miércoles, 25 de abril de 2012

OJO de buey 

La nevada de Dios

Enero se despidió con una nevada y el Papa Benedicto estrenó su primera encíclica Dios es amor.  La nevada cayó mansa y purificadora como lo fue la prosa benedictina. Nevó sobre la ciudad de igual manera, apareciendo blancos los tejados, los jardines y las plazas, pero el blanco manto no cuajó sobre los viales de pasos y rodaduras. La nieve se detuvo sobre los espacios sosegados, sobre los suelos cálidos, y brilló por su ausencia en los suelos refractarios.

            Pasé el dial de la radio y me estalló grotesca la voz imitada de Benedicto XVI, envuelto en una zafia y burlesca parodia. Pero Francisco Umbral, por el contrario, el que, en su época desmitificadora de no dejar títere con cabeza, descargara los filos mordaces de su pluma sobre la imagen blanca de Pablo II, cuando se arrodillaba para besar la tierra visitada, ahora, sin embargo, se rinde ante el magisterio de la palabra de Benedicto XVI. La nieve, ya se ve, ha caído esta vez sobre suelos inéditos.

            La nevada ha traído la cultura griega. Ha nevado el “eros” y el “ágape”, dos  conceptos distintos y complementarios del amor. El arrobamiento divino a que nos conduce el “eros”, la potencia que según los griegos mueve el mundo, ese ansia de eternidad debe ser dulcificado por el “ágapé”, el amor espiritual correspondido donde “darse para” el otro. A mi modo de ver, esta encíclica es un esfuerzo intelectual que busca devolver a la palabra “amor”, tan ajada y manoseada, el sentido prístino de sus orígenes culturales. “El amor –nos dirá– no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor”. El amor necesita una organización y al amor religará el concepto de justicia. La trascendencia colmará el verdadero sentido del amor, la Luz que encuentra Dante en su cósmico viaje.

            La nevada destiló a Virgilio, a Aristóteles, a Dante, a San Gregorio, a Nietzsche... Nevaron uno a uno, copo a copo, en pasmosa naturalidad, en fina sabiduría. ¿Dónde queda el jupiterino y retrógrado Ratzinger de los falsos cronicones? 

La palabra blanca de Benedicto XVI lleva el contraste del color de las otras palabras de estos finales de Enero. Son las muecas del fondo, los relejes opacos que no cubre la nieve. Las palabras broncas de los kiosqueros en la calle contra la ministra de Sanidad tienen el color del tabaco rubio. Las palabras de Pepiño Blanco a la Ezquerra Republicana de Cataluña tienen el color de las lentejas. Las palabras esotéricas del titiritero Rubianes, el que dijo “estar de España hasta los huevos”, tienen el color de lo que nos mandó ir a hacer a la playa. Las palabras de Fidalgo, el líder de Comisiones Obreras, graves como el trueno, llevan el color del diamante. Las palabras nerviosas, fuera de guión y mal hilvanadas, de los “goya” que  creen ser ombligo del mundo llevan el color de la amnesia afgana y alcarreña, y, blindados los comediantes en su propia fragata, hicieron palidecer hasta los tonos achampanados de la vaporosa Carmen Calvo. Las palabras de los salmantinos, ahogadas en sus propios legajos, llevan el color miserable de una guerra perdida. Las palabras de Mariano Rajoy pidiendo las firmas de los olvidados tendrán el color del trigo de las cosechas generosas, cuyo grano resultará entallecido en los silos peperos. La palabra de réplica de los nacionalistas y sus socios, invariablemente, llevará el nombre de un color inventado y gratuito: anticatalanistas.

            Aquí hay muchas naciones, dicen, pero sólo ha nevado sobre media. La nieve, pertinaz y terca, ha dibujado las dos Españas. En esta amanecida encontrada yo me quedo con el armiño blanco que cubre los tejados de mi ventana.

        
                                                 José César Álvarez
                                                         Puerta de Madrid, 4.2.2006

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