lunes, 23 de abril de 2012

Monólogo del Empecinado

 

     “Aquí, el único que tuvo el monumento en vida fue el menda” -dice el famoso guerrillero de la Guerra de la Independencia.

Ahora que el monumento al Empecinado ha sido removido, a causa de la reforma de que ha sido objeto, aprovechamos la ocasión para remover también la historia trágica de aquellos días tensos de 1813, puede que los días más pavorosos de la historia de Alcalá. La metodología histórica, fría, acumuladora de datos, no llega a captar la intensidad humana de esos momentos álgidos. Sin renunciar al dato histórico, sirva este sobrecogedor monólogo de Juan Martín el Empecinado, captado en el hondo silencio de la noche alcalaína, como un intento de llegar a la clave de los hechos que propiciaron dicho monumento.


            El ejército francés, en aquel entonces, pegó aquí duro, muy duro. Se repetían aquí los saqueos, las violaciones, las vejaciones, las profanaciones. Había sutiles y humillantes extorsiones en forma de contribución voluntaria. Todo eso hacía más daño que la batalla abierta, más estrago que el fuego de artillería. Nosotros lo sabíamos.

            Los franceses se presentaban aquí siguiendo la línea del río Henares desde el puente de Viveros, en San Fernando, donde estaban fortificados. Su obsesión era pillarme por sorpresa dentro de Alcalá, y, demonios, que casi lo consiguen. Yo acababa de ser traicionado por los renegados, quienes al frente de El Manco, un hijo de perra al que le hice el torniquete en el campo de batalla, a quien vendé su muñón, así te pagan, cabrones, me habían robado varios depósitos de municiones que teníamos escondidos en los montes. Por eso, aquel fatídico veintiuno de Abril de 1813, hubiera sido una temeridad plantar cara a los franceses en toda regla. No podía, no podia. Además, eran 6.000 infantes y 2.000 caballos. Una nube. El caso es que antes de retirarnos, castigamos con fuego la vanguardia enemiga para distraer su entrada a la pobre e indefensa Alcalá, en tanto la caballería se dejó caer en retirada hasta la Humosa y Armuña, llevándonos franceses tras los talones. Pero de nada sirvió la maniobra, antes al contrario, ello fue motivo de venganza, dada la saña vandálica con que entraron en Alcalá. ¡Maldita la francesada! Sólo podíamos huir. Y los empecinados vagamos aquella noche por los cerros como almas errantes.

¡Pobres alcaleses, pobres! No tendrán nunca otra noche más negra si buscan, más calamitosa y aciaga. Noche larga de alaridos largos: los enfermos fueron levantados de sus lechos y perseguidos de bayoneta con saña, los templos profanados, las casas y graneros requisados y las mujeres violadas en grupos de siete en siete, quince en quince, veinte en veinte, y hasta de veintisiete, por lo que murieron algunas. Las monjas de clausura del monasterio de San Bernardo huyeron por los tejados. A culetazos fueron matados algunos, mientras que otros fueron arrojados vivos a los pozos. Los muebles más nobles de las casas fueron amontonados en las piras que se formaron en las calles y que ardieron durante toda la noche. Desde el alto de los montes las vimos arder impotentes, y, sobre todas, una tea descomunal que no acabábamos de identificar, pero que nos abrasaba por dentro de rabia contenida. Al día siguiente cuando bajemos, supimos que se trataba del convento de la Merced, en la calle de Roma. Al día siguiente cuando bajemos, los franceses habían tomado la carrera de Guadalajara y no habían dejado un mal mulo. Al día siguiente cuando bajemos, muchos de los hombres que me habían acompañado a cielo raso en el monte encontraron con su propia mirada la mirada extraviada de sus mujeres, las de quince en quince o veinte en veinte que no murieron. Por lo que el día de mis “méritos monumentales”, si alguna vez los hubo, no me fueron atribuidos evidentemente al día siguiente cuando bajemos.

