sábado, 21 de abril de 2012

LA ELECCION DE LOS ALCALDES DE DAGANZO (PRÓL OGO)


(Prólogo a la edición del entremés “La elección de los alcaldes de Daganzo” de Miguel de Cervantes, Ediciones Bornova, Ayuntamiento de Daganzo, 2006).

Daganzo –hoy pujante villa que dista nueve kilómetros de Alcalá de Henares, cuna de Cervantes–, exhibe con todos los derechos el orgullo cierto que le corresponde por haber sido objeto de interés de la pluma del Príncipe de los Ingenios, ondeando el topónimo de la villa en el título de uno de sus más graciosos entremeses: La elección de los alcaldes de Daganzo. Se ha venido diciendo, sin que hallemos prueba fehaciente, que el escenario elegido por Cervantes corresponde a Daganzo de Abajo, villa hoy desaparecida, pero aunque así fuera, es su gemela Daganzo de Arriba la legítima heredera de su acervo, de sus predios y de sus tradiciones.

Antes de referirnos estrictamente a la obra literaria, podemos reunir algunos datos históricos en torno al asunto. En la época del Renacimiento eran tres los modos principales de nombramiento de alcaldes, cuya principal función consistía en administrar justicia. Estaba la elección directa por autoridad superior, ya fuera realenga o señorial, y el tercer modo era de elección mixta, pendiente de confirmación. En Daganzo, que pertenecía a la jurisdicción de Toledo, se daba el tercero de los modos, en cuya elección se requería la confirmación. El caso histórico de los alcaldes de Daganzo, antes de ser tomado por la literatura, debió adquirir cierta notoriedad entre la clase instruida y urbana cuando el señor feudal de Daganzo, conde de Coruña, no confirma la elección de alcaldes realizada por sus vasallos. Pleitea por ello en la Chancillería de Valladolid y en segunda instancia consigue sentencia a su favor “porque al señor de vasallos, a quien compete el derecho de confirmar la elección, pertenece también conocer el defeto e inhabilidad de los elegidos”. Este texto está extraído de la referencia que a la vieja cuestión daganceña ofrece Castillo de Bovadilla en su tratado Política para corregidores y señores de vasallos, (Madrid, 1597). Este tratado tuvo gran repercusión en la época, y pocos años después, puede que en 1610, Cervantes escribió el entremés de “los alcaldes”, aunque el libro genérico Ocho comedias y ocho entremeses nuevos fuera editado en 1615.  

Con respecto al proceso de elección de los alcaldes de Daganzo queda aún más claro en el siguiente texto reflejado en las Relaciones Topográficas que fueron mandadas componer por orden de Felipe II a finales del siglo XVI:

Dixeron que el  dicho señor conde de Coruña, como señor de la villa, después de haber nombrado en la dicha villa alcalde, regidores y procurador general, se le lleva a confirmar y lo confirma, y da por bueno el dicho nombramiento, y aquellos que son nombrados y por el dicho señor conde confirmados, sirven de su oficio un año.
           
Este texto hace pensar en un ínterim intrigante. Porque si el alcalde es nombrado en principio por el señor y confirmado después por el mismo, nos hace pensar que el aspirante a ser galardonado con la dádiva confirmadora “debe ser bueno” ante el señor, mostrarse sumiso. Uno piensa que el señor puede hacer terciar una prueba de sumisión en el intervalo. Y se piensa con fundamento que el ruido de un caso como el de “los alcaldes de Daganzo” no viene solo, que no es tan simple como ahora nos parece, y que, como en la sonora crecida de un río, lleva mucho fango dentro. Es la histórica y controvertida relación del señor y sus vasallos, donde el fango no cae del lado de los vasallos de la villa de Daganzo. Al contrario,  un cerco numantino de firmeza y de moral debió recibir el señor conde de Coruña de sus vasallos daganceños, porque, desairado, presenta dos juicios ante los tribunales de justicia de la entonces capital de  España. Que los ruidos no vienen solos, y el caso, a lo que se ve, cundió en las imprentas y en el boca  a boca. Este último medio de transmisión llevaba de seguro más verdad que la comprometida letra impresa. ¿Qué le podía importar al muy señor conde de Coruña que los alcaldes de Daganzo fueran rústicos y analfabetos?  El desaire recibido, por el que en realidad pide “defeto e inhabilidad” del cargo, está en otra causa que se nos escapa.

