ignífugo de palabras castellanas que acaba por obligación en la Patagonia, una lengua común, larga y ancha, que se extiende con naturalidad sobre las lenguas indígenas, que perviven. Estamos mejor aquí.

     Javier me llevó a visitar Teotihuacan, “el lugar donde nacen los dioses” que es la ciudad de las Pirámides. El guía nos había indicado que cuando en 1480 pasaron por aquí los aztecas, provenientes del Golfo, toda esta civilización se la encontraron arrasada. Era la cultura ancestral de los olmecas, destruida sin saber cuándo ni por quién. Estén prevenidos: hay quien culpa de ello a los españoles. La ciudad de los olmecas fue reconstruida con un cemento que chilla. Subimos la pirámide del Sol, que primitivamente tenía 365 peldaños y ahora presentaba unos 340. Volvíamos de allí por la Calzada de los Muertos. Estábamos encaramados a una de las plataformas de los sacrificios cuando por un lateral nos cruzó en dirección contraria un numeroso grupo de turistas hispanoamericanos. El guía a grandes voces decía: “A Cortés y a los españoles se les fue aquí la olla”. Nos quedamos mirando con sorpresa al voceador. Alguien debió notarlo, porque a continuación dijo:”Se lo digo cara a cara a los españoles. Se os fue la olla, amigos”. Un fuego me entró por el pecho y, haciendo acopio de toda la voz que pude reunir, desde el altar de los sacrificios clamé  de esta manera: “Contáis la historia como os da la gana. Os dimos nuestra lengua, nuestra sangre y nuestra fe. Nunca nadie dio tanto.” Sobre el valle de Teotihuacan se hizo el silencio. Pude precisar como muchos volvían la cabeza desacompasadamente. Nadie replicó. Javier me empujó por el codo y me dijo: “Vámonos de aquí, eres un peligro público”,  mientras seguía mirando a la turba que se alejaba.

    En el Palacio Presidencial situado al lado de la catedral, en el Zócalo mexicano –el guía me dice que debo decir Plaza Mayor o Plaza de las Armas– está emplazada una soberbia exposición con motivo del Vicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución. Sobre el muro y las bóvedas de la imperial y española escalera de acceso, Diego de Ribera, gran muralista, icono de los pintores mexicanos, traza una abigarrada escenografía que quiere sintetizar la historia de México de lado a lado. Se me quedó grabada una imagen que ofrece el famoso pintor del siglo XX: cuando los españoles tratan de marcar con hierro candente a los indígenas. En otro lugar la Inquisición, cuyo antiguo y formidable edificio se levanta cerca de allí, actuó sobre los propios españoles.

     Ya dentro de la exposición, me llamó la atención, entre tantas sorpresas, un enorme mapa de las posesiones españolas en América. Tengo que venir aquí para conocerlo. Por la costa del Pacífico llega hasta Alaska. Hacia la altura de Oregón cruza la raya en diagonal hasta la Florida y descienden sus posesiones hasta el cono sur, achicando considerablemente las actuales dimensiones de Brasil. Los complejos imperiales de los actuales españoles impedirían tamaña exhibición y poder. La Exposición del Bicentenario concede la importancia que merece la Constitución de 1812, en la que ellos participaron. Y está declamada en sus principales pasajes y rematada con el grito de “¡Somos españoles y somos libres!”

El castillo de Chapultepec fue colocado por los españoles en un lugar estratégico desde el que se domina la ciudad. Allí me encontré con Bernardo de Gálvez, el héroe de la bahía de Misisipi, donde dio jaque a los ingleses en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos, entrando en el desfile triunfal a la derecha de Washington. Gálvez, el que hizo poner en su escudo la leyenda del “Yo solo”, fue el segundo virrey de la Nueva España. Los españoles no llegaron a tener como residencia este hermoso palacio, del que se sirvieron, sin embargo, Maximiliano y Carlota.

El Museo Nacional de Antropología es un espléndido recinto donde se acumula la huella prehispánica y donde se dice que la conquista de los españoles acabó con el desarrollo cultural de Mesoamérica.

