sábado, 21 de abril de 2012

EL CONDE DE LEMOS

     Don Pedro Fernández de Castro y Andrade, conde de Lemos, marqués de Sarriá, virrey de Nápoles, a pesar de arrastrar toda la altisonancia de sus títulos, y los que aquí se omiten, era un hombre leve, sencillo, locuaz según parece, y joven, frisando a la sazón la alta treintena de los años. De ahí que no desmayara la fogosidad de su conversación con su interlocutor, Juan de Tassis, conde de Villamediana, aún más joven todavía. Pedro y Juan, ambos condes, ambos jóvenes y amigos, aunque en circunstancias bien distintas, habían llegado a un punto crucial en la conversación. La perspectiva del tiempo dirá que estamos asistiendo a un momento histórico, allí donde el destino va a cumplirse favorablemente.

—Y hablando de Cervantes –dijo Pedro girando la vista hacia el rostro de Juan, interesándole su expresión en la respuesta de un asunto que no sabía por qué se le había demorado tanto—, me interesa mucho tu opinión sobre el Quijote, ¿lo leíste?

—Por supuesto.

—¿Qué te paareció? —insistió Pedro con avidez.

—¡Maravilloso! —exhaló Juan con voluptuosidad—. Será un icono cultural de nuestro tiempo. Y hasta un símbolo de identidad de España. Pero eso ni tú ni yo lo veremos. Sabes, Juan, que no he visto nunca escribir prosa tan jugosa y ocurrente. A mí me resulta como una escritura de voz grave, muy grave, lo cual no quiere decir que sea oscura. Puede haber gravedad clara y agudeza oscura. Esta del Quijote, puedes creerme, es una gravedad clara y preclara. Grave  porque hace referencias a cosas antiguas como los Libros de Caballería, a costumbres y tradiciones, a sentimientos nobles y a valores eternos; y clara, por la precisión de la palabra, del giro, de los pliegues caprichosos de la sintaxis. Sólo de la boca de un loco pueden salir tan floridas parrafadas, que en otro contexto hubiera sido afectación de la palabra. El Quijotr, Pedro, es la gloria de la palabra. Sancho representa la historia acumulada de todo el realismo español. enfrentado al idealismo puro de Alonso Quijano. Es la aventura de la dialéctica de la vida entre sus dos lados, entre las dos riberas opuestas de la vida. Don Quijote y Sancho, dos maneras de ver la vida y de cabalgar juntos.

—Celebro mucho tu opinión —replicó Pedro—, a mí el Quijote no sólo me hace sonreír, es que me hace reír a carcajada batiente.

—Es una gran sátira —dijo Juan—. Mira… dos personas pueden vivir cada una su propia vida en períodos de tiempo similares, sin embargo, no todos la viven con la misma intensidad. En el Quijote hay volcadas carretadas de experiencia de la vida, como si hubieran sido varias acumuladas. La vida de este Cervantes ha tenido que ser intensa. Se forjó literariamente con los artificios de su novela pastoril La Galatea, su abundante obra teatral y su discreta producción poética, y sobrecargado de la dura experiencia de su vida, nos ha sorprendido gratamente con la aparición de Don Quijote, que es la conjunción de sus dos experiencias, la vital y la literaria. La experiencia, Pedro, no se repentiza, aflora cuando se tiene. La vida la lleva y la trasluce, pero el oficio literario, que se trasluce vigoroso, es más del que dice su obra firmada, es mucho más…

—Tengo entendido —interrumpió el de Lemos—, que a Cervantes le hizo escritor la batalla de Lepanto.

—Y dices bien —atajó el de Villamediana—, porque en la naval batalla se le estropeó la mano izquierda para gloria de la diestra. Así las cosas, hubo de renunciar a su carrera militar. Las letras y las armas fueron las dos orillas del río de la vida de Cervantes. Hubo de elegir definitivamente la orilla que le dejaron, pero en el Quijote expresó de forma clara la prevalencia de las armas sobre las letras, porque aquellas hacen posible el desarrollo de las letras, porque las armas alcanzan la paz, y la paz es la mayor aspiración de los pueblos.

—El cincel, el pincel, la pluma  –dijo Pedro sin disimular su evidente concentración— son las distintas herramientas de un artista distinto. Hoy, he creído notar que tu mayor entusiasmo lo pones en la pluma, que esgrimes como poeta de alto estro que eres. 

—Gracias  —contestó el poeta noble con la mente puesta ya en otra cosa— ¿Sabes, Pedro, que Cervantes dice que el comienzo de su obra lo obtuvo de un autor aljamiado que dice llamarse Cide Hamete Benengelli? Y que según mis consultas, el término distintivo de Benengelli quiere decir algo relativo a “ciervo”, es decir  “cerval, cervato”. Es la misma técnica de Caravaggio. Ahora Cervantes es el que se pinta en su propio cuadro, como lo hace también posteriormente al intercalar dentro de su magna obra, la novela chica del Cautivo. Era aquella una “nívola” biográfica sobre su cautiverio en Argel aludiendo a “un tal Saavedra”. Esa objetivación del “yo” es otra genialidad “pictórica” de Cervantes.

—Se espera que salga la segunda parte, la auténtica, claro —dijo precisamemnte el Conde de Lemos.

—Sí —dijo Juan, el de la media villa, haciendo una larga pausa—. Y ahí debieras de estar túúú —terminó contundente apuntándole con el dedo índice como un sable insistente.

—¿Yooo? —inquirió largo el conde de Lemos, ignorante en aquel punto y hora de la gloria que le aguardaba.

—Recuerda la dedicatoria que le ha escrito al Duque de Béjar en esta primera parte del Quijote. Es una dedicatoria corta, pero su lectura resulta larga, onerosa de cumplidos fatuos para un hombre que sólo entiende de caballos y de galgos. En la segunda parte de ese auténtico Don Quijote que vendrá, ahí, digo, debieras de estar tú.

Hubo un silencio largo. Ambos se quedaron mirando. Ni Pedro ni Juan, ni Juan ni Pedro sabían en aquel momento, a causa de la sucesión lineal del tiempo, que el Conde de Lemos había de ser al fin el benefactor de todas las prosas que a Cervantes le restaran de por vida, dedicándole las Novelas Ejemplares, de 1613, la Segunda Parte del Quijote, de 1615, y su obra póstuma, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, de 1617,  donde Cervantes, en su genial Prólogo, escrito dos días antes de su muerte, habiéndole tomado querencia al conde, a él se le dirige muriéndose a chorros. Comenzaría su magistral pieza remedando unas viejas coplas —todavía le quedaba humor—, donde le diría al noble que ahora guarda silencio,  aquello de

Puesto ya el pie en el estribo
con las ansias de la muerte,
gran señor, ésta os escribo.

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