Vamos ahora  a la obra literaria, a esa gema entremesil con la que Miguel de Cervantes quiso recompensar a Daganzo. El esquema de la obra es simple. Cuatro hombres se reúnen en junta en el ayuntamiento de Daganzo para elegir un alcalde para el año siguiente. Son los regidores Algarroba y Panduro, el bachiller Pesuña y el escribano Estornudo. Este último plantea la finalidad de la junta y en su trasfondo asoman las tensiones históricas de esta elección de alcaldes:

Y mírese qué alcaldes nombramos

Para el año que viene que sean tales.
Que no los pueda calumniar Toledo,
Sino que los confirme y dé por buenos.
Pues para eso ha sido nuestra Junta.


 Al fin, hacen pasar a la sala a los cuatro candidatos para ser sometidos a examen. Son cuatro electores frente a cuatro pretendientes. Cada candidato hace relación de sus méritos. El mérito de Juan Berrocal es su habilidad como catador de vinos;  Miguel Jarrete se distingue por su torpeza en cazar pájaros;  Francisco Humillos sabe remendar zapatos como un sastre, y Pedro de la Rana presume de memoria, porque sabe decir las letras de las coplas antisemitas del famoso perro de Alba. En esta cómica ocupación de conocer las destrezas de los candidatos se encuentra el tribunal daganceño cuando es anunciado un grupo de gitanos, que quiere entrar a porfía, lo cual logra con la aquiescencia del alto tribunal, haciendo su entrada con la zarabanda y el jolgorio de instrumentos y canciones. En esto irrumpe la protesta de un sacristán, que es clérigo en primera tonsura, echando en cara que si con esa bullanga es como se rige al pueblo. Es entonces cuando aflora la limpia oportunidad del discurso de Rana, quien manda al clérigo meterse en sus campanas y en sus oficios y “deja a los que gobiernan, que ellos saben”. Es el discurso de la separación del poder terrenal y del poder religioso. Rana es aceptado por todos los circunstantes, dando la elección por resuelta, mientras que el clérigo es manteado por todos: los examinadores, los examinantes y los gitanos.

 Y esta viene a ser la moraleja del entremés. La rana ha cantado dentro de la acción de la charca. La rana no es ningún animal exótico  ni ave aristocrática. Su canto no es el de los papagayos ni mirlos ni canarios. Y menos emite el dulce canto del cisne cuando muere, que aquí se cita. La rana es rústica, pero desde su vulgaridad canta clarividentemente. Miguel de Cervantes, de esta forma, rehabilita literariamente a la villa de Daganzo, que había sido “inhabilitada” judicialmente.

Una dificultad se nos impone en la lectura del entremés. Además de la lejanía clásica del siglo de Oro y la torsión a que se somete el lenguaje al escribir en verso, una dificultad añadida nos empaña la espontaneidad del texto, si bien es desde otro punto de vista  riqueza idiomática. Me refiero a la ocurrente oposición entre dos miembros del tribunal: Algarroba, pedante instruido, y Panduro, ignorante solemne y atrevido, ambos regidores. La grandilocuencia de uno y otro produce expresiones arcaicas en el primero y sonoros vulgarismos en el segundo, con aportaciones de la jerga sayaguesa. Mientras que Panduro dice luenga por lengua, deslicia por desliza, Jamestad por majestad, todo el sorbe por todo el orbe... Algarroba nos dice echémoslo a doce y no se venda  (vamos a por todas, pase lo que pase).

La oposición Algarroba-Panduro se sustancia, además de las puntillosas correcciones que aquel hace al segundo por las continuas patadas propinadas al idioma, también por otras cuestiones como la muy distinta estimación que uno y otro tienen de los aspirantes a alcalde. Para Algarroba, guasón  e irónico “no hay alcaldes de caletre”, no hay nivel en las aldeas para ejercer la justicia, en tanto que para Panduro, aquellos cuatro pretendientes podrían gobernar a la propia Roma.

–A Romanillos –replica zumbón Algarroba, aludiendo a un pequeño pueblo de Guadalajara.

Otro lance burlesco, de reminiscencias caballerescas, es el que aporta ahora Panduro. Era Ágrajes primo de Amadís de Gaula, el cual, llegada la ocasión del reto, circunstancia que fácilmente encontraba, se llevaba raudo la mano al pomo de la espada en tanto pronunciaba la proverbial frase, que es la que Panduro celebradamente pronuncia tras la  plática del clérigo, con mención expresa de la procedencia:

–Agora lo veredes, dijo Agrajes.

He aquí, en definitiva, este menudo diamante de múltiples irisaciones, legítima herencia del patrimonio daganceño, al que le aporta nombres de calles, fondo folklórico, romance de uso polivalente, arcón de arcaísmos que guardar, renombre clásico...  y siempre el orgullo de haber sido rehabilitados y regocijados por la pluma de Miguel de Cervantes.

                                                        
                                                       
José César Álvarez
(Miembro de la Institución de  Estudios Complutenses)

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