Manuel Tolsá, un valenciano del siglo XVIII, es el Miguel Angel Bounarroti de México. Un mexicano me revela su pasión por este personaje que fue arquitecto, escultor, pintor y literato. “A México se le puede llamar la ciudad de los palacios por él, aunque esto no les guste a mis paisanos” me dijo. “¿Por qué?” le pregunté. “Pues por lo mismo que no les gusta Cortés”.

     Si Diego Ribera es el primer pintor mexicano, Frida Khalo, su mujer es, la segunda. Al seboso Ribera se le escurría la grácil Frida. En la casa azul, residencia de Frida en el barrio de Coyoacán, lleno de resonancias coloniales, se ofrece el camastro de León Trostky. La pintura modernista de Frida Khalo  tiene más vigencia que alguna de sus frases: “El marxismo nos sanará a todos”.

     En México me dicen que Puebla es una ciudad pequeña. El taxista que me lleva al centro urbano, patrimonio de la Humanidad, me dice que tiene dos millones y medio de habitantes. Las catedrales de México y Puebla están en la línea de las grandes catedrales españolas. Tal cual.

     La Capilla Real de Cholula es única. Es una planta de mezquita con 49 cúpulas. Cholula sí es pequeña, pero tiene 365 iglesias, una para cada día del año.  En las afueras hay dos pirámides. Una de ellas descuidada, cubierta de vegetación, tal que una montaña. La otra, más alta, está coronada por la iglesia de la Virgen de los Remedios, recuperada del seísmo. Los devotos de la Virgen han conseguido expulsar a los arqueólogos de su ancestral pirámide. Nada que ponga en peligro los cimientos de su virgencita. Y en esta crítica entran los españoles por elegir su emplazamiento. La cultura superpuesta de la pirámide de Cholula y de la catedral de México.

     Volvemos a la ciudad de México por la autopista de peaje, en los asientos delanteros de un “pullman bus” confortable. El conductor se santigua siempre que pasa por una iglesia y saluda a los compañeros que se le cruzan. Hay un código indescifrable en su saludo. El conductor no hace otra cosa que santiguarse, con broche de beso incluido.

                                                                       
José César Álvarez
                                                                       
 Puerta de Madrid, Diciembre, 2010   


















José César Álvarez y Javier Álvarez, dos alcalaínos, padre e hijo, en el “ciclotón” de la ciudad de México en la plaza de la Reforma, donde se puede apreciar el “caballito” de Sebastián, el mismo escultor del Quijote de la Vía Complutense. 





Risas y llantos

La callejoneada
    
         He visitado recientemente Guanajuato, en México, la ciudad que exhibe ahora el título de “capital cervantina de América” y que es memoria agridulce de antiguos concejales alcalaínos que fueron allí invitados. Guanajuato, con sólo 200.000 habitantes, es la capital del estado del mismo nombre. aunque León ronde lo dos millones. Y es que en Guanajuato, capital, “ciudad patrimonio”, se condensa la huella española y el estilo que dicen colonial que vivifica palacios y casonas. La sillería de sus órdenes religiosas eterniza la presencia española, aunque no se nombre, no se cite o se suponga, creo.  

     La presencia de los franciscanos españoles es enorme. En su casco histórico vi tres colosales iglesias franciscanas, las tres con dos torres en la fachada, de cantera tostada, barrocas, nave larga y única, a saber: La Basílica, la iglesia de San Diego y la imponente de San Francisco. cerca del museo cervantino. La Compañía de Jesús tiene también iglesia y un colegio barroco de cantera verde y original prestancia, de ventanas redondas, alineadas como ojos jesuíticos escrutadores. Hoy el colegio alberga la rectoría de la Universidad y le confiere carácter. San Ignacio es allí un nombre popular y su fiesta bien celebrada.  Existen muchas más huellas, como el templo de la Merced y el de San Roque, en cuya plaza se representan los entremeses cervantinos en los festivales anuales en su honor. Pero el templo churrigueresco de la Valenciana, bajo la advocación de San Cayetano, en cantera rosa, es único. El valenciano Antonio de Obregón quiso así agradecer al santo advocante, su generosa ayuda en la extracción de los metales preciosos de aquella mina de Santa Fe. Y así, mandó además construir tres soberbios retablos y los bañó de un oro refulgente de veintitrés quilates. Allí se celebran los conciertos del Festival cervantino.   