            El día por el que decidieron hacerme aquí monumento fue justo un mes después, el 22 de nayo. Estaba yo en Alcalá durmiendo y tenía metidos como quien dice a los franchutes en la cama sin saberlo. ¡Será posible! Me fallaron los correos, puñetas. Me dijeron que ya habían  pasado el Torote. Recuerdo que para colmo de males, maldita sea, del salto que di en el camastro perdí una chinela. No eran tiempos ni los había para rastreos de tan baja estopa, por lo que me eché a la calle cojicalzo. Me encontré al pueblo en la calle, pues había habido toque de generala, y los voceros y atalayas pregonaron la visita. El pueblo se había tirado de la cama en paños menores, como almas en pena. Allí estaban espantados, legañosos, con el sueño y la mañana rotos, vociferantes desde ventanas y balcones. Nos gritaban, nos animaban, nos conminaban: ¡Al puente, por Dios! ¡Al puente! Estábamos arreglando deprisa los caballos, cuando, a la carrera, apareció en la Puerta del Vado mi santa madre en camisón, quien,  postrada de hinojos, me colocó la chinela perdida. No pude decirle palabra. Ni tan siquiera enganchamos los mulos para arrastrar los dos cañones. Como mulos al trote nosotros mismos los arrastramos hasta el puente Zulema para pertrecharnos en los montes. Nos salvamos por los pelos, el puente nos salvó. El puente salvó a los alcaleses, porque desde las lomas terrosas del otro lado habíamos aprendido a movernos como zorras. Desde allí tramé la operación. Y esta vez, sí, esta vez, por mis muertos, que no entrarían los futres.

Noté que el enemigo había abierto una brecha en la mitad del puente y buscaba seccionarlo, como un brazo de gitano. No podíamos ceder un palmo. Luché con mis hombres por el puente, era mi puente, el que tantas veces me había salvado. En el fuego cruzado sufrimos tres o cuatro bajas, las mismas que nosotros causamos al enemigo. Aquella mañana empezábamos ya a controlar favorablemente la situación cuando en el horizonte, al fondo de un campo de amapolas, apareció una raya parda alargada, que se movía sanguinolenta, que se agrandaba. Era nuestra caballería acantonada en Ajalvir, alertada por el cañón apostado en el pozo de la nieve, sobre El Viso. Fue entonces cuando definitivamente los franceses desaparecieron río abajo. No hubo más, os lo juro. Esta fue la tan aireada batalla del Puente Zulema.

            Sin embargo, los alcaleses tenían muy cerca su noche negra,  y, al entrar yo en Alcalá, explotaba el delirio, me abrazaban, me estrujaban y lloraban de emoción. Me subieron a un balcón corrido y testero de la plaza de Cervantes, y en ese balcón corrido, mirándoles, supe que no se me había olvidado llorar, cosa que no hacía desde mis días en Castrillo, cuando niño. Los alcaleños me hicieron llorar. Lloraban ellos de emoción porque no habían sido necesarios los escondites urdidos bajo el sobresalto, y el miserable pan de centeno de esta guerra volvía a la alacena de costumbre, y las mozas y mujeres granadas de Alcalá olvidaban los recovecos insólitos de pajares y camaranchones. Y se habían ido los temblores y se venía la risa, una risa acartonada, a mitad de camino, atascada por la emoción y por el llanto. Allí, bajo mis pies, bajo el balcón corrido, los tenía a todos, a todos los alcaleños, alcaleses y alcalinos, qué más da, ahora no hace al caso.

Fue por su noche negra por lo que tengo aquí monumento, porque conseguimos desvanecer el retorno de ese fantasma que les atenazaba y que supuso el final para siempre de los futres. Desvanecerlo de los adentros es cosa distinta, yo diría que imposible, aunque de eso no poseo conocimientos. Tres años después la ciudad me levantó un monumento de piedra junto al puente Zulema, pero en la segunda noche negra, la de San Lorenzo, en 1923, los realistas me derriban cruelmente. Después, durante muchos años tuve estrado construido en la plaza Mayor, en espera del bronce. Desde 1835 tuve cajonera. Pero en 1879, Cervantes ocupó el sitio de mi larga espera y mi bronce fue ese mismo año a la plaza de la Merced, donde está. He sido un monumento de va y viene, el más largo proyecto. Mi definitivo monumento me lo hizo el italiano Carlo Nícoli, el mismo que alumbró a don Cervantes. Pero, mientras que a éste se lo hace de cuerpo entero, a mí me corta la cabeza y me la exhibe colgada en lo alto de una columna. ¿No estará aludiendo el puñetero al final de mis días? No lo sé. Sólo sé que, aquí, el único que tuvo el monumento en vida fue el menda, allí, al otro lado del puente Zulema, donde fui masacrado. Lo tuve y lo volví a tener gracias a la generosidad de Alcalá para conmigo. ¡Que bien me pagó Alcalá y que mal me pagó España!

José César Álvarez
Puerta de Madrid, 1.6.2002


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