lunes, 23 de abril de 2012

OJO de buey



INOCENCIO



Ha muerto Inocencio, hijo de Inocencio y de Inocencia, una broma, una ingeniosidad, una originalidad, a la cual él  no tuvo más que seguir, que alargar. Y esa fue en definitiva su vida: humor, ingenio, originalidad.
           
Inocencio: transplante adolescentemente aguileño, traído a Compluto desde Canales de la Sierra, en la Rioja, -no te impacientes, lo diré- la antigua Segeda de arévacos y pelendones  -tú escribías con tu sutil caligrafía, Xejeda-, la antigua Julia romana. Vino de la mano de otro filósofo albino, el padre Ausencio, filipense, cura que fue de su pueblo, perteneciente entonces al Arzobispado de Burgos. A Inocencio lo conocí en el frontón del Seminario, allá por los terrenos del 10, devolviendo pelotas como piedras, metiendo la mano izquierda en la pared, demostrando su astucia. Fue inspector y profesor en el colegio de Santo Tomás durante muchos años, por lo que su nombre y su recuerdo se enraizan en el primer suelo de esta ciudad. Estudió Filosofía, esa que hay que llamarla “pura” para identificarla, de tan sobada la pobre, y ejerció de metafísico.  Fue punto de atracción de amigos y de enemigos, puede que ambos con igual/dispar vehemencia, nunca con igual número, porque los amigos de Inocencio son legión. Tuvo siempre la flexibilidad humana  de acomodarse al otro, de buscarlo, respetando, hasta conmovedoramente, cualquier ideología. Fustigó sin piedad a los “listos”: los presuntuosos, los aprovechados, los caciques.

Fue un trasplante rebelde, como los indómitos moradores de Segeda, de la que nunca dimitió. Casi cinco décadas en Alcalá con el lastre de su Segeda a cuestas, insobornable, marchó a morir a su tierra, aunque sin él saberlo.  Como los salmones, instintivamente, también los segedanos suben a morir aguas arriba, a sus orígenes.

“Con lo bien que lo estábamos pasando” dijo Inocencio a su sobrino Eparco después del primer chasquido de su corazón, allí en Canales, fin de semana previsto para la poda, que lo fue. El segundo chasquido, una semana después, fue inapelable.

Ha muerto Inocencio, el segedano, el pelotari, el inspector, el filósofo, el profesor, el abogado, el Decano, el amigo. Su mirada se extenderá ahora sobre su querida Sierra de la Demanda, sobre los acebos y hayedos, sobre la ermita de su Virgen amiga, a la que puntual y secretamente visitaba en el monte. Y, abarcando la mirada, se fumará con delectación un “Marlboro”, ahora que puede.
           
“¡Con lo bien que lo estábamos pasando!”

José César Álvarez
                                                                                  Puerta de Madrid, marzo.2002

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