     Una noche participé en “la callejoneada”. Unos tunos se prodigan de día por el centro y te venden boletos para seguir un trayecto nocturno por la ciudad, acompañados de la tuna. La callejoneada equivale en España a “noche de ronda” o pasacalles. Allí se celebran todos los días dos callejoneadas, la de las nueve y la de las diez,. Las dos resultan de un clamor de fervores procesionales con paradass, dos éxitos diarios de participación. Son dos empresas distintas, dos guiones distintos, dos recorridos distintos. Las dos parten del mismo sitio, de la lonja de la iglesia de San Diego, en cuya escalinata tiene lugar el primer encuentro. Allí al lado está la estatua de un tuno en homenaje a la tuna, aunque los míos, los de las diez, le denominan “la estudiantina”. Me dicen que así la llama Cervantes.

     He sabido que en Guanajuato se han celebrado festivales de tunas. La callejoneada pone en evidencia que los tunos mexicanos han captado la específica picaresca del tuno, su ingenio, su hábil ironía, su sorna y su gracia, la jácara de sus decires. Pero hay que reconocer al mexicano su plus de aportación novedosa, su reorganización, su ingenio en el guión y en los juegos, como el paso bajo la bóveda de brazos, el regalo de un porrón a cada participante con la plática de su uso, el misterio del callejón del beso y, sobre todo, la escena de la balconada. Hay, en efecto, un momento, en que los tunos, que te van organizando en el recorrido, mandan separar a las parejas, las mujeres a la derecha, los hombres a la izquierda. Quedan los hombres sumidos en una escalera tenebrosa, y en lo alto aparecen las mujeres sobre una balconada llena de luz, hacia donde se dirigen las baladas más tiernas de toda la noche con un público entregado y participativo.

     El recorrido resultó un laberinto de risas, un codo a codo de contagios voceantes, un dédalo urbano de tonadas unísonas de gentes diferentes bajo un mismo idioma, salvo algún anglo, cuyo nombre, el del ancho idioma, es ocioso nombrar, como es ocioso nombrar el origen del regio escenario, ni el de la mayoría de las canciones, ni el de la tuna con su atuendo y picaresca, ni el del porrón… Y, en efecto, el origen de tamaña aportación es  innombrable.

      En la plaza del beso está boqueando la itinerante función. Habla el director del evento. “Ahora” me dije, “ha llegado el momento, es el final”. Pero el director dejó colgado el adjetivo que yo esperaba, porque terminó diciendo: “Gracias a todos por colaborar en mantener viva tan bella tradición”. ¿Acaso no debió decir “tradición española”? Pero no lo dijo. Nadie, ni una vez tan siquiera, al menos una vez y de forma adjetivada. “Dame tan sólo un adjetivo esta noche” debí mascullar ante tan punzante vacío. Pero quizás sean sólo cosas mías.

     Días después, voy en el coche de mi hijo Javier por México DF y lleva puesta la radio. Es una mañana de domingo y están haciendo una entrevista interesante a un catedrático de Derecho, cuyo nombre de fonética vasca, no recuerdo. En un determinado momento dice:

     – Nosotros no podemos olvidar nuestra vinculación durante tres siglos a la corona española. Y no solamente se trata de nuestra lengua, religión, tradiciones, topónimos, apellidos, etc. Es que en el terreno del derecho hemos sido configurados por cantidad de normativas que de los reyes de España hemos asumido en forma de ordenanzas reales, cédulas, leyes, pragmáticas, constituciones, decretos, bulas, edictos, bandos…, de tal forma que, por ejemplo, los comerciantes de nuestros mercadillos, en su movilidad y fijación de puestos de venta, se comportan todavía bajo aquellas ordenanzas. Y así tenemos cantidad de ejemplos. Nosotros, no sé por qué, podemos ponernos de lado, mirar a otro sitio sin querer reconocer nuestra españolidad, porque no interesa por lo que sea, pero hay está por donde  usted lo mire”.
                                               

                                   



La iglesia de San Diego de Alcalá en Guanajuato, junto a su monasterio, guarda un relicario de San Pedro de Alcántara y el Cristo de Burgos, donado por el rey Carlos III al duque de La Valenciana y por éste a los dieguinos.




José César Álvarez
                                                                                  Puerta de Madrid, 24.12.2011

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