miércoles, 25 de abril de 2012

PARÍS Y ÁFRICA


París siempre sorprende.  Siempre abierto, cosmopolita y monumental, París se debate entre su ser y su devenir, entre lo inmutable y lo cambiante. Lo inmutable es su formidable obelisco en la plaza de la Concordia, corazón de una grandiosa cruz, que limita al norte con la iglesia de la Madeleine, al sur con la Asamblea Nacional, ambos edificios como extraídos de la Acrópolis griega, y el eje transversal que va desde el Arco del Triunfo de l´Étoile, tras los Campos Elíseos, hasta el otro Arco del Carrusel tras las Tullerias. París es una geometría perfecta y colosal. Al igual que la mediana del majestuoso puente de Alejandro III sobre el Sena está señalada por la aguja de la cúpula de los Inválidos, “la grandeza francesa” napoleónica revivida sin complejos.

París es una ciudad con vocación de imperecedera. Lo cambiante son sus gentes. Puede que en sus colosales espacios llegue a caber África. Porque a África la noté, como nunca, metida en sus calles. África te cobraba en las galerías comerciales, en el taxi y en la cafetería del Museo d`Orsay. Si preguntabas al conductor del autobús dónde estaba la parada de Nôtre Dame o del Panteón, nada sabían decirte desde su mirada ausente. África conducía el autobús y los autobuseros de París andaban en otra onda, en otra cultura. Su mundo se articulaba en otras referencias.

Una tarde subí las largas escalinatas blancas que llevan a la plaza del Trocadero. Había una concentración por los “sans patrie”. Me senté a escuchar a los oradores. Fui bien recibido y pronto me llenaron las manos de panfletos. Lo que no sabían es que elegí aquel lugar para recibir una clase gratuita  de francés. Cuando los franceses hablan en público se les entiende todo. El tema era serio, pedían la no exclusión y los plenos derechos para los inmigrantes. Sin embargo, al día siguiente, una mujer árabe, arrebujada en su mundo de velos y largos talares, detiene nuestro ascensor del hotel, y al notar que no salíamos, se desliza discretamente hacia el otro ascensor sin decir palabra. Ella sola se excluye.

Otro día, al anochecer, en torno a la Madeleine, iluminado el peristilo frontal de su esbelta columnata, una gran fila humana rodea su gigantesca mole y a ella nos sumamos. Se trataba de un concierto abierto, como la propia ciudad, donde nos ofrecieron por ensalmo entre una contagiante alegría, una soberbia sinfonía número 5 de Malher y el Te Deum de Dvorak, cuyo libre donativo estaba reservado a la Asociación humanitaria Espoir sans frontères. Era otro modo alternativo de luchar por las desigualdades humanas. El Trocadero era una solidaridad hacia dentro y La Madeleine era una solidaridad hacia fuera, pero hacia dentro de su habitat cultural y sin desarraigo.

No me extraña, visto París, que el presidente de la República Francesa se haya mostrado en contra de las facilidades dadas a los extranjeros por el gobierno de Zapatero, quien desconocía que abrir arbitrariamente las puertas de España era abrir las de Europa. París es muy grande, pero África, a decir verdad, no cabe entera.
                                        
                                                                               José César ÁLVAREZ
Marzo,  2006


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