miércoles, 25 de abril de 2012

Viernes Santo

La Semana Santa de Alcalá se vigoriza de año en año. La magna representación de la Pasión se desgrana devotamente por sus calles. Media Alcalá se queda y media Alcalá se marcha a las playas, a los hoteles, a sus chalés de la costa o la montaña. Y Dios se muere semiolvidado por las calles de Alcalá.

De la Semana Santa alcalaína guardo recuerdos, pero no es ahora el caso. Guardo una imagen pétrea de Zamora, de su puente sobre el Duero, espejándose en sus aguas los hachones y el Crucificado en una noche de luna. Recuerdos guardo del Valladolid de Gregorio Fernández y de la Murcia de Salzillo. Los tambores de Teruel me dejaron algo más que su aparente estrépito, fue una honda conmoción. Sevilla es procesionalmente abigarrada, y acribillada de saetas se torna pasicorta y eterna. La Semana Santa española tiene sus detractores. Lo folklórico, dicen, se antepone a la autenticidad religiosa. No obstante, los sentimientos, si los hay, ayudan a franquear el muro de la fe. Y Dios se muere todos los años por las calles de las ciudades de España.

“La muerte de Dios” es una acuñación de Nietzsche. Separaba “la moral de los esclavos”  de “la moral de los señores”. La primera era la norma de conducta de los sumisos y obedientes, que se debatían entre lo bueno y lo malo, un concepto trasnochado de la moral occidental que había que arrasar. La “moral de los señores”, en cambio, era la moral de los vencedores, la propia del “superhombre”, el que vive como un niño inocente la fuerza de la vida, es fiel a la tierra y a sus instintos y crea su propia escala de valores. Pero para que nazca el nuevo hombre, antes debe de morir Dios. A la luz de este pensamiento, me gustaría que alguien hiciera una bisección que mostrara todo lo que hay del “superhombre” en los nacionalismos, secos de libertades, igualdades y solidaridades. Porque Dios se muere a chorros en los territorios de este país sin nombre.

La noticia ha sido la de un niño al que le mandaron en la escuela pintar su país y pintó a Andalucía toda rodeada de mar como una isla. A los niños en la escuela les enseñan a ser islas de egoísmo y pintan los mares del vacío que llevan dentro. Se les hurta la verdad y Dios se muere en las escuelas del país de la piel de toro.

Una misma noticia, publicada en dos periódicos, origina un titular y su valor contrario en el otro. El periodismo nacional ha dimitido hace tiempo de la objetividad. La opinión, que formalmente sigue teniendo su espacio acotado, tiñe, sin embargo, la información. No hay certezas ni convicciones, lo que viste es arrastrarse por un deslizante relativismo filosófico. Tocados del manto progresista de la tolerancia, se le da leña al mono de la Iglesia Católica. Y se intenta alcanzar la paz, lo que llaman “el proceso de paz”, cercenando previamente la justicia.

La efeméride de platino de la proclamación de la II República ha caído en Viernes Santo y no gratuitamente, porque día de viernes santo es un catorce de abril que se fija por modelo de nuestros días, fecha-símbolo del período más desgraciado y antidemocrático de toda nuestra historia y que resucita con su “memoria histórica” los demonios de una confrontación superada.

Un sol tibio entra por mi ventana. Es un sol membrillero y lánguido que se posa sobre los pliegues de una manga de mi camisa y proyecta sombras que se abaten sobre valles y ensenadas. Dios se muere esta tarde de viernes santo sobre una manga de mi camisa, en tanto me llega el redoble acompasado de unos tambores que me reclaman.


José César Álvarez
                                                                                  Puerta de Madrid, 15.4.2006

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